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Tres buenas razones para creer en extraterrestres

Por Ester Lázaro* y Mar Gulis (CSIC)

¿Quién no ha fantaseado alguna vez con la existencia de vida más allá de nuestro planeta? Si, como la ciencia ha demostrado, la Tierra no es el centro del universo y los seres humanos no somos el centro de la creación, ¿por qué no puede haber otras tierras habitadas por organismos similares o diferentes a los terrestres?

Es cierto que, hoy por hoy, la única vida que conocemos es la de este planeta, pero hay fuertes argumentos a favor de la existencia de vida extraterrestre. Aquí te presentamos tres de ellos.

Planetas y satélites

1. El universo es enorme y, como dijo Carl Sagan, “si solo estamos nosotros, sería un auténtico desperdicio de espacio”. En nuestra galaxia, la Vía Láctea, hay entre 100.000 y 400.000 millones de estrellas. Si ca­da una tuviera un sistema planetario como nuestro sistema solar, el número de planetas podría acercarse al billón. Pero la Vía Láctea es solo una de las aproximadamente 100.000 millones de galaxias que hay en el universo, así que el número de planetas extrasolares podría supe­rar las decenas o los cientos de miles de trillones, una cifra casi imposible de concebir por la mente humana. Si, además, tenemos en cuenta que muchos de esos planetas podrían tener sus propias lunas, el número de escenarios capaces de albergar vida sería aún mayor. Aunque este razonamiento pueda parecer meramente estadístico, con tantos planetas y satélites, ¿cómo es posible que no exista vida en alguno de ellos?

2. Algunos de los ingredientes básicos de la vida son muy comunes en el cosmos. La vida terrestre se ha desarrollado fundamentalmente a partir del carbono y su combinación con el hidrógeno, el nitróge­no, el oxígeno, el fósforo y el azufre, elementos que se agrupan en el acrónimo CHONPS. No parece una casualidad: el hidrógeno, el oxígeno y el carbono se encuentran entre los ocho elementos más abundantes del universo y se combinan en moléculas orgánicas que están presentes en todo el cosmos. De hecho, hasta el momento hemos sido capaces de detectar más de un centenar de tipos distintos de moléculas orgánicas en el espacio; entre ellas, el aminoácido más simple: la glicina.

3. La vida es mucho más robusta de lo que pensábamos hace unas décadas. Durante mucho tiempo se creyó que la vida era un fenómeno muy frágil, que solo podía desa­rrollarse en el rango de condiciones que nos resultan más fa­vorables a los seres humanos. Es decir, temperaturas y presiones moderadas, agua en abundancia y algún tipo de protección frente a la radiación. Todo esto cambió con el descubrimiento de los extremófilos: organismos (microorganismos en su mayor parte) que vi­ven en condiciones fisicoquímicas próximas a los límites compatibles con los procesos biológicos.

Algunos de sus hábitats más ex­tremos son las proximidades de las chimeneas volcánicas submarinas, donde se combinan temperaturas muy elevadas con presiones muy altas; desiertos tan secos y áridos como el de Atacama; el agua ácida y rica en metales pesados de algunos ríos, como río Tinto, en la península ibérica; salinas o las aguas a temperaturas bajísi­mas que existen bajo el hielo de la Antártida.

Conan

‘Deinococcus radiodurans’, también conocida como Conan, la bacteria invencible, puede soportar dosis de radiación gamma hasta 1.500 veces mayores que las que causarían la muerte humana. / Wikipedia.

Desde su hallazgo, el estudio de estos organismos ha sido una pieza esencial de la astro­biología, ya que entender las soluciones que los extremófilos han adoptado para sobrevivir en condiciones aparentemente inhóspitas resulta muy útil a la hora de imaginar la vida en otros lugares del cosmos.

Planetas diferentes, formas de vida distintas

Estos argumentos implican que la búsqueda de vida extraterrestre no debería limitarse a localizar escenarios similares a la Tierra.

Si echamos la vista atrás veremos que nuestro planeta no siempre ha sido como es ahora y, sin embargo, ha albergado vida desde hace más de 3.500 millones de años. En sus inicios, la Tierra estaba cubierta de lava y las elevadas temperaturas no permitían la existencia de agua líquida en su superficie. Pero, poco a poco, se fue enfriando y el vapor de agua pudo condensarse y caer en forma de lluvia para formar los primeros océanos. El oxígeno no estuvo presente en la atmósfera en cantidades apreciables hasta hace unos 2.000 millones de años. Mucho antes de esa fecha, la vida ya había sido capaz de abrirse camino y, aunque no había pasado del estado microscópico, ya poseía todas las propiedades que caracterizan a la vida actual.

Por tanto, la vida podría existir en escenarios muy distintos a la Tierra actual y, si así fuera, lo esperable es que fuese muy diferente de la que conocemos. Por ejemplo, a pesar de su diversidad, la vida terrestre ‘solo’ es capaz de obtener energía de la luz solar (organismos fotótrofos), de las reacciones químicas que ocurren en el ambiente (qumiótrofos) o de otros organismos que la han almacenado en las moléculas que forman sus estructuras corporales (heterótrofos). Sin embargo, nada impide imaginar formas de vida que utilicen otras fuentes de energía, como la energía térmica, la eólica o la gravitatoria.

Planeta y estrella

Tampoco podemos descartar la existencia de organismos simples con una química muy diferente a la de la vida terrestre. Aunque poco probable, en condiciones muy determinadas, podrían existir formas de vida simples basadas en el silicio en lugar del carbono o seres que no utilizaran agua en su metabolismo, sino amoniaco, nitrógeno o metano líquidos, estado en el que estas sustancias se encuentran cuando las temperaturas son muy bajas.

En cualquier caso, estas posibilidades hacen mucho más probable encontrar formas de vida simple que vida inteligente. Esto no quiere decir que la vida inteligente extraterrestre no pueda existir, sino que será menos abundante que otras formas de vida porque la aparición de inteligencia requiere un grado de complejidad biológica que precisa tiempos mucho más largos para surgir.

¿Seríamos capaces de reconocer la vida extraterrestre?

Por último, las diferentes formas que podría tener la vida nos plantean un interrogante muy particular: ¿sabríamos reconocer esa vida que ha surgido y evolucionado en condiciones tan distintas de la vida que conocemos?

Aunque la vida en la Tierra sea enormemente diversa, todos los organismos terrestres compartimos rasgos comunes, como estar organizados en células y estar constituidos por cuatro macromoléculas principales: proteínas, glúcidos, lípidos y ácidos nucleicos. ¿Debemos interpretar nuestros rasgos comunes como propiedades esenciales de la vida o simplemente como la mejor solu­ción para prosperar en el ambiente de nuestro planeta?

Para en­tender qué es lo esencial de la vida, necesitaríamos poder comparar la vida terrestre con otra vida que tuviera un origen diferente. El resultado de esa comparación sería un hallazgo de gran trascendencia para comprender qué es realmente la vida y cuál es su significado en la evolución del universo. Así pues, tendremos que seguir buscando.

