Archivo de la categoría ‘Biomedicina y Salud’

¿Qué pasa en el cerebro cuando morimos?

Por Óscar Herreras* y Mar Gulis (CSIC)

¿Qué actividad cerebral hay en un coma profundo? ¿Y durante un ictus? ¿Qué pasa en el cerebro cuando nos morimos? Para acercarnos a estas delicadas cuestiones solo contamos con los registros de la actividad eléctrica de las neuronas, el electroencefalograma (EEG), una medida de la actividad cerebral que constituye un indicador de cómo de despierto está un paciente al salir de una anestesia, por ejemplo, o para conocer cómo de profundo es un coma.

La actividad cerebral que se refleja en un EEG durante un coma profundo es nula (EEG plano). Sin embargo, en el momento de la muerte de algunos enfermos que estaban en la UCI se ha podido registrar una actividad eléctrica cerebral que dura entre 20 y 30 segundos y que algunos han querido interpretar como un «despertar antes de la muerte». Profesionales sanitarios comentan que a veces han observado gestos faciales de mirada al vacío y expresión apacible, lo que ha alimentado ciertas especulaciones que unos y otros relacionan con la experiencia vital o religiosa. Sin embargo, esto no ocurre de forma general, ni podemos asegurar que los rasgos faciales reflejen una sensación real de la persona en tránsito. Ni siquiera podemos asegurar que esa actividad eléctrica sea neuronal, podría ser muscular. Porque realmente…  ¿qué ocurre en el cerebro cuando morimos?

La información sobre la muerte cerebral en personas es muy escasa, y los registros del EEG en pacientes solo nos dan un reflejo de lo que ocurre en las capas más externas del cerebro, la corteza cerebral. No obstante, podemos acercarnos mucho a este proceso si nos fijamos en la investigación neurofisiológica que explora formas de disminuir o evitar el daño cerebral que sobreviene tras un ictus o una parada cardiorrespiratoria transitoria.

Actividad eléctrica durante la muerte

Representación del brote de actividad eléctrica cerebral que precede al “apagado” del cerebro durante la onda de despolarización SD (spreading depolarization). / Óscar Herreras

Durante una parada, el cerebro sufre la falta de riego sanguíneo (isquemia), al igual que en un ictus, un aneurisma o un traumatismo craneal severo. En estos últimos el daño se limita a una zona del cerebro y puede tener otros factores agravantes. Entre 1 y 5 minutos después de la parada se genera un potencial eléctrico muy pronunciado en el cerebro, relacionado con la falta de oxígeno en los vasos sanguíneos que irrigan las neuronas. Este potencial se inicia en uno o varios sitios y se propaga como una onda de despolarización SD (del inglés, spreading depolarization), que también aparece en las migrañas y en los ictus. Las neuronas pierden su capacidad de funcionar como pilas eléctricas y dejan de generar los impulsos eléctricos con los que procesan la información, dan órdenes a los músculos o controlan la actividad hormonal.

Ahora bien, justo en el momento en que la onda llega a una zona concreta de la corteza cerebral, esta genera un brote de impulsos eléctricos durante unos segundos. Además, aunque la onda afecta a las neuronas, no inactiva sus fibras, que comienzan a producir por sí solas descargas eléctricas que se transmiten y activan otras zonas que aún no han sido desactivadas. Esto puede explicar las diferentes sensaciones visuales o de otro tipo que se tienen antes (o en el momento) de morir, o los gestos faciales. Algunas personas que han sido recuperadas mediante desfibriladores o reanimación cardiopulmonar (RCP) relatan imágenes del pasado, imágenes de amistades, de familiares fallecidos… que “residen” en los circuitos corticales como parte del conectoma personal, ese mapa de conexiones en el que se graba nuestra experiencia vital y nuestros conocimientos.

Nuestro cerebro se apaga por zonas

¿Por qué es tan frecuente que las personas que han sufrido una parada y son reanimadas padezcan secuelas cognitivas importantes, y que incluso puedan quedar en estado vegetativo permanente? Los numerosos estudios para conocer las causas de la muerte neuronal por isquemia o anoxia han aportado mucha información. Por ejemplo, sabemos que la onda de despolarización no surge en todo el cerebro, sino que hay regiones más susceptibles que otras. El cerebro es un órgano muy heterogéneo, y la falta de oxígeno es más letal para unas zonas que para otras, en concreto, las regiones más “modernas” evolutivamente, como la corteza cerebral, son las más sensibles, junto con el hipocampo, y son las primeras que mueren. Pero el tronco encefálico, en el que residen funciones vegetativas como el control cardiorrespiratorio, y la médula espinal son muy resistentes y soportan hasta horas sin oxígeno. Lo que hace que unas regiones mueran y otras aguanten es el hecho de que las primeras pueden generar la onda eléctrica y las últimas no, o la desarrollan muy tarde y de manera muy atenuada. Podríamos decir que nuestro cerebro muere por partes, no se “desconecta” todo a la vez. A esta “muerte por zonas” la denominamos vulnerabilidad selectiva.

Neuronas que parecen estrellas. En esta imagen, clones de astrocitos en la corteza cerebral. /López-Mascaraque Lab.

Neuronas y estrellas, espacio extracelular y espacio interestelar

Recordemos que las neuronas son las únicas células del cuerpo que, salvo unas pocas excepciones, no se regeneran. En el momento de su muerte, las neuronas de estructuras en las que se genera la onda de potencial despolarizante sufren una entrada masiva de agua a su interior y revientan. Si nos permiten poner un punto de poesía en este lúgubre tema, cuando no les llega más oxígeno, las neuronas explotan al final de su vida, como lo hacen las estrellas, vertiendo su contenido al espacio extracelular, como las estrellas lo hacen al espacio interestelar.

*Óscar Herreras es investigador del CSIC en el Instituto Cajal.

“¿Qué me pasa, doctor?” La visita médica a finales de la Edad Media y principios de la Moderna

Por Raúl Villagrasa-Elías (CSIC)

Marie Curie y el radio, Wilhelm C. Röntgen y los rayos X y Alexander Fleming y la penicilina son algunos de los descubrimientos que vertebran la historia de la ciencia y la medicina. Nos fascina imaginar que la historia es una acumulación de esfuerzos individuales (la mayoría de varones ilustres) cuya suma fundamenta el progreso. Suelen ser inventos trascendentales que marcan un antes y un después. Ocurre lo mismo cuando miramos hacia atrás en el tiempo y analizamos episodios como la caída del Imperio romano, la peste negra, la imprenta, la conquista de América, las guerras mundiales…

¿Y si algunos de los fenómenos más trascendentales de nuestra sociedad fueron progresivos y comunitarios? La democratización, la industrialización y la alfabetización de un país no se consiguen en un día. La conformación del sistema sanitario tampoco y precisamente en eso vamos a fijarnos en este viaje en el tiempo, en una escena que seguramente todo el mundo (salvando la distancia temporal) habrá experimentado en sus propias carnes y, si no, en las de algún familiar o amigo. Así era una visita médica hospitalaria a finales de la Edad Media.

