Contaminación lumínica: ¿cómo nos afecta el exceso de luz?

Por Alicia Pelegrina (CSIC)*

Un tercio de la población mundial ya no puede ver la vía láctea y el 80% de la población mundial vive bajo cielos contaminados, como recoge el Nuevo Atlas de la Contaminación Lumínica publicado en 2016. La grandiosidad del cielo nocturno ha despertado la curiosidad y el interés de la humanidad desde tiempos inmemoriales. Su observación fue determinante para el desarrollo de la navegación por mar o para determinar el inicio de la época de siembra en las sociedades agrícolas. Nos ha permitido conocer la posición de nuestro planeta en la galaxia, descubrir que compartimos composición química con las estrellas o que estas se mueven en esa bóveda que cubre nuestras cabezas, al mismo tiempo que la Tierra gira sobre su eje polar, ofreciéndonos un majestuoso baile estelar. Este espectáculo por desgracia cada vez está al alcance de menos personas debido a la contaminación lumínica.

Contaminación lumínica vista desde el Observatorio de Sierra Nevada en Granada. / OSN

Pero, ¿qué es la contaminación lumínica? Ni más ni menos que la alteración de los niveles naturales de luz que tenemos en nuestro entorno durante la noche. Desde esa farola cuyo resplandor entra por nuestra ventana y no nos permite dormir, hasta carreteras desiertas en las que a las cinco de la madrugada parece ser de día, o los puntos de luz blanca que apuntan hacia el cielo.

La contaminación lumínica parece un fenómeno imparable: cada año crece en torno a un 2,2% tanto la superficie mundial iluminada como la intensidad de brillo del cielo nocturno. Y no nos engañemos, aunque no ocupe espacio, no huela o no haga ruido, se trata de contaminación en el sentido estricto de la palabra y supone una amenaza no solo para las observaciones astronómicas, sino para nuestros ecosistemas y nuestra salud.

Las tortugas al nacer confunden las luces de los paseos marítimos de las zonas costeras con la luz de la luna sobre el mar. Al eclosionar los huevos, ponen rumbo equivocado y terminan siendo víctimas de predadores o de la deshidratación. Las luciérnagas están desapareciendo porque la sobreiluminación imposibilita el encuentro de los amantes: los machos son incapaces de reconocer la luz que emite la hembra –llamada bioluminiscencia– y cada vez nacen menos crías de luciérnagas. Las aves migratorias ven alterada su hoja de ruta, desorientadas por las luces de las grandes ciudades… Y así un largo etcétera de consecuencias negativas para nuestro entorno.

Mapa mundial de contaminación lumínica. / Falchi et. Al.

Cronodisrupción: cuando nuestro reloj interno se estropea

Nuestro organismo tiene un reloj interno que regula una serie de parámetros biológicos que no son constantes, ya que varían en función de si es de día o de noche. Estas fluctuaciones que se repiten día tras día cada 24 horas se conocen como ciclos circadianos. Por ejemplo, la secreción de cortisol, esa hormona que nos hace estar estresados y enfadados con todo el mundo, está regulada por este reloj, y es mayor por la mañana que por la noche. La secreción de melatonina o la presión arterial también responden a estas fluctuaciones día-noche. Pero ¿cómo sabe este reloj si tiene que mandar la orden de producir más o menos cortisol? A través de las señales que recibe del medio a través de nuestros ojos. Por ejemplo, cuando es de noche y percibimos oscuridad, este reloj interno envía la orden de disminuir la secreción de cortisol.

Sin embargo, nuestra sociedad nunca duerme, es un sistema ‘24/7 non stop’ que implica una alteración del ciclo natural luz-oscuridad debido al abuso de luz artificial durante la noche. De esta forma, nuestro reloj se vuelve loco y comienza a enviar por la noche señales que debería enviar durante la mañana. Este caos es lo que se conoce como cronodisrupción. Muchos estudios asocian este fenómeno con la aparición de enfermedades cardiovasculares, insomnio, falta de concentración, problemas de fertilidad, alteraciones alimenticias e incluso algunos tipos de cáncer.

Contaminación lumínica en Europa. / Falchi et. Al.

La paradoja de las luces led

En los últimos años hemos podido observar el aumento generalizado del uso de luces led en nuestro alumbrado público. Se trata de una tecnología de iluminación que presenta ciertas ventajas con respecto a otro tipo de sistemas. Las luces led, por ejemplo, permiten regular su intensidad y escoger el color de la luz que emiten, además de que su uso supone un ahorro energético. Sin embargo, a pesar de la sustitución masiva de los tradicionales sistemas de alumbrado público por leds a los que hemos asistido en los últimos años, la contaminación lumínica no ha descendido. La razón: un efecto rebote.

El ahorro energético que supone el uso de led lleva a iluminar más superficie o a mantener las luminarias más tiempo encendidas con el mismo coste en la factura del ayuntamiento correspondiente. Y como aún no hemos interiorizado que la contaminación lumínica es un problema ambiental grave y que no somos una sociedad mejor y más moderna por tener más luces encendidas, nuestros políticos, que responden a la demanda de la ciudadanía, siguen iluminando e iluminando, porque así somos mejores que los demás (véase el ejemplo claro del municipio de Vigo).

Contaminación lumínica vista desde el espacio

Ante nuestros ojos se plantea un reto importante: aunar esfuerzos en pro de una iluminación responsable que garantice un cielo suficientemente oscuro. Lo necesitamos tanto para preservar nuestra salud y la de nuestros ecosistemas, como para garantizar el desarrollo científico y del conocimiento. Debemos cuidar especialmente los cielos de los observatorios astronómicos, nuestras ventanas al universo. Y tampoco podemos olvidar que el cielo es un recurso turístico que puede convertirse en motor de desarrollo sostenible en zonas rurales.

La declaración en 2010 del cielo oscuro como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO pone de manifiesto la relevancia de este recurso, a menudo olvidado porque estamos acostumbrados a su silencioso acompañamiento en nuestro día a día. Así, el derecho a un cielo nocturno no contaminado debe convertirse en objetivo común, por nosotros y por quienes vendrán.

*Alicia Pelegrina es responsable de la Oficina Técnica Severo Ochoa del Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA) del CSIC, y coordina la Oficina de Calidad del Cielo del IAA. Este texto es parte del monólogo con el que la investigadora obtuvo el segundo premio en la edición 2020 de Famelab España.

 

 

1 comentario

  1. Dice ser Marco Antonio Molín Ruiz

    Muchas gracias por la noticia. He aprendido el fundamento biológico de la oscuridad nocturna con tal de que el cuerpo descanse. Deberíamos ser más conscientes de la amenaza que entraña la contaminación lumínica; erradicarla es invertir en salud. De niño tuve la suerte de vivir en el campo, y no hay nada como la inmensidad del firmamento; una techumbre de perlas alucinante. ¡Parece mentira que la UNESCO haya tenido que reclamar en dos mil diez el cielo oscuro como patrimonio de la Humanidad… Comparo las desproporciones de nuestras ciudades: algunas saturadas de farolas y por contra hay tramos de carreteras principales donde las farolas no lucen… ¡En fin! Espero que muchas personas lean esta noticia y se conciencien.

    30 enero 2021 | 22:41

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