* Ester Lázaro Lázaro es investigadora del CSIC en el Centro de Astrobiología (CSIC-INTA), donde dirige el grupo de Estudios de evolución experimental con virus y microorganismos, y autora del libro La vida y su búsqueda más allá de la Tierra (CSIC-Catarata), en el que está basado este post.

 

Proteínas recombinantes: una historia de mutantes zombis al servicio de la ciencia

Por María Zapata Cruz, Laura Tomás Gallardo y Alejandro Díaz Moscoso (CSIC)*

Las proteínas son las moléculas que más funciones diferentes desempeñan en los seres vivos. Entre muchas otras cosas, forman nuestros órganos y tejidos, como hace el colágeno; refuerzan nuestras defensas en forma de anticuerpos; y realizan el metabolismo, como las enzimas que transforman los nutrientes en energía y en otras moléculas necesarias para la vida.

Además, las proteínas resultan muy útiles fuera del organismo: la prueba PCR (Reacción en cadena de la Polimerasa), que se hizo famosa durante la pandemia de COVID-19, o las herramientas de edición genética CRISPR-Cas, conocidas como ‘tijeras moleculares’, basan su funcionamiento en estos ingredientes básicos de la vida. Y lo mismo ocurre con medicamentos como la insulina y algunas vacunas.

Por todo ello, fabricar proteínas despierta un gran interés científico e industrial. Necesitamos producirlas para hacer funcionar esas aplicaciones y para analizar su comportamiento en condiciones controladas, algo que hacemos en el Centro Andaluz de Biología del Desarrollo con el objetivo de conocer mejor su funcionamiento.

Sin embargo, crear una proteína en el laboratorio enlazando uno a uno los aminoácidos que la componen puede resultar muy lento y laborioso: en cada proteína se suelen unir cientos de estas moléculas formando una cadena. Una solución muy práctica para obtener proteínas es ‘secuestrar’ la maquinaria natural de las células para que hagan el trabajo, es decir, conseguir células que fabriquen las proteínas que nos interesan.

Domesticando bacterias

Vamos a explicar este procedimiento con algo más de detalle. Para ello, necesitamos saber que las instrucciones para fabricar una proteína se encuentran en el ADN. En el código genético, hay un gen con las indicaciones para crear cada proteína uniendo de una forma determinada los veinte tipos de aminoácidos que existen en la naturaleza.

Los aminoácidos se unen unos a otros químicamente mediante un ‘enlace peptídico’. Podríamos plantearnos tener veinte botes en el laboratorio, cada uno con un aminoácido distinto, e ir uniéndolos según nos indique el gen correspondiente para fabricar la proteína que nos interesa. Pero, como veíamos, los seres vivos poseen una maquinaria celular mucho más eficaz para formar estos enlaces.

Se pueden utilizar distintos tipos de células para fabricar proteínas, pero la más popular entre los científicos es, sin duda, Escherichia coli, una bacteria que vive de forma natural en el intestino de los seres humanos y otros animales sanos. En las últimas décadas, hemos aprendido a criar esta bacteria en el laboratorio y ha resultado ser una ‘mascota’ muy agradecida que, además, es muy fácil de cuidar.

Puede vivir en un rango amplio de temperaturas; incluso permanecer congelada durante largos periodos de tiempo y después recuperar su actividad normal como si nada. Además, su alimentación es muy barata y crece muy rápido, tanto que es capaz de duplicarse en apenas veinte minutos, lo que permite tener un ‘ejército’ de millones de bacterias en un solo día.

Pero lo más importante es que también hemos aprendido a introducir genes de otros seres vivos en Escherichia coli de forma muy sencilla (lo que se conoce como ‘ADN recombinante’). Esto permite meter en la bacteria un gen con las instrucciones para fabricar una proteína de cualquier otro ser vivo, es decir, crear un mutante.

Da igual si el gen es de otra bacteria, de un pez, una mosca, un ratón, una planta, un lobo o un ser humano. Como las bases moleculares de la vida, el lenguaje del ADN y la síntesis de proteínas son iguales en todos los seres vivos de este planeta, la maquinaria de las bacterias es capaz de construir cualquier cadena de aminoácidos (proteína) independientemente de su origen genético.

Sin embargo, no todo es tan sencillo. Por muy pequeñas que sean, las bacterias no son tontas y no se van a poner a sintetizar, así por las buenas, una proteína extraña que no les sirve para nada o que incluso podría hacerles daño. Para resolver este problema, los investigadores han conseguido bacterias capaces de leer el gen de interés solo cuando queremos que lo lean.

Añadiendo una sustancia específica al cultivo de bacterias, estas pierden parcialmente el control de sus actos y empiezan a fabricar la proteína que queremos como si en ello les fuese la vida. Y así es como conseguimos tener un ejército de bacterias mutantes y zombis que realiza el duro trabajo de fabricar la proteína que nos interesa.

Placas de cultivo con distintas bacterias mutantes. Cada puntito blanco es una colonia de bacterias compuesta por millones de células que ha crecido a partir de una sola célula.

¿Y qué hay de lo mío?

Finalmente, hay un último problema que resolver. La gran mayoría de las veces, producir una sola proteína extraña no es suficiente para que las bacterias cambien de aspecto. No les salen alas, ni garras, ni ojos, ni nada que nos permita distinguirlas. A simple vista, una bacteria normal y una bacteria mutante son exactamente iguales. Para saber si nuestras bacterias mutantes han fabricado la proteína que queríamos, hay que destruir las bacterias y ver si, entre toda la mezcla de proteínas que normalmente fabrican para vivir, se encuentra la nueva.

Se pueden utilizar distintas características que nos permitan distinguir unas proteínas de otras en esta mezcla. Una de las características más utilizadas es su tamaño. En cualquier célula podemos encontrar proteínas desde muy grandes hasta muy pequeñas, según lo larga que sea la cadena de aminoácidos que las forman. Y como la secuencia de aminoácidos de la proteína que nos interesa la podemos conocer a partir del gen que previamente hemos introducido en las bacterias, podemos calcular el tamaño que tendrá.

Para separar las proteínas por su tamaño, utilizamos una técnica llamada ‘electroforesis’. Etimológicamente, este término proviene de la unión de los vocablos ‘electro-’, que hace referencia al uso de electricidad, y ‘-foresis’, que en griego significa ‘transporte’. La técnica consiste en poner la mezcla de proteínas en un medio que hace que adquieran carga negativa. Después, se aplica una corriente eléctrica a la mezcla que hace que las proteínas cargadas negativamente se desplacen a un polo positivo (ánodo).

En su camino, las obligamos a pasar por un gel que forma una red de microtúneles. Al encontrarse con este obstáculo, las proteínas pequeñas serán capaces de avanzar mucho más rápido que las grandes, que se irán quedando retrasadas. Más retrasadas cuanto más grandes sean. Así, al cortar la corriente eléctrica y ver el resultado de la ‘carrera’, observaremos bandas que corresponden a proteínas de distintos tamaños. Las más pequeñas cerca del polo positivo y las más grandes cerca del punto de partida.