El hospital, un “invento” medieval para las personas pobres

Documentamos los primeros hospitales de la península ibérica en los siglos XI y XII y, sin exagerar, podemos afirmar que ya en los siglos XIV, XV y XVI hubo varios cientos de ellos. A diferencia de lo que hoy imaginamos por hospital (instituciones sanitarias enormes con centenares de pacientes y profesionales), estos centros medievales solían ser edificios más pequeños (algunos tenían dos camas; los más grandes, varias decenas) y servían para atender a los enfermos pobres, por lo que reyes, obispos, nobles, ediles y grandes mercaderes rara vez aparecían por allí.

Puerta del Hospital de Santa Cruz en Toledo, fundado en 1496. Litografía de la Biblioteca Nacional de España (1842).

Pero, ¿quiénes eran las personas consideradas pobres? En aquellos siglos ser pobre era algo mucho más genérico de lo que entendemos ahora. Pobre era la anciana que quedaba viuda y sin hijos que la cuidaran; lo era el niño huérfano abandonado fruto de una relación extramatrimonial; el soldado que después de una guerra quedaba incapacitado; la trabajadora de la construcción que se caía de un andamio, o el campesino que contraía la lepra y necesitaba cuidados especiales. En definitiva, pobre era cualquier persona que, aun teniendo algo de dinero, no contaba con lazos sociales como la familia o los vecinos ante los vaivenes de la vida.

Ayer y hoy, más similitudes que diferencias

A finales de la Edad Media, las ciudades crecieron y con ellas el número de personas pobres también aumentó. Para hacer frente a esta emergencia social los gobiernos urbanos promovieron hospitales de mayores dimensiones y dotados con completos equipos profesionales: médicos (conocidos como físicos en la época), cirujanos, barberos, boticarios, enfermeros y enfermeras, nodrizas, capellanes para la cura del espíritu y todo un sinfín de criados y esclavos que se encargaban de las tareas más pesadas.

Consecuencia de lo anterior, a finales de la Edad Media y en el tránsito hacia la Moderna, se institucionalizaron los sistemas sanitarios y, por extensión, la visita médica hospitalaria. Y, en realidad, si eliminamos los aparatos electrónicos que hoy encontramos en una planta de cualquier hospital, el funcionamiento ya era el mismo. Las mujeres enfermas estaban separadas de los hombres (hoy difícilmente encontraremos habitaciones mixtas), las camas estaban numeradas para reconocerlas rápidamente y en el hospital zaragozano de Santa María de Gracia en 1508 ya se colocaban tablillas al lado de cada una para identificar a los pacientes y sus medicamentos.

Una plantilla completa, coordinada y jerarquizada

Los físicos o médicos eran el personal con mayor responsabilidad, salario y formación. El hospital de la villa aragonesa de Híjar ya contaba en 1312 con un “físico cristiano o judío que sabía de medicina”. Estos profesionales valoraban, sobre todo, las enfermedades internas del cuerpo como fiebres o dolores estomacales. Interrogaban al enfermo sobre su estado, auscultaban sus pulsos, comprobaban las orinas y revisaban los tratamientos prescritos el día anterior.

Cirujano colocando un brazo dislocado, 1450. Autor desconocido. Francia.

Por otra parte, los cirujanos (a veces conocidos como barberos-cirujanos) practicaban su arte sobre tejidos, articulaciones y huesos: muelas, heridas, amputaciones, luxaciones, fracturas, etc. Una sanadora musulmana fue contratada en Valencia en 1396 para curar el brazo de un niño pequeño, ya que el médico del hospital no había podido hacerlo. Ambos, médicos y cirujanos, debían “ordenar las mediçinas y emplastos” y “dar las reçetas d’ello al rector del dicho hospital para que lo faga façer”, según las ordenanzas del hospital de Tordesillas (Valladolid) de 1467.

Inmediatamente después encontrábamos en el escalafón sanitario a la persona encargada de supervisar la enfermería, que era el enfermero mayor y tenía a su cargo a las enfermeras y enfermeros menores, quienes velaban día y noche al doliente, le ayudaban en la ingesta de alimentos, limpiaban las sábanas y aplicaban los tratamientos prescritos por médicos y cirujanos con productos farmacéuticos elaborados por los boticarios. En algunos hospitales conocemos incluso las ratios teóricas entre enfermeros y pacientes: en Ávila en 1507 lo ideal era una relación de 1 a 6, mientras que en Toledo en 1499 ascendía a 8. Desde luego, son cifras más asequibles que las actuales, con un profesional de enfermería por 15-20 pacientes en hospitales o 150-200 en residencias de mayores.

Así pues, la imagen que tendría el enfermo no sería muy diferente a la actual: postrado en el lecho observaría cómo dos, tres o cuatro personas le rodeaban e inspeccionaban, en definitiva, un equipo sanitario que curaba y cuidaba.

Raúl Villagrasa-Elías es investigador en el Departamento de Estudios Medievales del Instituto de Historia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC. Actualmente trabaja en el proyecto Scripta manent: De registros privados a textos públicos. Un archivo medieval en la Red” (PID2020-116104RB-I00).

Superalimentos: mucho marketing y poca evidencia científica

Por Jara Pérez* y Mar Gulis (CSIC)

Jengibre, espelta, guanábana, bayas de goji, amaranto o panela son algunos de los muchos productos que solemos encontrar bajo la etiqueta de superalimentos. Aunque la lista no ha dejado de crecer en los últimos años, lo cierto es que no hay una definición legal o precisa del término y que muchas de las afirmaciones que se realizan sobre sus efectos en la salud tienen una base científica cuanto menos dudosa. Se podría decir que los superalimentos son alimentos con un origen generalmente exótico que no formaban parte de nuestra alimentación habitual hasta hace pocos años, pero que se han promocionado en los últimos tiempos debido a sus efectos en la salud, aparentemente muy poderosos. A la vista de que estos supuestos efectos están más basados en campañas publicitarias que en investigaciones nutricionales, podríamos ir más lejos y decir que los superalimentos son como los superhéroes: solo existen en la ficción.

Las bayas de goji contienen polifenoles en cantidades similares a otras muchas frutas, como la ciruela.

Bayas de goji frente a zanahorias

Un clásico dentro de los top ten de superalimentos son aquellos que contienen antioxidantes, sobre todo polifenoles, un grupo de compuestos que pueden reducir el riesgo de enfermedades cardiovasculares y diabetes de tipo 2. Es lo que se suele decir de las famosas bayas de goji, un producto procedente de Asia del que todo el mundo ha oído hablar, a diferencia del cambrón, una planta con características botánicas similares que se cultiva en Almería y que sigue siendo un gran desconocido.

Se publicita mucho, y es verdad, que las bayas de goji contienen polifenoles, pero no se dice que lo hacen en cantidades similares a otras muchas frutas, como la ciruela. También se insiste en que el contenido en betacaroteno de las bayas de goji es superior al de la zanahoria, pero no tanto en que con el consumo de 50 gramos de zanahoria cubrimos nuestras necesidades diarias de dicho compuesto.

