La ciencia post-imperial en el mundo hispano: 200 años de ciencia compartida

Por Manuel Lucena Giraldo (CSIC)*

Ocurrió en noviembre de 1822 en Santafé de Bogotá, la antigua capital del Virreinato de la Nueva Granada y convertida en centro de la Gran Colombia, cuya independencia de España estaba a punto de consumarse. Allí se produjo un acto institucional de gran importancia simbólica para la continuación de la actividad científica en la región: el Real Observatorio Astronómico fue “entregado” a las nuevas autoridades republicanas.

El Observatorio, abierto en 1803, fue el primero de la América Meridional gracias al apoyo de la corona española. El arquitecto capuchino fray Domingo de Petrés lo diseñó y su creación estuvo vinculada a la Real Expedición Botánica dirigida por José Celestino Mutis. El edificio sufrió saqueos y destrucción durante sus primeros años, pero el sabio criollo Benedicto Domínguez, director de la institución en tres ocasiones, logró mantenerlo a salvo. José María de Lanz, mexicano de Campeche, marino, geógrafo y cofundador de la Escuela de Ingenieros de Caminos en Madrid en 1802, recogió el testigo del Observatorio, que siguió idéntica trayectoria, y con inventario en mano se hizo cargo del edificio, los libros y los instrumentos de medición.

Observatorio Astronómico Nacional de Colombia

Observatorio Astronómico Nacional de Colombia. / Universidad Nacional de Colombia

Este no fue el único caso de continuidad que se puso en marcha entre la ciencia ilustrada, imperial y global de la monarquía hispana, y los imprescindibles aparatos administrativos y tecnológicos de las entidades políticas que acababan de nacer en América -con la única y notable excepción de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, españolas hasta 1898-. En el caso de Venezuela, la academia fundada en 1829 por el ingeniero Juan Manuel de Cagigal pudo seguir planteamientos similares a los definidos por Lanz en Colombia, al centrarse en la enseñanza de las ciencias físico-matemáticas, “especialmente la aplicación de estas a la mecánica y al juego de las máquinas”.

Las repúblicas hispanoamericanas, así como los imperios de Brasil y México, se vieron obligadas a fabricar un mito nacionalista prometeico sobre el origen de su ciencia y tecnología. Era fácil identificar a los derrotados realistas y en general a los defensores del imperio español con atraso, Inquisición y leyenda negra. Sin embargo, era preciso, desde el gobierno de los estados emancipados, construir la nación. Y los jardines botánicos, observatorios, escuelas, archivos y bibliotecas estaban ahí, a su disposición, desde California (aún mexicana) hasta Patagonia, como posibles laboratorios de conocimiento, gobernanza y ciudadanía. Explicar su origen o genealogía era algo muy distinto.

Jardín Botánico del Palacio Nacional en México.

En nuestro tiempo podemos observar este fenómeno con mayor perspectiva, dada la intensidad de los procesos de descolonización acontecidos en Asia, África, Oceanía y la propia América durante el siglo XX. Si la globalización es resultado de la expansión geográfica y la dispersión de los europeos a los cuatro vientos, la desaparición de sus imperios -en primer lugar, el español entre 1810 y 1825- no implicó el abandono de infraestructuras, modos de vida, sistemas de intercambio cultural, idiomas, creencias y religiones, y por supuesto no detuvo los intercambios biológicos y ecológicos. Aunque los fundadores de la ciencia decimonónica hispanoamericana respondieran con frecuencia a apellidos con orígenes en otras latitudes y encontremos entre ellos revolucionarios fascinantes, aristócratas curiosas, profesores sin empleo, aventureros inescrupulosos y hambrientos de emociones fuertes, el punto de partida de la ciencia hispanoamericana decimonónica solo pudo ser, en la práctica, la continuidad con el tiempo ilustrado.

Nada en ciencia se construye desde cero

La experiencia humana es, por así decirlo, su cénit. “Gobernar la ocasión”, un principio barroco, exigía fijar un territorio, escribir una historia, dibujar unos mapas, medir el cielo, contar a los habitantes, cobrar impuestos e imponer un monopolio del orden. La herencia de la monarquía hispana, con su forzoso mestizaje global barroco, era lo que existía. Sobre ella se proyectaron, con el entusiasmo de quienes creían en el progreso acelerado de la humanidad, quienes pretendían avanzar en diez años un siglo entero, gracias a la libertad ganada. Es importante recalcar, contra los que indican los estereotipos que nos estigmatizan en el imaginario global, que la investigación de enfermedades terribles (pensemos como ejemplo en la fiebre amarilla, estudiada por el español Juan Manuel de Aréjula en 1806 y develada en su modo de transmisión por el cubano Carlos Finlay en 1881), el desarrollo de ferrocarriles a alturas vertiginosas, la cartografías de sitios arqueológicos donde nadie había llegado antes o estudios de minerales desconocidos no solo no desaparecieron, sino que tuvieron continuidad en el siglo XIX post-independiente.

La ciencia post-imperial en el mundo hispano no fue una ciencia desconectada. Por el contrario, su característica fundamental fue el federalismo, la conectividad inesperada, la movilidad fundacional. Igual que los compositores de himnos patrios iban de una nación a otra en busca de oportunidades, científicos, tecnólogos, sabios e ingenieros viajaban, como nómadas del talento, de un sitio a otro. Si hacia 1850 existió una coyuntura de reencuentro entre las comunidades de científicos y técnicos de España y América -cercenada poco después, tras la guerra con Estados Unidos en 1898, durante los años veinte, hasta 1939-, tras los años setenta, las dinámicas de la conversación y las redes colaborativas resistieron, se reconvirtieron o recalificaron. Porque no existe la ciencia sin trabajo en equipo. Toda una lección para el tiempo presente.

 

Manuel Lucena Giraldo es investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Instituto de Historia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, e intervendrá en las jornadas ‘200 años de ciencia compartida’ que organizan el CSIC y la Casa de América.

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