Comparando el patrón de bandas de bacterias naturales con el de bacterias mutantes, deberíamos poder ver una única diferencia. Una proteína que esté en la mezcla de bacterias mutantes, que no esté en las naturales y que tenga el tamaño calculado para la proteína que nos interesa. Si es así, ¡¡premio!!, habremos conseguido que las bacterias mutantes zombies fabriquen la proteína que necesitábamos.

Ejemplos de electroforesis de proteínas. Cada una tiene 3 carriles: uno con una muestra de referencia de tamaños (Ref), otro con la mezcla de bacterias naturales (Nat) y otro con la mezcla de bacterias mutantes (Mut). La proteína nueva se indica con una flecha.

* María Zapata Cruz, Laura Tomás Gallardo y Alejandro Díaz Moscoso son el equipo técnico de la Plataforma de Proteómica y Bioquímica del Centro Andaluz de Biología del Desarrollo, centro mixto del CSIC y la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

Fasciolosis, la enfermedad que afecta al ganado y, cada vez más, a las personas

Por Marta López García* (CSIC)

Afirmar que los parásitos son fascinantes no solo es atrevido, sino que es poco frecuente. Solemos verlos como seres dañinos y nos produce rechazo escuchar la palabra. Sin embargo, desde un punto de vista científico, los parásitos son seres increíbles porque tienen una gran diversidad de formas de vida y sus adaptaciones les permiten vivir dentro de otros organismos (hospedadores). Y esta asombrosa capacidad de moverse entre los hospedadores para asegurar su supervivencia es lo que les hace fascinantes en términos biológicos.

Desde el Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología de Salamanca (IRNASA-CSIC) se trabaja para frenar esta enfermedad

Sin embargo, los parásitos también pueden tener consecuencias muy negativas para la salud y el bienestar del ser humano y los animales. Por eso, conocer su compleja biología supone un gran reto científico en la actualidad. Ante su elevada prevalencia global es necesario desarrollar herramientas de prevención y control frente a ellos.

En este sentido, desde el Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología de Salamanca (IRNASA-CSIC), trabajamos para frenar la fasciolosis. Esta enfermedad, causada por gusanos del género Fasciola, especialmente Fasciola hepatica, afecta principalmente al ganado ovino y bovino. Tiene una alta prevalencia en Castilla y León, al estar presente hasta en el 50% del ganado. Además, puede infectar a los seres humanos y, de hecho, es considerada una enfermedad emergente porque se encuentra en más de 2,5 millones de personas y 17 millones están en riesgo de infección.

La relación entre ‘Fasciola hepatica’ y hospedador

Fasciola hepatica es el protagonista de nuestra investigación. Se trata de un gusano plano, con forma de punta de lanza, que puede medir hasta 5 cm de largo y 1,5 de ancho cuando es adulto. Trabajamos para conocer las bases moleculares que rigen la infección del parásito dentro del hospedador vertebrado.

Tras ingerir el hospedador alimentos o agua contaminados con las formas infectivas de Fasciola hepatica (formas larvales denominadas metacercarias) se inicia la infección. Cuando estas alcanzan el intestino, salen del quiste como gusanos juveniles y son capaces de atravesar la pared del intestino delgado hasta la cavidad peritoneal, donde inician una compleja ruta de migración hasta el hígado. Allí se mantienen durante mucho tiempo creciendo al alimentarse del tejido hepático. Finalmente llegan a la vesícula biliar, donde se convierten en parásitos adultos y liberan huevos al medio ambiente, a través de las heces del animal, para completar su ciclo de vida.

La patología asociada a la enfermedad se relaciona con la presencia de los parásitos en el hígado. A medida que se alimentan del parénquima hepático (el componente del hígado que filtra la sangre para eliminar las toxinas) pueden causar inflamación y daño en el hígado con síntomas como dolor abdominal, diarrea, fiebre, pérdida de peso y, en los casos más graves, hepatitis, fibrosis y cirrosis. Aunque las infecciones en humanos suelen ser menos comunes que en el ganado, pueden ser graves si no se tratan adecuadamente. En cuanto a las perspectivas de tratamiento, existen medicamentos antiparasitarios, como el triclabendazol para tratarla tanto en seres humanos como en ganado. Sin embargo, cada vez se muestran más indicios de resistencia del parásito, por lo que disminuye la eficacia de este fármaco. Por la complejidad del ciclo biológico del parásito y su inminente resistencia a los fármacos necesitamos nuevas herramientas de control como las vacunas. Desde el laboratorio, tratamos de replicar el ciclo de vida de Fasciola hepatica para desentrañar las moléculas clave que utiliza durante su infección. Esto nos permite conocer qué molécula podría ser una buena candidata para desarrollar una vacuna en los animales frente a la fasciolosis.

Fasciola hepatica afecta principalmente al ganado ovino y bovino / Máximo López Sanz

Sin embargo, como en muchas enfermedades infecciosas, la prevención sigue siendo la clave y es necesario promover prácticas adecuadas de higiene (evitar la ingestión de alimentos y agua contaminada) para reducir la exposición a los parásitos y combatir así la enfermedad.

Como hemos visto, los parásitos son organismos fascinantes que han coexistido con el ser humano desde tiempos inmemoriales, en este caso a través de uno de sus principales sustentos: el ganado. Los estudios sobre los parásitos nos ofrecen una valiosa información sobre la biología y la evolución de sus hospedadores. Por ello, aunque los parásitos no son organismos bienvenidos, sin lugar a duda, nos brindan un gran conocimiento sobre las complejidades de la vida en nuestro planeta.

 

*Marta López García es investigadora del Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología de Salamanca (IRNASA-CSIC).  

 

¿Cómo sobreviven más de 100 especies diferentes en un solo metro cuadrado?

Por Ignasi Bartomeus (CSIC)*

 

En medio del Parque Natural de Doñana, en Andalucía, hay una pradera con decenas de especies de plantas que rivalizan por atraer a los muchos insectos polinizadores que revolotean por la zona: abejas, moscas, dípteros y hasta escarabajos de diversas clases. Estas plantas también sufren en silencio las mordidas de otros invertebrados que buscan alimento, como los caracoles, las orugas o las chinches. Es la finca Caracoles, que alberga una diversidad única en la que conviven cientos de especies diferentes por metro cuadrado (sin tener en cuenta microorganismos). Y no lo tienen fácil, porque la finca se inunda cada año de forma natural y tiene niveles de salinidad elevados, así que tienen que estar adaptadas a unas condiciones bastante duras. Cómo sobreviven todas esas especies en este espacio es una de las preguntas claves de la ecología.

Imagen de la Finca Caracoles, en el Parque Nacional de Doñana

No sería de extrañar que las mejor adaptadas fueran muy competitivas y desplazaran a las que son peores competidoras, un caso en el que encontraríamos tan solo una o muy pocas especies dominando la pradera. Por el contrario, podríamos preguntarnos por qué, en vez de cientos de especies, no encontramos miles o millones conviviendo en ese espacio.