Tampoco se habla del precio de estos productos y de que un kilo de bayas de goji suele costar unos 15 euros, mientras que la misma cantidad de zanahorias vale algo más de uno. Que un producto sea más caro no significa que sea nutricionalmente mejor. Si nos gusta comer bayas de goji, açaí (una fruta tropical que se toma en forma de batido) o cualquier otro alimento incluido en estas listas, podemos consumirlo, pero los antioxidantes, al igual que otros compuestos que se asocian a los superalimentos, se encuentran presentes en todos los alimentos provenientes del reino vegetal, por lo que aseguraremos una ingesta suficiente si tomamos cantidades elevadas de frutas, verduras, legumbres, frutos secos y cereales integrales.

Superalimentos détox que pueden intoxicar

Otro de los grandes protagonistas de estos ‘superhéroes’ de la nutrición son los productos détox. Sin embargo, la cuestión es que nuestro cuerpo ya dispone de potentes sistemas detoxificantes como son el hígado, los riñones, los pulmones y la piel. Muchos de los alimentos promovidos bajo esta etiqueta solamente tienen buenos perfiles nutricionales y son aptos para incluir en una dieta saludable, pero no van a desintoxicarnos.

Las verduras de hoja verde, uno de los principales ingredientes de los batidos détox, son ricas en ácido oxálico y calcio. Ambos compuestos pueden formar piedras en el riñón.

Más bien al contrario. De hecho, los batidos verdes preparados a base de grandes cantidades de verduras como las espinacas o las acelgas, y que algunos gurús aconsejan tomar en cantidades de hasta un litro al día, pueden convertirse en un producto perjudicial. Este tipo de verduras de hoja verde son ricas en ácido oxálico y calcio. La unión de ambos compuestos genera oxalatos, que forman lo que conocemos como piedras en el riñón. Por eso la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA por sus siglas en inglés) identificó en 2016 los niveles de ácido oxálico en los batidos verdes como un riesgo alimentario emergente.

Supercereales, superedulcorantes y sal ‘buena’

Los cereales también tienen su hueco en este mundo. Espelta, kamut, tritordeum o trigo sarraceno llenan los carteles de nuestras panaderías, pero, una vez más, no hay que dejarse cegar por lo exótico, ni pensar que lo que sensorialmente nos resulta más agradable, puede ser más saludable. Si pensamos en términos de salud y propiedades alimentarias, lo más relevante es que el pan que consumimos sea integral. La normativa actual señala que, para que un pan reciba esa denominación, tiene que haberse elaborado íntegramente con harina integral, o en caso contrario, la cantidad empleada ha de estar indicada expresamente.

El pan más saludable que podemos consumir es el integral.

Algo similar pasa con los edulcorantes. Panela, sirope de arce o azúcar moreno se anuncian como más saludables, pero en todos los casos estamos hablando de productos que contienen entre un 70 y un 95% de azúcar. Por eso, la idea que debemos fijar es que hay que bajar la ingesta de azúcares libres en nuestra dieta, independientemente de su presentación. No se trata de tomar tres bizcochos a la semana elaborados con azúcar moreno, sino de consumirlos esporádicamente y elegir el edulcorante que más nos guste.

La sal es otro los productos cuyo consumo debemos reducir, pero de nuevo aparece una alternativa prometedora: la sal rosa del Himalaya. Para empezar, proviene de la segunda mayor mina de sal del mundo, en Pakistán, nada más lejos de un bucólico paraje. Quienes la defienden dicen que es mejor que la sal común porque es rica en minerales, pero, una vez más, las cantidades importan. Deberíamos consumir de 50 a 600 gramos de sal rosa para ingerir los mismos minerales que nos aportan alimentos saludables tan comunes como las sardinas en aceite, las judías blancas o los pistachos.

Lo importante es la dieta

Además de tener en cuenta propiedades y precios, consumir alguno de estos superalimentos no nos puede llevar a despreocuparnos del resto de productos que comemos. Lo importante es asegurar una dieta sana y equilibrada, porque en una alimentación basada en cereales refinados, productos ultraazucarados y ricos en grasa de mala calidad, la incorporación de un puñado de bayas de goji o de dos cucharadas de chía no va a tener ningún efecto beneficioso.

Por tanto, la clave es consumir alimentos que se incluyan dentro de la categoría de saludables. Los superalimentos no existen, al menos no con esa idea que llevan asociada de propiedades curativas, únicas e independientes del conjunto de la dieta. La chía es igual de ‘super’ que las lentejas o que una naranja. Debemos cuidar el perfil global de la dieta y, a partir de aquí, es una elección personal si incluir esos alimentos conocidos como superalimentos, pero nadie debería pensar que va a estar malnutrido por no poder comprar este tipo de productos, porque existen opciones equivalentes y asequibles.

Jara Pérez es investigadora del Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN) del CSIC y autora del libro Los superalimentos (CSIC-Catarata).

 

La leche materna no transmite la Covid, pero sí los anticuerpos generados por la vacuna

Por Mar Gulis (CSIC)

La lactancia materna conlleva beneficios tanto para los lactantes como para las madres. Por un lado, la lactancia durante seis o más meses se asocia con un menor riesgo de infecciones virales respiratorias y gastrointestinales en los recién nacidos. Por otro, diversos estudios han señalado una menor incidencia de osteoporosis, diabetes tipo 2 y cáncer de ovario y pecho en las madres lactantes.
Durante la pandemia, se generaron grandes preguntas sobre el potencial riesgo de transmisión del virus de la madre al hijo en el parto y a través de la lactancia materna. Debido a la gran presión asistencial en la atención primaria y el entorno hospitalario, las mujeres gestantes y lactantes y la población infantil no fueron considerados grupos prioritarios, por lo que muchas de esas preguntas quedaron sin responder en un primer momento.

No solo eso, sino que la limitada evidencia científica disponible entonces y el temor a un posible contagio, redujeron de forma significativa los seguimientos de las lactancias maternas exclusivas durante 2020 en España y la atención materno-infantil y su salud sufrieron mucho. Por ejemplo, algunas madres pasaron el momento del parto solas siguiendo los protocolos, se redujeron las vistas del otro progenitor a los neonatos ingresados o se realizaron separaciones madre-hijo en el momento del parto y los primeros días de vida.

Sin embargo, a día de hoy disponemos de mayores certezas y la evidencia científica actual indica que la lactancia es segura y que no es vehículo de transmisión del virus. Eso sí, las mujeres lactantes contagiadas por SARS-CoV-2 han de mantener las medidas de protección, ya que existen otras posibles vías de transmisión como los aerosoles.

Lactancia segura

Esta fue una de las conclusiones de MilkCorona, una investigación del Instituto de Agroquímica y Tecnología de los Alimentos (IATA, CSIC) y el Hospital Clínico Universitario de Valencia que analizó el impacto de la infección por SARS-CoV-2 y de la vacunación en los anticuerpos y otros componentes de la leche materna, así como su posible efecto en el desarrollo del lactante. A través de una metodología dirigida a la detección de RNA viral en muestras de leches, el estudio confirmó que ninguna de las muestras de leche materna contenía restos de virus. Además, permitió observar que la infección materna por SARS-CoV-2 inducía una respuesta de anticuerpos específicos frente al SARS-CoV-2 en la propia madre que se transmitían al lactante a través de la leche materna, como también mostraron otros estudios.