La teoría ecológica postula que la persistencia de las especies en las comunidades ecológicas está determinada por las interacciones. Es decir, el complejo balance entre quién come a quién, quién ayuda a quién y quién compite con quién determina cuáles podrán coexistir y cuáles no. En la finca Caracoles, investigadores e investigadoras de la Estación Biológica de Doñana del CSIC y de la Universidad de Cádiz hemos medido todas estas relaciones a lo largo de los últimos años, observando una red de interacciones complejas entre cientos de especies. Por ejemplo, la camomila silvestre es una planta bastante abundante en la zona que compite con otras plantas, es polinizada por pequeñas moscas y sus hojas son comidas por orugas. Sin embargo, otras plantas como los melilotus (tréboles de olor) son polinizadas por abejas, y comidas principalmente por caracoles.

Bombus lapidarius sobre Melilotus officinalis (Tallinn) / Ivar Leidus

Con estos datos hemos descubierto que, si estas interacciones fueran al azar, muy pocas especies sobrevivirían. Pero esta red de interacciones tiene una estructura muy precisa que permite que sobrevivan. Para poner un símil, imaginaos que colocamos dentro de una caja unos diodos, un transformador, una antena y algún led y que los conectamos al azar con cables. Es altamente improbable que logremos crear una radio. De todas las conexiones posibles que podríamos hacer, solo una configuración muy precisa de estos componentes dará como resultado una radio funcional. Con la naturaleza pasa lo mismo, solo ciertas estructuras de interacciones entre plantas y animales funcionan y son estables.

¿Cuáles son estas estructuras estables? La primera es que las especies han de competir con ellas mismas más que con las otras. Es decir, que cuando crecen mucho en abundancia y hay muchos individuos de una especie se entorpecen a sí mismas. La segunda, es que se reparten los recursos entre especies, en vez de solaparse en su uso. Esto es similar a lo que pasa con las empresas, que se especializan en vender un producto concreto y se intentan diferenciar de lo que hacen otras lo máximo posible para evitar competir directamente.

Este resultado no es intuitivo. Los primeros ecólogos que empezaron a diseccionar estómagos de aves a mediados del siglo XIX observaron que algunos años las aves comían mucho de algo y otros años de otra cosa, así que hipotetizaron que cuanta mayor sea la diversidad de alimento disponible más estable serían las comunidades de aves, que podrían variar de alimentación en función de la disponibilidad. Tuvieron que pasar casi 100 años para que un ecólogo, Robert May, demostrara que eso no era así, y que la complejidad no es estable: cuantas más piezas tiene un sistema, más difícil es que todas estén conectadas correctamente, y una pequeña perturbación puede desmontar toda la comunidad.

Como vemos en la finca Caracoles, solo ciertas estructuras de interacciones entre especies son estables, y estas son precisamente las que vemos en la naturaleza. Si todas las plantas dependieran de la misma especie de abeja, o todos los caracoles quisieran comer las mismas plantas, la competencia no les permitiría sobrevivir a todos, por eso observamos que las especies interaccionan solo con ciertas especies, y no con otras. Estas estructuras permiten convivir a muchas especies, pero hay un límite en el que, si incrementamos su número, el sistema deja de funcionar y algunas se extinguen. Por eso encontramos cientos de especies en la finca.

 

* Ignasi Bartomeus es investigador de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) y autor del libro ¿Cómo se meten 8 millones de especies en un planeta?, perteneciente a la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC-Catarata).

Autofagia o cómo se elimina la basura de nuestras células

Por Laura Baños Carrión* (CSIC)

Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, los seres humanos generamos basura constantemente. Deshacernos de ella es un acto sencillo y cotidiano, y encontramos a pocos pasos de nuestras viviendas y trabajos algún contenedor donde poder tirarla.  Nuestras células también producen basura todo el tiempo, pero ¿cómo se deshacen de ella? El mecanismo que utilizan para mantenerse limpias es conocido como autofagia, un término que proviene del griego y que significa ‘’comerse a uno mismo’’.

La autofagia es la forma que tienen las células de mantenerse en condiciones óptimas y saludables, evitando que se acumulen productos de desecho que puedan afectar a su funcionalidad. Es un sistema de limpieza por el que, como si fueran una aspiradora, las células se tragan la suciedad, que en su caso serían todos aquellos componentes celulares y proteínas dañadas, que no funcionan correctamente o que simplemente ya no necesitan.

Un sistema de limpieza y reciclaje celular

En condiciones normales, este proceso ocurre a niveles basales, es decir, a unos niveles mínimos en los que se garantiza la calidad de la célula. Sin embargo, se ve incrementado ante situaciones de estrés o demanda energética. Sin oxígeno, la célula no tiene forma de obtener energía y por tanto la autofagia se ve incrementada para intentar ahorrar energía reutilizando componentes. Cuando escasean los nutrientes, se activa la autofagia y se forma una vesícula de doble membrana en el interior de la célula llamada autofagosoma. Es una especie de bolsa de basura celular que engloba los residuos (como las proteínas mal plegadas) y los envía a unos orgánulos celulares denominados lisosomas. En este momento, los lisosomas, gracias a su alto contenido en enzimas digestivas, son capaces de descomponer prácticamente cualquier tipo de material biológico en los pequeños elementos que lo forman.

Pero no hay nada que se desaproveche. Estas piezas descompuestas se convierten en nuevos componentes celulares que pueden volver a utilizarse. Por ejemplo, una proteína defectuosa se degradaría en aminoácidos, que pueden reutilizarse para formar una nueva proteína funcional en lugar de tener que ser sintetizados de cero, ahorrando así energía. Por lo tanto, la autofagia, además de ser un sistema de limpieza, también funciona como un sistema de reciclaje celular.

Existe un tipo de autofagia selectiva: la xenofagia. Detecta microorganismos que han entrado dentro de la célula, incluidos los virus y bacterias

Y todavía hay más. Existe un tipo de autofagia selectiva: la xenofagia, que detecta específicamente los microorganismos que han entrado dentro de la célula, incluidos los virus y bacterias, los engulle y los dirige a los autofagosomas para su posterior degradación. Es una forma de defensa frente a infecciones, eliminando los patógenos y activando a las células de nuestro sistema inmune. No obstante, algunos patógenos han aprendido a ‘hackear’ este sistema, utilizando los autofagosomas como sitios de replicación y/o proliferación.

¿Y si falla la autofagia?

Después de saber todo esto, parece que no podemos vivir sin autofagia. Y así es. Cuando este sistema no funciona correctamente, se acumula basura en las células, esto puede afectar a su funcionamiento y resultar muy perjudicial.  De hecho, se ha demostrado que cuando la autofagia está alterada (bien por inactivación o por hiperactivación) da lugar a algunas enfermedades neurodegenerativas, cardiovasculares, autoinmunes, metabólicas e incluso diversos tipos de cáncer.

La enfermedad de Lafora es un ejemplo en el que se produce un fallo en la autofagia, aunque en este caso dicha alteración no es la causa principal.  En el Instituto de Biomedicina de Valencia (IBV) del CSIC, investigamos esta enfermedad ultrarrara que apenas afecta a una persona cada millón de habitantes y que principalmente cursa con crisis epilépticas y neurodegeneración. Aparece en población infantil y juvenil y, desafortunadamente, provoca la muerte de los pacientes en apenas diez años desde la aparición de los primeros síntomas.