Otra de las conclusiones de MilkCorona fue que las vacunas también generan en las mujeres gestantes un aumento de anticuerpos frente a SARS-CoV-2, mucho más intenso después de la segunda dosis. En el caso de las mujeres vacunadas que habían pasado la COVID-19, después de la primera dosis de la vacuna, su leche presentaba niveles de anticuerpos equivalentes a mujeres sanas con las dos dosis. Algunos estudios en EE.UU. han mostrado en ensayos in vitro que estos anticuerpos en leche materna pueden neutralizar el virus SARS-CoV-2, lo que apunta un efecto protector para el lactante.

Sin embargo, son necesarios más estudios porque quedan muchas respuestas por resolver. Carmen Collado, investigadora del CSIC en el IATA y una de las responsables del estudio, señala que “se desconoce si hay diferencias en la respuesta inmunológica de la leche materna frente a distintas cepas/variantes de SARS-CoV-2; cuál es el efecto de la tercera dosis de refuerzo y cuánto tiempo persiste dicho efecto; o si la vacunación incide de manera distinta si se realiza durante la gestación o durante la lactancia. También se desconoce la influencia de las vacunas en el proceso de colonización de la microbiota en el lactante, un proceso que tiene efectos en la salud del futuro adulto.”

En todo caso, afirma que la lactancia materna es segura, ayuda a proteger a los lactantes de la COVID-19 y otras infecciones y también tiene beneficios para la salud de las madres. “Por eso es necesario seguir fomentándola como la primera opción para la alimentación de los recién nacidos, más aún en estos momentos de pandemia en los que la lactancia natural ha sufrido mucho”, concluye.

¿Ha resuelto la inteligencia artificial el enigma de la estructura de las proteínas?

Por Emilio Tejera* (CSIC)

Cuando oímos hablar del creciente poder de los ordenadores y, en concreto, de la inteligencia artificial, suelen llamarnos la atención los aspectos más perturbadores: que si sirve para colarnos bulos (aunque también para combatirlos), desafiar nuestra privacidad o volvernos más consumistas; que si los robots nos robarán los trabajos; incluso, que una inteligencia artificial, influida por los seres humanos, se ha vuelto racista. Al final, sentimos un temor instintivo que nos lleva a apagar el ordenador, pensando en Hal9000 o en Terminator. Sin embargo, hoy quiero mencionar la historia de una inteligencia artificial que, quizá, haya resuelto un enigma científico que llevaba más de 50 años desafiando a la comunidad científica. En una palabra, hoy quiero hablar del día en que una máquina nos hizo un gran favor.

Empezaremos con los artífices de este logro: Deepmind. La empresa, dirigida por Demis Hassabis y adquirida por Google, empezó desarrollándose sobre todo en el campo de los videojuegos, pero también utilizaba los clásicos juegos de mesa para perfeccionar sus propios sistemas de inteligencia artificial, como refleja el documental AlphaGo, que trata sobre el entretenimiento de origen chino denominado Go. En él se narra cómo su algoritmo fue capaz de derrotar de manera aplastante al campeón mundial de este juego milenario, mucho más complejo que el ajedrez.

Imagen del juego Go / Prachatai / Flickr

Los frikis de los juegos se meten en ciencia

Pero el equipo de Deepmind quería llegar mucho más lejos y aplicar su experiencia a la ciencia. En concreto, se interesaron por una cuestión clave para la biología: cómo conocer la estructura de una proteína –las moléculas que realizan buena parte de las funciones biológicas– a partir de su secuencia de aminoácidos (es decir, de sus componentes fundamentales). Resulta que poseemos esta secuencia básica de la mayoría de las proteínas, pero para obtener su estructura hay que realizar complicados estudios bioquímicos que tardan meses o años en extraer resultados. Por eso, siempre existió el interés en que las máquinas pudieran acortar este proceso y deducir las estructuras, aunque hasta ahora los resultados eran bastante pobres. Hasta que Deepmind, con su programa AlphaFold, ganó de modo rotundo las ediciones de 2018 y 2020 del concurso bienal CASP, que premia los software que trabajan en este ámbito. Se intuía que algo gordo iba a ocurrir y, en efecto, sucedió.

En julio de 2021, Deepmind, en colaboración con el Laboratorio Europeo de Biología Molecular, publicaba dos artículos en la prestigiosa revista Nature. En uno describían el proceso para crear una versión mejorada del software de AlphaFold (cuyo código fuente donaron al mundo, como corresponde a una investigación financiada en parte con fondos públicos). Y en el otro aportaban las estructuras del 98,5% de las proteínas de las células humanas: un resultado espectacular si tenemos en cuenta que hasta entonces solo conocíamos la estructura del 17% de ellas. Además, publicaron las estructuras de 365.000 proteínas de 20 tipos de organismos diferentes, muchos de ellos modelos clave para la investigación en biología. El manantial de nueva información a disposición de la comunidad científica era impresionante (y sigue aumentando).

Imagen de la estructura de la mioglobina, una de las primeras proteínas que se desentrañó/ Wikipedia

Un software que ahorraría años de investigación

Pero, ¿por qué es tan importante averiguar la estructura de las proteínas? Gracias a este conocimiento, podemos analizar cómo actúan estas moléculas y, a partir de ahí, elaborar fármacos que modifiquen su función y nos permitan actuar sobre toda clase de enfermedades. De hecho, softwares similares a AlphaFold podrían predecir cómo un medicamento interaccionará con determinada proteína y, así, ahorrar años de investigación y acelerar el desarrollo de nuevos tratamientos.

¿Ha desentrañado finalmente Deepmind este tan descomunal como intrincado problema? Probablemente tardaremos años en dilucidarlo, conforme las técnicas clásicas confirmen (o no) que las estructuras propuestas por AlphaFold en tan sólo unas pocas horas de análisis coinciden con las que realmente poseen dichas proteínas. Además, se plantean nuevos interrogantes: quizá existan estructuras concretas frente a las que AlphaFold no sea lo suficientemente resolutiva. Hasta ahora, el software no ha entrado en los cambios que se producen en las proteínas cuando interaccionan con otras moléculas; y, entre conocer la conformación de una proteína, y curar enfermedades como el alzhéimer, queda por recorrer un mundo. No obstante, si se confirma (de momento, los últimos artículos refuerzan tanto las perspectivas como las dudas), será un avance fundamental; y no logrado por especialistas en biología que llevan años estudiando la cuestión, sino por un grupo de frikis expertos en informática que empezaron trabajando en videojuegos.

Deepmind está desarrollando otras aplicaciones para sus software: quiere diagnosticar enfermedades mediante el análisis de imágenes de fondos de ojo, así como predecir dolencias futuras a partir de las constantes básicas de un individuo. Las aplicaciones de la inteligencia artificial (capaz de aprender de sí misma, y de detectar patrones que permanecen ocultos al intelecto humano) son todavía innumerables; entre otras cosas porque muchas, probablemente, no somos capaces aún de imaginarlas.