Aunque se piensa que la causa principal de la enfermedad es la acumulación de una forma anormal de glucógeno (la molécula donde el cuerpo almacena la glucosa para poder aprovecharla cuando tiene necesidad inmediata de obtener energía) en el cerebro y otros tejidos, existen alteraciones a otros niveles. Se han detectado fallos en la autofagia, pero todavía se desconocen los mecanismos moleculares por los que este proceso está desregulado en esta enfermedad.  La autofagia es un proceso muy controlado, a la vez que complejo, en el que participan muchas proteínas que hacen posible la formación de los autofagosomas y la posterior degradación lisosomal de los residuos celulares. Esto implica que la alteración de la autofagia puede venir por fallos a distintos niveles de control.

Al igual que la mayoría de las enfermedades raras, la enfermedad de Lafora no tiene cura. Existen más de 7.000 enfermedades raras y, a pesar de ser poco frecuentes, alrededor de 3 millones de personas en España padece alguna de ellas. Con la investigación, podremos conocer el mecanismo molecular y lograr tratamientos adecuados que permitan mejorar la calidad de vida de las personas afectadas e incluso ampliar su esperanza de vida y, quién sabe, quizá en un futuro poder curarla.

* Laura Baños Carrión es investigadora en el Instituto de Biomedicina de Valencia del CSIC.

Los servicios de ‘delivery’ en la Protohistoria: ¿cómo era el comercio sin Internet?

Por Guiomar Pulido-González* (CSIC)

Hoy en día, si tenemos dinero para comprar algo, sólo necesitamos coger nuestro móvil, buscarlo y encargarlo por Internet. La posibilidad de hacernos con cualquier objeto procedente del otro extremo del planeta nos parece un avance propio de nuestro tiempo. Sin embargo, es un error pensar que el mundo estrechamente interconectado en el que vivimos es un invento actual. Desde la Prehistoria los grupos humanos de territorios distantes han estado vinculados y han buscado el intercambio de recursos e ideas con otros grupos.

Vaso de cerámica jónica-milesia que representa al dios Aqueloo encontrado en la península ibérica (siglo VI – principios del siglo V a. C). / Museo de Arqueología de Cataluña, Girona.

Seguramente, una de las etapas más tempranas en las que este hecho es evidente es la época romana. En este momento, todo el continente europeo y la cuenca mediterránea quedaron conectados a través de una sofisticada red viaria. Pero esta situación es heredera de las conexiones establecidas a lo largo del periodo previo: la Protohistoria. En esta época anterior a la imposición romana (desde el siglo IX a.C. hasta el siglo III a.C. en la península ibérica) el mar Mediterráneo se convirtió en una autopista por la que circulaban mercancías y personas. Lo que actualmente hacen los servicios de Amazon y AliExpress en su momento lo hacían compañías de comerciantes con contactos en diversos puertos y núcleos interiores relevantes, que llevaban las importaciones allá donde las demandaban.

La península ibérica formó parte de esa tupida red de comunicaciones que la conectaba con los territorios al otro lado del mar: a sus costas llegaban productos procedentes de toda la cuenca mediterránea y, una vez allí, eran redistribuidos por el interior. Pero, teniendo en cuenta las enormes distancias que separaban unos lugares de otros y las dificultades para contactar con las personas que los habitaban, ¿cómo eran posibles estas comunicaciones?

Mapa de las principales rutas mediterráneas y algunas manufacturas representativas de los objetos que se comerciaban durante la Protohistoria

La importancia de tener contactos

En la Antigüedad, el tiempo para el comercio era la época estival, con mejores condiciones. En la movilidad comercial de la Protohistoria podemos diferenciar dos ámbitos: las rutas marítimas y las rutas interiores. Las rutas marinas eran más seguras y rápidas, ya que permitían transportar grandes cantidades de productos desde un punto a cualquier otro de la costa mediterránea. Además, la buena navegabilidad que presenta el Mediterráneo en primavera y verano facilitaba los desplazamientos.

No obstante, la logística se complicaba al descargar las mercancías en los puertos. Hay que tener en cuenta que en esta época las calzadas romanas todavía no se habían construido. Para desplazarse había que usar los pasos naturales de montaña, cruzando terrenos escarpados y transitando caminos de tierra por las llanuras. Y para ello, el mejor medio de transporte eran las mulas y los burros. Los caballos eran muy caros de mantener y los bueyes se empleaban sólo de manera ocasional porque eran mucho más lentos, a pesar de ser más fuertes.

Principales rutas comerciales de la península ibérica y cómo se articulaban a través de núcleos receptores (puntos negros) y redistribuidores (puntos blancos).

La siguiente incógnita es la red humana y comercial que posibilitó el movimiento de los productos por toda la península ibérica y el Mediterráneo. En un momento en el que los servicios de paquetería estaban lejos de ser imaginados, el sistema debía funcionar a través del tradicional “boca a boca”. Los contactos y amistades motivaban el movimiento de la mercancía y los intercambios entre diferentes núcleos.

Esta actividad generaba además una demanda y encargos de ciertos productos o materias. Un pedido no iba de un punto A a un punto B directamente, sino que debía pasar por una compleja red de intermediarios desde el lugar donde se producía la mercancía hasta donde se adquiría. Como reflejan las cartas comerciales de la época, que se han conservado gracias a que se realizaban sobre pequeñas láminas de plomo donde se registraban los intercambios, esta red se articulaba mediante el contacto de comerciantes de diversos núcleos, que establecían acuerdos, pagos a plazos, colaboraciones y recibían y reenviaban los cargamentos. De este modo, las distancias tan grandes que vemos en los mapas se acortaban gracias a la red humana.

Los pueblos de la península ibérica: ‘fashion victims’

Y, ¿qué compraban? Las importaciones mediterráneas que llegaban a la península ibérica procedían de diversos lugares alejados (Egipto, Túnez, Grecia o Italia). Gracias a la información aportada por la arqueología, a través de las cantidades de importaciones y su dispersión, podemos trazar las rutas comerciales que siguieron y saber qué productos estaban más de moda dependiendo del siglo. Así, sabemos que desde el siglo IX a.C. al VI a.C., lo que más se llevaba era lo “orientalizante”, es decir, elementos elaborados o con influencias del Mediterráneo Oriental. Por tanto, los objetos de lujo que se importaban eran joyas, marfiles y vajilla cerámica, que procedían de lo que actualmente es Chipre, Líbano, Siria y Egipto.

En el mundo íbero, la vajilla ática era un símbolo de riqueza y denotaba prestigio social. La crátera de campana era una de las piezas más prestigiosas y, probablemente, más costosas. / Museo de Arqueología de Cataluña, Girona.

Sin embargo, desde el siglo VI a.C. la zona oriental mediterránea entró en un momento de reajuste político y económico que motivó un cambio en los circuitos comerciales de la época. Principalmente Grecia tomó el testigo de foco comercial y productor de exportaciones; como ha ocurrido con China en la actualidad. Sus talleres cerámicos coparon el mercado desde mediados del siglo VI a.C. hasta mediados del siglo IV a.C. La vajilla procedente del Ática se convirtió en una de las importaciones más extendidas por toda la cuenca mediterránea, fenómeno al que la península ibérica no fue ajena.

Pero no todo pasaba de moda y era remplazado, sino que también existía una percepción parecida al actual concepto de “vintage” o “reliquia”. En contextos pertenecientes a esta segunda fase comercial se han encontrado objetos datados entre los siglos VII-VI a.C., como ungüentarios de perfume o elementos de marfil, lo que indica el valor añadido con el que se dotaba a esos objetos.

Placa de marfil perteneciente a la segunda fase comercial en la que se encontraron objetos datados entre los siglos VII-VI a.C

La dispersión de las importaciones nos ayuda a dibujar las rutas que habrían seguido los comerciantes, nos muestra los valles de los ríos y los corredores de las sierras que resultaron verdaderas autopistas por donde fluyeron las personas y las mercancías. Eran lugares muy lejanos unos de otros que quedaban comunicados por itinerarios de cientos de kilómetros y numerosos intermediarios que llevaron objetos e ideas por toda la cuenca mediterránea. Volviendo al punto de partida, esto demuestra que el mundo profundamente interconectado en el que vivimos no es un producto de la sociedad actual: los pedidos que hoy hacemos con el móvil, en época protohistórica podían conseguirse de igual modo, tan sólo con un buen mapa y una buena red de contactos.

*Guiomar Pulido-González es investigadora en el Instituto de Arqueología de Mérida del CSIC.

Los pros y contras del alumbrado led en exteriores

Por Alicia Pelegrina* y Mar Gulis (CSIC)

Luminarias esféricas tipo balón de playa en las calles, farolas que cuelgan de fachadas de edificios o proyectores que iluminan los monumentos de tu ciudad. Estos son ejemplos de luz artificial en el alumbrado en exteriores, que se ha transformado notablemente en los últimos años debido al uso de lámparas led. Ahora bien, ¿qué han supuesto estos cambios? ¿Han sido todos positivos?

En este artículo comentaremos los pros y contras del alumbrado led, pero antes hagamos algunas precisiones.

La primera es que, aunque comúnmente hablemos de farolas como un todo, hay que diferenciar entre lámparas, es decir, la fuente emisora de luz, y luminarias, la estructura que contiene y soporta la lámpara.

La segunda es que para calibrar los efectos nocivos de combatir la oscuridad (la contaminación lumínica, por ejemplo) es fundamental tener en cuenta el tipo de luz artificial del alumbrado de exteriores y su orientación. Las lámparas menos contaminantes son las que emiten luz del espectro visible al ojo humano con mayores longitudes de onda. Por ejemplo, las lámparas que emiten una luz anaranjada, porque es la que menos se dispersa en la atmósfera. Y las luminarias más respetuosas son aquellas que no emiten luz en el hemisferio superior. De esta forma minimizan su impacto en el aumento del brillo del cielo nocturno.

El problema de los ledes blancos

Con su aparición en el mercado, se fabricaron muchísimos dispositivos led, que se vendieron como solución frente al despilfarro energético del alumbrado público. Y es cierto: se produjeron ledes blancos que ahorran mucha energía en comparación con las lámparas de vapor de sodio, que eran las que antes inundaban las calles. Sin embargo, no se tuvo en cuenta que la luz blanca es la más contaminante desde el punto de vista de la contaminación lumínica, ya que es la que se dispersa con mayor facilidad en la atmósfera y la que más afecta al equilibrio de los ecosistemas y a nuestra salud.

Por ello, con el paso del tiempo, se vio que esa luz no era la más adecuada. Había que buscar dispositivos led de un color más cálido. El problema es que la eficiencia energética de los ledes ámbar, más anaranjados y cálidos, es prácticamente la misma que la que tenían las lámparas de vapor de sodio de alta y de baja presión anteriores.

Entonces, ¿ha servido para algo este cambio? Desde el punto de vista de la contaminación lumínica, el cambio a lámparas led blancas ha agravado el problema. Y, en cuanto a la eficiencia energética, ha provocado un efecto rebote: el ahorro energético que supone el uso de esta tecnología ha llevado a los responsables del alumbrado público a instalar más puntos de luz o a mantener más tiempo encendidos los que ya existían.

Por tanto, si queremos evitar la contaminación lumínica, debemos utilizar lámparas led ámbar para, al menos, poder beneficiarnos de las ventajas que tiene esta tecnología reciente frente a las lámparas de vapor de sodio que se utilizaban antes.

Las ventajas que sí tiene la tecnología led

Una de estas ventajas es que podemos escoger el color de la luz que emiten las lámparas, lo que permite diseñar espectros a la carta. Por ejemplo, podríamos definir el espectro más adecuado para un espacio natural protegido en el que haya una especie de ave migratoria específica que tenga una sensibilidad especial a una longitud de onda determinada del espectro. Así disminuirían los impactos negativos de la luz en algunas especies.

Una segunda ventaja de las lámparas led es que, al apagarse y encenderse, alcanzan su actividad máxima muy rápido. Existen otro tipo de lámparas que, desde que se encienden hasta que alcanzan un nivel adecuado de iluminación, necesitan un tiempo mayor. Esta particularidad de las lámparas led nos permite utilizar sistemas complementarios como los sensores de presencia o los reguladores de intensidad, que hacen que las luces no tengan que estar permanentemente encendidas pero que, cuando sea necesario, lo estén a su máxima potencia.

Por último, una tercera ventaja de la tecnología led es que podemos regular su intensidad. Esto nos permite adaptar el sistema de iluminación a las diferentes horas del día y a la actividad que estemos haciendo, evitando así que las calles sin transeúntes estén iluminadas como si fueran las doce del mediodía.

Estas ventajas pueden suponer un avance con respecto al uso de las anteriores lámparas, con las que este tipo de adaptaciones o sistemas de control no se podían aplicar. Pero no olvidemos que siempre deben ser lámparas led ámbar y evitar en todo caso las lámparas led blancas.

Se trata, por tanto, de que iluminemos mejor, de una forma más sostenible, evitando la emisión de la luz de forma directa al cielo. Y que la cantidad de luz sea solo la necesaria para lo que necesitamos ver, en los rangos espectrales en los que nuestros ojos pueden percibirla y en un horario adecuado.

 

*Alicia Pelegrina es responsable de la Oficina Técnica Severo Ochoa del Instituto de Astrofísica de Andalucía del CSIC y autora del libro La contaminación lumínica de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC-Catarata).

Copérnico: el canónigo que revolucionó el mundo después de muerto

Por Pedro Meseguer* (CSIC)

En los talleres de narrativa se insiste en que, en un relato, el autor o la autora ha de proporcionar una forma original de ver el mundo. Pero eso no es exclusivo de la literatura, ni siquiera de las humanidades: también sucede en la ciencia. Este año se cumple el 550 aniversario del nacimiento de Nicolás Copérnico (1473-1543), un personaje esencial en la renovación astronómica de los siglos XVI y XVII. Revolucionó la ciencia europea (entonces se denominaba “filosofía natural”) porque tuvo el atrevimiento de romper con el pasado al interpretar el movimiento de los astros de una manera inédita, diferente.