La inteligencia artificial, desde luego, representa un reto para la humanidad, pero, como la mayor parte de las creaciones humanas, presenta tantos inconvenientes como ventajas. Al final, la tecnología es una herramienta: la gran responsabilidad que tenemos es que nos lleve a prosperar como sociedad. De no ser así, poco importará que llegue Terminator para acabar con la humanidad: seremos nosotros mismos quienes habremos desaprovechado esta inmensa oportunidad.

* Emilio Tejera (@EmilioTejera1) es responsable de la Unidad de Biología Molecular del Instituto Cajal (IC-CSIC). En este post de su blog realiza una descripción más detallada del tema de este artículo.

Ultrasonidos: la revolución silenciosa de la medicina moderna

Por Francisco Camarena (CSIC-UPV)*

En 1983 nació la primera persona de mi familia sabiéndose de antemano cuál iba a ser su sexo. A su madre le habían hecho unas pruebas un poco raras echándole un gel pastoso y frío sobre el vientre, y el ginecólogo se había adelantado a la naturaleza diciendo: “creo que es una niña”. Las imágenes eran grises, ruidosas, bastante confusas y con mucho movimiento. ¿Cómo iba a deducirse de ese enredo de sombras que aquello iba a ser una niña?, debió pensar su madre con escepticismo.

Medida de la translucencia nucal con ecografía en la semana 13 de embarazo.

Corrían los años de la movida y las técnicas de imagen para diagnósticos médicos también se revolucionaban: acababan de concederles el Premio Nobel a los creadores de esa maravilla de imagen 3D que es la Tomografía Axial Computerizada (TAC). Los inventores de la resonancia magnética, también premiados con el Nobel, andaban haciendo imágenes espectaculares del cerebro humano utilizando propiedades cuánticas de la materia; y había unos científicos que obtenían imágenes de los procesos metabólicos del organismo con nada más y nada menos que antimateria, que es lo que se usa para obtener una imagen PET (Tomografía por Emisión de Positrones). Así que, ¿quién iba a dar importancia a unas imágenes tan pobres como las que se empezaban a tomar con sonidos?

Ventajas de los ultrasonidos

Lo cierto es que las imágenes tomadas con ultrasonidos no eran 3D, pero eran en tiempo real. Solo daban información anatómica, pero era complementaria a la que proporcionaban los Rayos X. Eran ruidosas, sí, pero incluso del ruido se podía extraer información relevante para el diagnóstico. Es verdad que dependían del operador que manejase la máquina, pero como no era más que sonido, y no podía ionizar átomos y afectar a nuestras moléculas de ADN, siempre se podía repetir la prueba las veces que fuese necesario. Y, sobre todo, se podía tener cien máquinas de ultrasonidos con lo que cuesta un TAC, una resonancia o un PET, y eso sí que es harina de otro costal.

Imagen de Microscopia de Localización con Ultrasonidos y Doppler Color de un corte coronal del cerebro de un ratón

Las décadas de los ochenta y noventa del S.XX permitieron la consolidación a nivel mundial de la técnica, con sus grandes éxitos en el campo de la obstetricia y la cardiología, que prácticamente no existirían sin esta modalidad de imagen, y con el desarrollo de la imagen Doppler, 3D y, en el campo de la terapia, de la litotricia para el tratamiento de cálculos renales y biliares con ondas de choque. El arranque del siglo XXI no fue menos fructífero: la elastografía, una variante de imagen ecográfica, permitió la mejora de los diagnósticos mediante la obtención de mapas de la dureza de los tejidos, y la aparición de sistemas cada vez más pequeños y económicos posibilitó la implantación de la tecnología en pequeñas clínicas de todo el mundo. En 2014, el número de pruebas con ultrasonidos a nivel mundial ascendió a 2.800 millones (éramos 7.200 millones de habitantes sobre la faz de la Tierra en ese momento), lo que aupó esta tecnología, junto con la de Rayos X, a la cima de las modalidades de imagen más utilizadas en medicina. Además, durante la segunda década de este siglo se ha extendido el uso del ultrasonido terapéutico, principalmente para producir quemaduras internas en los tejidos mediante la focalización del sonido, de un modo parecido a como focaliza una lupa la luz solar, lo que está permitiendo tratar de forma no invasiva enfermedades como el temblor esencial, la enfermedad de Parkinson, el cáncer de próstata o la fibrosis uterina.

Nuevas terapias contra el cáncer

El futuro próximo se vislumbra muy prometedor. Las mejoras técnicas están disparando el número de aplicaciones y en pocos años veremos consolidarse nuevas formas de terapia, como la histotripsia: ultrasonidos focalizados de altísima intensidad que trituran literalmente los tejidos tumorales y esparcen en derredor antígenos que favorecen la respuesta inmunológica del cuerpo contra el propio tumor. Otras novedades serán los dispositivos para modular con precisión quirúrgica el funcionamiento del cerebro humano y modalidades de imagen de una espectacularidad propia de la ciencia ficción, como la optoacústica o la microscopía de localización por ultrasonidos.

Mapeo de los vasos sanguíneos del cerebro humano realizado con ultrasonidos. 

Los ultrasonidos, ese sonido que los humanos no podemos oír, son la base de una tecnología que ha sido uno de los pilares sobre los que se ha construido el edificio de la medicina moderna. Han supuesto una revolución trascendental en el modo de observar el interior del cuerpo humano, hasta hace poco tan misterioso y opaco, y nos han permitido verlo como veríamos con los oídos, como ven los murciélagos, como componen su mundo las personas invidentes. Puede parecer menos, pero los murciélagos vuelan a oscuras y eso no lo pueden hacer los pájaros con sus flamantes ojos. Ha sido una revolución tranquila, de avances graduales pero fiables, sin excesivo ruido mediático, sin premios Nobel, sin estridencias, como no podía ser de otra manera al tratarse, como se trata, de sonido inaudible. Una revolución silenciosa, sí, pero una revolución, al fin y al cabo.

 

*Francisco Camarena Fermenía trabaja en el Instituto de Instrumentación para Imagen Molecular (i3M, CSIC-UPV), donde dirige el Laboratorio de Ultrasonidos Médicos e Industriales (UMIL)

FOTCIENCIA18: descubre en un minuto las mejores imágenes científicas de 2021

Por Mar Gulis (CSIC)

Una dalia artificial de carbonato cálcico, la intrincada red de nanofibras de una mascarilla FFP2 o el volcán de colores creado por un singular organismo conocido como ‘huevas de salmón’ son algunos de los temas retratados en las imágenes seleccionadas en la 18ª edición de FOTCIENCIA, una iniciativa organizada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) con el apoyo de la Fundación Jesús Serra.