Astrónomo Copérnico, de Jan Matejko (1873)

Astrónomo, canónigo y médico

Nacido en Torun (Polonia), Nicolás era el menor de cuatro hermanos. Su madre murió a los pocos años y, cuando él había cumplido diez, también falleció su padre. De su educación se ocupó su tío Lucas, un duro sacerdote canónigo en una ciudad vecina. En la universidad de Cracovia estudió astronomía, y entró en contacto con el modelo geocéntrico —en donde el Sol giraba en torno a la Tierra— de Ptolomeo, aunque Copérnico se sentía incómodo con él. Viajó a Italia y continuó su formación en la universidad de Bolonia. Y posiblemente allí tuvo una revelación —en su libro Copérnico, John Banville la cuenta así—: “…había estado analizando el problema desde una perspectiva errónea […]. Si consideraba al Sol como el centro de un universo inmenso, los fenómenos observados en los movimientos de los planetas que habían intrigado a los astrónomos durante milenios, se volvían perfectamente racionales y evidentes…”.

A partir de ese momento, Copérnico se ocupó en construir un nuevo modelo astronómico con el Sol en el centro, en torno al cual giraban los planetas en órbitas circulares. Sin embargo, difundió sus concepciones con mucha cautela, tanta que también podría decirse que las escondió. Volvió de Italia y siendo seglar consiguió una canonjía en Fraudenburg con la ayuda de su tío el entonces obispo Lucas —había ascendido—, que gobernaba Ermeland (un protectorado del reino de Polonia). Allí se dedicó a las obligaciones de trabajo mientras cultivaba en privado su modelo astronómico. También ejerció la medicina y solventó cuestiones económicas.

Pero, años después de la experiencia italiana, publicó su Commentariolus, un cuadernillo resumen de sus ideas que lanzó a modo de ‘globo sonda’ y que, para su tranquilidad, no generó reacciones adversas. Al final de su vida, urgido desde varias instancias, se avino a publicar su modelo de forma completa. Su libro De revolutionibus orbitum coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) vio la luz en 1543, muy cercano al día de su muerte.

Un libro que inspiró a Kepler, Galileo y Newton

Antes de Copérnico, imperaba el arquetipo astronómico geocéntrico desarrollado por Ptolomeo en el siglo II. Era un modelo farragoso, ya que obligaba a utilizar epiciclos para encajar las observaciones. Sin embargo, tenía una ventaja extracientífica: al colocar la Tierra inmóvil, con los planetas y el Sol girando en torno a ella, se reforzaba el concepto del ser humano como el centro de la creación. La iglesia católica hallaba adecuada esta interpretación en consonancia con El libro del Génesis: el universo conocido giraba en torno a la más excelsa obra de Dios, el ser que habitaba la Tierra.

Cuando su libro De revolutionibus se extendió, Copérnico ya había muerto. Esta circunstancia fue beneficiosa no solo para él, que obviamente no fue perseguido, sino para la obra misma, porque permaneció como una mera hipótesis: el libro era muy técnico, comprensible únicamente por astrónomos avanzados y solo entró en el índice de libros prohibidos tras el proceso a Galileo.

Esto permitió que astrónomos posteriores como Johannes Kepler (1571-1630) o Galileo Galilei (1564-1642) pudieran formarse con ese modelo y después realizar aportaciones muy relevantes. Basándose en él y manejando una buena cantidad de observaciones, Kepler postuló sus tres leyes: los planetas describían órbitas elípticas con el Sol en uno de sus focos, barrían áreas iguales en tiempos iguales y los cuadrados de los periodos de las órbitas eran proporcionales al cubo de sus distancias al Sol.

Galileo alcanzó a ir más allá: con el telescopio de su invención —a partir de un prototipo desarrollado por un constructor de lentes holandés— descubrió los satélites de Júpiter, que orbitaban en torno al planeta. Eso era más de lo que la iglesia católica podía soportar. Kepler, un luterano en reinos católicos, estaba lejos de Roma, pero Galileo se hallaba en Italia, cerca del Papa. Fue procesado por la Inquisición, pero astrónomos ulteriores trabajaron a partir de sus resultados. En particular, Newton (1642-1727) descubrió la ley de la gravitación universal apoyándose, entre otros, en las contribuciones de Kepler y Galileo.

Modelo heliocéntrico propuesto por Copérnico

Los mitos caen de su pedestal

En dos centurias el modelo geocéntrico fue reemplazado por el heliocéntrico. Además, la observación del Sol o de las estrellas se popularizó en los siglos siguientes por la navegación marítima. Esto estimuló una formación astronómica básica en donde la experimentación jugaba un papel central y a su vez consolidó la aceptación general del modelo heliocéntrico.

El impacto de las ideas lanzadas por Copérnico fue enorme, tanto en el nivel científico como en el filosófico, y de larga permanencia. La Tierra dejaba de ser el centro del universo: era un astro más, sometida a las mismas leyes que los demás cuerpos celestes.

Esa concepción estaba a un paso de que el ser humano también cayera de su pedestal, lo que sucedió con las obras de medicina que lo asemejaban a otros seres vivientes. En su libro Los errantes, Olga Tokarczuk (Premio Nobel de Literatura 2018) lo refleja muy bien: “La nueva era comenzó […] en aquel año cuando aparecieron […] De revolutionibus orbitum coelestium de Copérnico y […] De humanis corporis fabrica de Vesalio. Naturalmente, estos libros no lo contenían todo […] Sin embargo, los mapas del mundo, tanto el exterior como en interior, ya estaban trazados”.

Así, en 1543 se sentaron las bases de lo que sería la ciencia moderna. Comenzó un proceso de desmitificación progresiva, que se inició cuando la Tierra dejó de ser el centro del universo, siguió con el ser humano abandonando la cúspide de la creación, continuó con una Europa descabalgada del centro del mundo y llega hasta nuestros días. Una evolución que arrancó con las investigaciones de Copérnico y se ha propagado hasta hoy, donde es moneda corriente cuestionar los roles que han sido dominantes durante siglos en nuestra visión del mundo.

 

*Pedro Meseguer es investigador en el Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial del CSIC.

¿Para qué sirve la cera? Mucho más que para hacer velas

Por Cristina de Andrés Gil* (CSIC)

Cuando escuchamos la palabra cera, es común pensar en la que usan las abejas para construir sus panales… o en la cera del oído que producimos los seres humanos. Sin embargo, aunque no seamos conscientes de ello, las ceras están presentes en nuestra vida cotidiana más de lo que creemos.

Para empezar, hay un sinfín de ceras en la naturaleza, como las que recubren la piel, las plumas o el pelaje de muchos animales, o las que están en la superficie de las semillas, los tallos, las flores, las hojas o las raíces de las plantas. Normalmente, la función de estas ceras es proteger y aislar al organismo frente a insectos patógenos, cambios de temperatura o la pérdida excesiva de agua.