En esta edición, a las modalidades de participación habituales –Micro, General, Alimentación y nutrición, Agricultura sostenible y La ciencia en el aula– se ha sumado una modalidad especial para recoger imágenes que hayan plasmado la importancia de la ciencia y la tecnología frente al COVID. Un comité formado por doce profesionales relacionados con la fotografía, la microscopía, la divulgación científica y la comunicación ha valorado y seleccionado las imágenes más impactantes y que mejor describen algún hecho científico.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: ‘Ser o no ser’, ‘Jeroglíficos del microprocesador’, ‘Volcán de mixomicetos’, ‘Pequeña Gran Muralla’, ‘Metamorfosis floral’, ‘El bosque de parasoles’, ‘El arcoíris digital’ y ‘Todo es polvo de estrellas’.

De izquierda a derecha y de arriba abajo: ‘Ser o no ser’, ‘Jeroglíficos del microprocesador’, ‘Volcán de mixomicetos’, ‘Pequeña Gran Muralla’, ‘Metamorfosis floral’, ‘El bosque de parasoles’, ‘El arcoíris digital’ y ‘Todo es polvo de estrellas’.

Los transistores con forma de jeroglífico de un microprocesador, la transformación de las flores de girasol en frutos o el envés de la hoja del olivo son otros de los temas retratados. El objetivo es acercar la ciencia a la sociedad a través de fotografías que abordan cuestiones científicas mediante una perspectiva artística y estética.

Con estas imágenes, que puedes ver en el vídeo que acompaña a este texto, y una selección más amplia de entre las 556 recibidas en esta ocasión, próximamente se realizará un catálogo y una exposición itinerante, que será inaugurada en primavera de 2022 y recorrerá diferentes salas expositivas por toda España a lo largo del año.

En esta 18ª edición, FOTCIENCIA se ha sumado nuevamente a los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible declarados por Naciones Unidas. Más información en www.fotciencia.es

Para saber más sobre las imágenes escogidas, pincha aquí.

Imágenes seleccionadas:

Modalidad Micro:

– ‘Ser o no ser’. Autoría: Isabel María Sánchez Almazo. Coautoría: Lola Molina Fernández, Concepción Hernández Castillo

– ‘Jeroglíficos del microprocesador’. Autoría: Evgenii Modin

Modalidad General:

– ‘Volcán de mixomicetos’. Autoría: José Eladio Aguilar de Dios Liñán

– ‘Todo es polvo de estrellas’. Autoría: David Sánchez Hernández Modalidad

La ciencia frente al COVID:

– ‘Pequeña gran muralla’. Autoría: Alberto Martín Pérez. Coautoría: Raquel Álvaro Bruna, Eduardo Gil Santos

Modalidad Alimentación y nutrición:

– ‘Metamorfosis floral’. Autoría: David Talens Perales

Modalidad Agricultura Sostenible:

– ‘El bosque de parasoles’. Autoría: Enrique Rodríguez Cañas

Modalidad La ciencia en el aula:

– ‘El arcoíris digital’. Autoría: Carlota Abad Esteban, Lourdes González Tourné

“Cariño, ¿dónde he metido el cerebro de Einstein?”

Por Emilio Tejera (CSIC)*

En 1955 Albert Einstein muere y, mientras el mundo llora su pérdida, un patólogo del Hospital de Princeton le hace la autopsia. El nombre del médico es Thomas Harvey, quien, animado por un súbito impulso, toma una decisión: extraer el cerebro de Einstein de su cráneo sin el consentimiento de la familia. Harvey regala fragmentos de cerebro a médicos del hospital (otras partes de su cabeza, como los ojos, acabarían en manos del oftalmólogo personal del científico) y luego decide meter el órgano del eminente genio en el maletero de su coche. Durante veinte años, nadie sabrá qué ha ocurrido con el cerebro de Einstein.

Fotografía del cerebro de Einstein tomada por el patólogo Thomas Harvey.

Siendo sorprendente, lo que hizo Harvey no era nuevo. El ser humano siente una especial fascinación por partes del cuerpo de celebridades (desde las reliquias de los santos hasta los cráneos de Goya y Haydn, que sufrieron diversos avatares), como si de esta manera pudiéramos acercarnos más a ellos. Lo cierto es que el secuestro del cerebro de Einstein trae a colación una vieja pregunta, ¿podemos averiguar algo de la personalidad de los individuos a partir de la observación a simple vista de sus cerebros? Durante años, se sostuvieron las erróneas teorías de que el peso del cerebro o las proporciones del cráneo eran una buena medida de la inteligencia de los individuos, pero era hora de abordar este tema desde una perspectiva más científica: ¿conseguiría el cerebro de Einstein aportar algo de luz sobre estas cuestiones?

A lo largo de dos décadas, Harvey mantuvo el cerebro de Einstein preservado en alcohol, dentro de unos botes de conservas en su casa, en una caja de sidra debajo de un enfriador de cerveza. Esto fue así hasta que un periodista aireó el asunto. Además de generarse un gran revuelo, unos cuantos investigadores se interesaron por el órgano en cuestión y solicitaron a Harvey pequeñas muestras para estudiarlas. A partir de ellas, se hicieron varias investigaciones para determinar cuál era el secreto de la inteligencia de Einstein.

Albert Einstein en sus días de estudiante. / Lotte Jacobi

No quiero aburrir con los detalles, pero un análisis llevado a cabo por la neurocientífica Marian Diamond (de la Universidad de Berkeley) ilustra muchas de las conclusiones obtenidas. Diamond descubrió que en determinadas zonas del cerebro de Einstein existía una mayor proporción de células de glía (células, por simplificarlo, con una función de “sostén”) alrededor de cada neurona. Esto podría explicar las capacidades de Einstein, pero Diamond también descubrió que esas células de glía pueden aumentar su número con el entrenamiento en matemáticas y otras disciplinas complejas. Es decir, como afirmaba Ramón y Cajal, “todo hombre puede ser escultor de su propio cerebro”. La inteligencia también se entrena, y nos pasa como con el dilema del huevo y la gallina: es difícil concluir si Einstein era muy listo porque su cerebro era así o, en cambio, su cerebro era así porque Einstein trabajó en materias que estimularon su inteligencia.

Ocurre algo muy parecido con otros descubrimientos relacionados con la anatomía de Einstein (por ejemplo las alteraciones que se encontraron en la llamada cisura de Silvio): resulta imposible esclarecer si estos cambios tenían una relevancia significativa o consistían en meras casualidades. El cerebro es un órgano muy complejo, del que no entendemos muchas cosas, y observar simplemente los ejemplos de unos cuantos individuos sobresalientes no nos va a revelar cuál era la clave de su singular brillantez. Es necesaria todavía mucha más investigación para dilucidar qué hacía a Einstein ser como era o cuánto podríamos parecernos a él. De hecho, las aproximaciones más avanzadas hoy en día en cuanto a investigación en neurociencia (The Human Brain Project, de la Unión Europea, y The Brain Initiative, de Estados Unidos) se basan sobre todo en las conexiones entre cada una de las neuronas, mucho más difíciles de desentrañar, pero sin duda más importantes que lo que somos capaces de detectar a simple vista.

Con el cerebro del genio en el maletero

El cerebro de Einstein estuvo en manos de Harvey hasta los años 90, cuando un periodista le propuso llevar el macabro “recuerdo” de vuelta a sus legítimos descendientes. Durante un fascinante road trip conocieron a gente famosa, atravesaron Las Vegas y llegaron finalmente a casa de sus herederos, quienes rechazaron el regalo. Así que Harvey devolvió el cerebro al Hospital de Princeton, y los registros que había obtenido (dibujos, fotografías, cortes para el microscopio) acabaron en un museo, no muy lejos de donde pasó sus últimos días un genio que, paradójicamente, nunca quiso que nadie prestara atención a sus restos. De hecho, él solicitó que lo incineraran.

Al final, pese a nuestro comportamiento un poco fetichista respecto a los cerebros de personas famosas, y al intento de la ciencia de comprender mejor sus mentes, la mejor manera de acercarse al cerebro de una persona sigue siendo hablar con ella; y, en casos como el de Einstein (con individuos que ya no están), revisar su trabajo, leer sus escritos y, en definitiva, examinar el legado que nos dejaron en vida, donde desplegaron sus pensamientos y sus alardes de genialidad. No hay mejor mecanismo que la palabra escrita para viajar al pasado; o, al menos, en seis mil años de historia, todavía no lo hemos inventado.

*Emilio Tejera (@EmilioTejera1) trabaja en el Instituto Cajal del CSIC. Una conferencia más detallada acerca de las vicisitudes del cerebro de Einstein y de otros personajes puede encontrarse en este enlace.

Mira la etiqueta: en busca del chocolate más saludable

Jara Pérez Jiménez (CSIC)*

En los últimos años han aumentado las investigaciones que muestran los beneficios del consumo de cacao en la reducción del riesgo de enfermedades cardiovasculares o diabetes tipo 2. Muchas personas, al leer estas informaciones, equiparan el cacao al chocolate, y piensan que cualquier chocolate que consuman va a tener estos efectos.

Sin embargo, los chocolates que nos podemos encontrar en cualquier supermercado presentan importantes diferencias nutricionales. Para intentar saber un poco más sobre qué aspectos de las etiquetas nos pueden ayudar a elegir el chocolate más saludable, en el Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN) desarrollamos una investigación sobre esta cuestión. Para ello, se recopilaron todas las informaciones (color, listado de ingredientes, tipo de dibujos, declaraciones sobre efectos en salud, etc.) presentes en 220 tabletas de chocolate y 147 chocolatinas vendidas en Polonia (en general, se trataba de productos muy similares a los que consumimos en España). Tras analizar todos esos datos, se obtuvieron algunos resultados interesantes que reunimos en este artículo científico.

En primer lugar, analizamos la lista de ingredientes. Aquí nos encontramos con una variedad enorme de presentaciones de los denominados azúcares libres (miel, sirope de agave, azúcar de caña sin refinar, azúcar de coco…), pero sin la mala fama de la palabra “azúcar”. Sin embargo, hay que tener en cuenta que estos otros azúcares libres tienen, finalmente, los mismos efectos adversos en la salud. Por tanto, no por ver estos términos en una etiqueta debemos pensar que el producto sea más sano, ya que lo que de verdad nos interesa es que la suma de estos azúcares sea lo más baja posible (lo que, por cierto, está muy lejos de la realidad, ya que en nuestro estudio vimos que el azúcar era el ingrediente mayoritario en la mitad de las tabletas de chocolate analizadas).

Lo natural, no siempre lo más sano

Por otro lado, nos fijamos en ciertas declaraciones que incluyen algunas etiquetas y que nos pueden hacer pensar que esos chocolates son más sanos. Por ejemplo, algunos de ellos se anunciaban como “vegetariano” cuando todos los chocolates analizados, tuvieran o no la etiqueta, eran de hecho vegetarianos (y en torno al 20% eran veganos, de nuevo independientemente de que lo pusiera en la etiqueta). Así que alguien interesado en esa característica puede acabar pagando más por un producto que por otro igual de vegetariano, aunque no lleve la etiqueta. Además, los productos identificados con esa etiqueta no eran necesariamente más saludables, como pasaba también con otros reclamos como “natural” o “bio”. Por ejemplo, encontramos una chocolatina con una etiqueta “100% natural” cuyo contenido en cacao era de solo el 1,9%; es decir, que sus ingredientes eran naturales, pero eso no quiere decir que fueran saludables.

Otro aspecto que evaluamos fue el color de los envases, ya que a veces asociamos colores más oscuros con productos de más calidad y, en el caso del chocolate, podríamos relacionarlo con productos con mayor contenido de cacao. Sin embargo, no observamos ninguna asociación entre los colores y dibujos empleados, y el contenido en cacao. Por lo que el aspecto general del envoltorio no es tampoco un buen indicador para seleccionar el producto.

Tableta de chocolate

Finalmente, decidimos explorar si había una relación entre el precio del producto y su contenido en cacao, ya que puede existir la percepción de que pagando un importe más elevado se está adquiriendo un producto con mayor contenido en cacao. Pues bien, lo que observamos fue que esto tendía a ser así para las tabletas de chocolate (aunque la asociación no se daba en todos los casos), pero no en el de las chocolatinas, donde no existía ninguna relación entre el precio del producto y su porcentaje de cacao.

En definitiva, los chocolates, chocolatinas, bombones… forman un grupo de alimentos muy distintos a las frutas o la bollería, que podemos clasificar sin problemas como alimentos sanos o malsanos, respectivamente. En este caso, en función del producto que elijamos, estaremos incorporando un alimento que puede tener múltiples efectos beneficiosos, o bien uno que puede aumentar nuestro riesgo de desarrollar sobrepeso y diversas patologías. Por tanto, la próxima vez que te encuentres en un supermercado eligiendo chocolate, no te dejes distraer por el precio, el color del envoltorio o los mensajes llamativos. Gira la tableta y busca el porcentaje mínimo de cacao, eligiendo siempre chocolates donde ese valor sea, al menos, de un 70%. Esta elección y no superar los 30 gramos de consumo diario es lo que garantizará estar haciendo una incorporación saludable a tu dieta.

* Jara Pérez Jiménez es investigadora del Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN), del CSIC. La investigación en la que se basa esta entrada fue realizada gracias a una beca del programa EIT Food que obtuvo la estudiante de doctorado de la Universidad de Breslavia (Polonia) Emel Hsan Yusuf.

Reciclaje en la farmacia: el 75% de los medicamentos pueden tener nuevos usos terapéuticos

Por Mar Gulis (CSIC)

Crear un nuevo fármaco y ponerlo en las farmacias cuesta una media de 2.600 millones de euros y entre 10 y 15 años de trabajo. Además, este largo y costoso proceso tiene una tasa de éxito bastante baja: de las decenas de miles de compuestos que inician esta carrera de obstáculos, solo el 12% llega a convertirse en medicamento. Ante estas cifras, parece lógico pensar en una alternativa a la estrategia tradicional de búsqueda de nuevas moléculas con potencial terapéutico. El reposicionamiento y la reformulación de fármacos son dos de las opciones más usadas y efectivas para acelerar los plazos y reducir los elevados costes de la producción de nuevos medicamentos.