Cera de un panel de abejas

Pero, además, las ceras se emplean en múltiples procesos industriales, como la fabricación de velas o la industria cosmética, donde son muy cotizadas porque proporcionan una capa protectora y nutritiva para la piel, que ayuda a retener la humedad y dar una sensación sedosa al tacto. Asimismo, tienen propiedades espesantes que mejoran la textura de los productos y ayudan a una mejor adherencia a la piel.

Otra aplicación importante y quizás menos conocida es su uso en la industria alimentaria como recubrimiento de frutas o verduras: las ceras protegen a estos alimentos de la humedad, alargan su vida útil y mejoran su aspecto. Las ceras también son utilizadas en la producción de muchos materiales, como metales, plásticos, resinas, adhesivos, madera, textiles, cuero y papel, debido a su capacidad para lubricar, recubrir y proteger superficies.

Propiedades únicas

¿Qué es lo que hace a las ceras tan ubicuas y versátiles? Fundamentalmente sus propiedades químicas. Las ceras son un tipo de lípidos neutros, formados por una mezcla de compuestos que contienen ácidos grasos, entre los que se incluyen alcoholes grasos, aldehídos, cetonas, alcanos o ésteres de ceras. Su composición varía según el origen, pero son el resultado de una reacción entre un ácido graso y un alcohol graso.

Lo importante es que, al ser moléculas lipídicas largas, poseen propiedades únicas, como una alta insolubilidad en agua o un punto de fusión lo suficientemente alto como para que puedan mantenerse en estado sólido a temperatura ambiente.

Las ceras se emplean en procesos industriales como la fabricación de velas o la industria cosmética

Pero, ¿de dónde se obtienen las ceras para su aplicación en la industria? Hasta mediados de los años 80, los ésteres de ceras se obtenían de los cachalotes; en concreto, de unas cavidades situadas en la cabeza de estos mamíferos marinos denominadas espermaceti y que desempeñan un papel importante en su sistema de ecolocalización. Además, el aceite acumulado por los cachalotes, que contiene un 70% de ceras, se usaba como lubricante para maquinaria de precisión, como relojes, ya que es muy estable en un amplio rango de temperaturas.

Sin embargo, debido a su impacto medioambiental, la caza de ballenas y cachalotes fue prohibida en 1986 en gran parte del mundo; y esto llevó a la búsqueda de alternativas.

Una es la producción de ceras sintéticas mediante procesos químicos a partir de recursos combustibles fósiles. El problema de este método es que también tiene un importante impacto medioambiental porque requiere un gran consumo de energía y el uso de recursos fósiles limitados.

Ceras vegetales: una alternativa sostenible

Una alternativa más sostenible es la obtención de ceras de origen vegetal. La planta desértica jojoba (Simmondsia chinensis), que acumula ésteres de ceras en lugar de triglicéridos como lípidos de reserva en sus semillas, se cultiva con este propósito. Sin embargo, solo crece en a zonas áridas, como Israel, India o Sudáfrica, lo que encarece el precio de sus ésteres y limita su uso fundamentalmente al sector cosmético.

También se puede obtener cera de girasol como un subproducto del proceso de extracción su aceite

Por eso se utilizan también otras fuentes vegetales, como la cera de carnauba, obtenida de las hojas de la palma Copernicia cerífera, y la cera de candelilla (Euphorbia cerífera). También se puede obtener cera de girasol como un subproducto del proceso de extracción de su aceite. Durante este proceso, las ceras de las semillas se extraen junto con el aceite y posteriormente se separan en una etapa del refinado.

En cualquier caso, el uso de las ceras en tantas industrias hace que sea esencial seguir explorando y desarrollando alternativas más ecológicas para su obtención y producción, y reducir así el impacto ambiental.

 

*Cristina de Andrés Gil es investigadora en el Instituto de la Grasa del CSIC.

¿Te inspiran la ciencia y la poesía? Participa en el concurso #MicropoemasCSIC2

Por Mar Gulis

¿Sabías que las “mariposas del alma” es el poético nombre que Santiago Ramón y Cajal dio a un tipo específico de neuronas? Quizá resulte curioso que un científico de su relevancia, premio Nobel de Medicina en 1906, haya utilizado una metáfora así para hablar de un descubrimiento relacionado con la neurociencia. Pero no es algo que debiera sorprendernos, pues la ciencia y la poesía tienen más en común de lo que parece: ambas exploran lo desconocido en busca de nuevos conocimientos y, para ello, recurren a la imaginación y al cuestionamiento de lo establecido.

Si combinar ciencia y poesía te resulta inspirador, ahora puedes participar en #MicropoemasCSIC2, un concurso en redes sociales impulsado por @CSICdivulga, el perfil ‘social’ de la Vicepresidencia Adjunta de Cultura Científica y Ciencia Ciudadana del CSIC. El certamen está abierto a personas de cualquier parte del mundo y, en esta segunda edición, la participación puede realizarse tanto en Twitter, como en Instagram Facebook.

¿Cómo participar?

Para participar en #MicropoemasCSIC2, lo fundamental es tener ideas e imaginación. Si necesitas ejemplos para inspirarte, en este enlace puedes ver los resultados de la edición anterior: #MicropoemasCSIC.

Eso sí, no olvides que tu micropoema tiene que estar relacionado con algún aspecto de la ciencia (la investigación científica, el oficio de investigador/a, los avances, los dilemas, las aplicaciones, la importancia del conocimiento científico, etc.). Ten en cuenta también que deberá estar escrito en castellano, ser original y no haber sido publicado con anterioridad.

Dar rienda suelta a la creatividad está muy bien, pero en la micropoesía hay límites. En este caso, tus propuestas deberán tener un máximo de 250 caracteres con espacios y caber en una sola publicación de las redes mencionadas. Además, no podrás presentar al concurso más de tres.

Una vez que tengas claro con cuál micropoema o micropoemas vas a participar, elige la red que prefieras y, si todavía no lo haces, comienza a seguir a @CSICdivulga. Después lanza cada texto en un tuit, un post de Instagram o una publicación de Facebook incluyendo una mención a @csicdivulga y el hashtag #MicropoemasCSIC2.

El concurso permanecerá abierto desde el 21 de marzo (Día Mundial de la Poesía) al 23 de abril de 2023 (Día Internacional del Libro), ambos inclusive, pero no hace falta que lo dejes para el final.

Lotes de libros como premio

Concluido el plazo de participación, un comité formado por personal de cultura científica CSIC seleccionará 10 micropoemas valorando la creatividad, la originalidad, la calidad literaria y la adecuación al tema planteado (la ciencia y la tecnología). Si el tuyo resulta seleccionado, te enviaremos a casa un lote de libros de Editorial CSIC que incluirá títulos relacionados con la poesía, el arte, la ciencia o la divulgación. Para ello, antes te pediremos que nos facilites una dirección postal dentro de España.

Si todavía tienes dudas, puedes consultar las bases completas aquí. ¡Anímate y participa!