El reposicionamiento busca nuevas aplicaciones para fármacos ya aprobados y en uso clínico. También puede investigar una nueva indicación para compuestos que no hayan llegado a las fases clínicas. “Se trata de una suerte de reciclaje de aquellos compuestos que se quedaron en alguna etapa del difícil camino hacia la obtención de un medicamento”, explican las investigadoras del CSIC Nuria E. Campillo, Mª del Carmen Fernández y Mercedes Jiménez en el libro Nuevos usos para viejos medicamentos (CSIC-Catarata). Esta técnica permite minimizar el riesgo de fallo, ya que el fármaco reposicionado ha demostrado ser seguro en ensayos clínicos en humanos. Además, se reduce el tiempo de desarrollo, porque los estudios de seguridad e incluso la definición de formulaciones ya están completados. Según las científicas, “se estima que hasta el 75% de los fármacos conocidos pueden tener nuevos usos terapéuticos y que los medicamentos en uso clínico podrían utilizarse hasta en 20 aplicaciones diferentes de aquellas para las que fueron aprobados originalmente”.

Los medicamentos en uso clínico podrían utilizarse hasta en 20 aplicaciones diferentes de aquellas para las que fueron aprobados originalmente.

Nuevas fórmulas para un mismo medicamento

Por su parte, la reformulación de fármacos consiste en la búsqueda de nuevas presentaciones para un mismo medicamento. “La formulación farmacéutica consiste en combinar el principio activo, el fármaco, y los excipientes para producir un medicamento final que sea estable y aceptable para el paciente. Dependiendo de la forma de administración, cambiará su formulación. Por ejemplo, para administrar un medicamento por vía tópica utilizaremos una crema, y para hacerlo por vía oral, un jarabe o una cápsula”, comentan las investigadoras. “Las reformulaciones pueden ser de diferentes tipos: desde cambios en el modo de liberar la sustancia activa en el organismo, hasta modificaciones en los excipientes o en la vía de administración, e incluso en la estructura del principio activo”, añaden.

¿Cómo se reposiciona o se reformula un fármaco? Para darle ‘una nueva vida’ a medicamentos existentes, la comunidad científica puede utilizar estrategias experimentales o computacionales. En el primer caso, se recurre a ensayos masivos de quimiotecas de fármacos. “Se utilizan modelos celulares o animales de enfermedad para identificar compuestos que provocan un cambio en el fenotipo. Por ejemplo, se pueden medir los niveles de diversas proteínas”, afirman las científicas del Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB-CSIC). Para las aproximaciones computacionales, uno de los métodos más utilizados es la técnica de acoplamiento molecular o docking. Con él se pretenden estudiar las interacciones fármaco‑diana para predecir la afinidad entre ambas mediante ecuaciones matemáticas. “Las grandes quimiotecas pueden ser evaluadas frente a una o varias dianas en un tiempo relativamente corto, mediante un screening virtual. Así se identifican aquellos fármacos más prometedores virtualmente”, exponen.

La utilidad del reposicionamiento se ha demostrado en las últimas décadas. No obstante, de acuerdo con las investigadoras, “no hay que olvidar que los medicamentos identificados mediante esta técnica también tienen que pasar los correspondientes ensayos clínicos y ser aprobados por las agencias evaluadoras. Se trata de un proceso costoso, pero imprescindible”.

El compuesto activo de la viagra, el sildenafilo, se probó en los 80 para tratar la angina de pecho. / Tim Reckmann. Flickr

Talidomida y viagra: dos casos de serendipia en farmacología

Aunque en la actualidad el reposicionamiento de fármacos se acomete siguiendo un protocolo específico y métodos bastante sofisticados, también hay ejemplos en la historia de la medicina en los que la serendipia ha hecho posible un nuevo uso de compuestos. Es el caso de la talidomida, conocida por causar en los años 60 deformaciones congénitas en recién nacidos tras ser administrada a embarazadas para mitigar las náuseas. El medicamento se retiró, pero en 1998 fue aprobado en Estados Unidos para el tratamiento de la lepra, y desde 2012 también se utiliza para tratar el mieloma múltiple. No obstante, los pacientes que reciben este fármaco también toman medicación para el control de la natalidad.

La famosa viagra es otro ejemplo de reposicionamiento de fármacos por serendipia. Su compuesto activo, el sildenafilo, se estaba probando en la década de los 80 para tratar la angina de pecho, pero en los ensayos clínicos se demostró que podía ser un fármaco eficiente contra la disfunción eréctil.

Nuevas vías para tratar enfermedades raras y emergentes

Las estrategias de reposicionamiento son la gran esperanza para muchas enfermedades raras. Bajo este término existen cerca de 7.000 patologías diferentes que, aunque afectan a un reducido número de pacientes, en su conjunto aquejan a un 7% de la población mundial. Estas enfermedades carecen de interés para la industria farmacéutica por su menor incidencia en comparación con otras patologías, por lo que según las investigadoras, “la aplicación de técnicas de reposicionamiento es, a veces, la única vía para el desarrollo de terapias para tratarlas”. El reposicionamiento permite disponer de tratamientos con un perfil de seguridad y eficacia conocido, lo que reduce su tiempo de aprobación y sus costes. Un ejemplo es el Orfadin, un fármaco que se utiliza desde hace años para el tratamiento de la tirosinemia tipo 1, una enfermedad rara que afecta a una de cada 100.000 personas en el mundo, que acaba de ser aprobado para tratar una patología aún menos frecuente: la alcaptonuria, que padecen una de cada 250.000 personas.

El proyecto SOLIDARITY es un ejemplo de reposicionamiento de fármacos. / Adobe Stock

Las enfermedades emergentes también pueden hallar posibles soluciones gracias a esta vía de investigación. El ejemplo más cercano lo tenemos en la pandemia causada por el virus SARS-CoV-2. “Las instituciones de investigación y las compañías farmacéuticas disponen de quimiotecas de compuestos farmacológicos ya desarrollados o fabricados para explorar su potencial como tratamiento para diversas enfermedades. Cuando comenzó la pandemia por COVID‑19, muchos laboratorios recuperaron los compuestos de estas colecciones para ver si alguno poseía efectos antivirales contra el SARS‑CoV‑2”. Solo en España, se han iniciado a fecha de abril de 2021 más de 160 ensayos clínicos con este objetivo, de los que aproximadamente 120 se corresponden con reposicionamiento.

En el resto del mundo, más de 100 países se han agrupado en el proyecto Solidarity, coordinado por la OMS, y que ha constituido el mayor esfuerzo de reposicionamiento de la historia de la medicina. Este ensayo contempla el reclutamiento de pacientes y el tratamiento con protocolos unificados utilizando fármacos previamente aprobados contra otras enfermedades infecciosas.

* Este texto está basado en el libro Nuevos usos para viejos medicamentos (CSIC-Catarata) de la colección ‘¿Qué sabemos de?’.