Por Luis Molina (CSIC)*
Ningún científico debería hablar del Grial –a no ser, claro está, que se trate de un especialista en literatura artúrica– por el riesgo de verse contaminado por esa amalgama de religiosidad heterodoxa, misticismo de saldo y esoterismo. En ese mundo de crédulos y de descarados, de cándidos y de aprovechados, poco tiene que hacer la ciencia, puesto que en él se habla un idioma y se siguen unos procesos mentales incompatibles con los usos de la labor investigadora.
Pero en ocasiones esos universos paralelos se presentan con ropajes científicos en un intento de ampliar su limitada grey. En esos casos es responsabilidad del científico acudir en ayuda de aquellos susceptibles de ser confundidos por las apariencias, ya sea por el empaque serio del producto o por el perfil académico del autor.
Hace unos años, en 2014, se publicó el libro Los Reyes del Grial cuyos autores, Margarita Torres y J.M. Ortega, pretendían demostrar que un cáliz conservado en San Isidoro de León era el auténtico Grial, la copa en la que bebió Jesús en la ‘Última Cena’. Ese cáliz era conocido desde antaño como el Cáliz de doña Urraca, por haber sido donado por esa infanta, hija de Fernando I, a San Isidoro, y nunca se había visto en él más que un valioso ejemplo de la orfebrería hispana del siglo XI. La tesis defendida por los autores del libro sostiene que el cuenco de ónice que constituye la parte superior del cáliz es la auténtica copa de la ‘Última Cena’, es decir, el Grial. No tengo espacio en este artículo para comentar los argumentos que presentan para llegar a tan asombrosa conclusión. Otros lo han hecho ya y no han sido precisamente benévolos con el trabajo de Torres y Ortega. Yo me limitaré a tratar un punto de su estudio que, aunque en principio pueda parecer marginal, constituye la única prueba concreta que aportan para sostener su teoría, dado que el resto de los indicios presentados no pasan de ser, como es norma en los estudios griálicos, coincidencias forzadas, sospechas infundadas y saltos al vacío.
Se trata de una serie de documentos árabes que, según los autores, demuestran que el sultán de Egipto había regalado el cáliz, que se hallaba en Jerusalén, al soberano de la taifa andalusí de Denia, quien, a su vez, se lo habría entregado al rey de León, Fernando I. Los textos árabes que citan son de dos tipos. En primer lugar hay varios pasajes de obras bien conocidas y publicadas desde hace tiempo en los que Torres y Ortega creen encontrar inequívocas alusiones al cáliz regalado al rey de Denia. El otro tipo de textos son dos pergaminos hallados de forma casi milagrosa en una biblioteca de El Cairo que vienen a confirmar punto por punto la tesis de los autores.
En lo que se refiere a los textos conocidos anteriormente y de autenticidad indudable, he demostrado en un trabajo reciente que la traducción que de ellos se ofrece en Los Reyes del Grial es absolutamente disparatada. En ninguno de ellos hay la menor mención a ningún cáliz, ni sagrado ni profano. Me imagino que habrá que achacar a la casualidad el hecho de que los numerosos errores de esas traducciones vayan siempre en la misma dirección: la de apoyar la tesis de los autores del libro.
Y en cuanto a los pergaminos de El Cairo, muchos especialistas han mostrado su incredulidad ante tan afortunado hallazgo, porque las circunstancias de su descubrimiento son inverosímiles. Por mi parte, aún estoy analizando el texto de ambos documentos y, por tanto, todavía no puedo ofrecer conclusiones definitivas, pero los datos preliminares me permiten hacerme una idea de en qué momento y en qué circunstancias se elaboraron esos pergaminos. Y ni aquél es remoto, ni éstas son cabales.
Cuando se publicó el trabajo en el que demostraba que las traducciones estaban manipuladas, Torres se apresuró a declarar que ellos se habían limitado a incluir los textos que les había enviado el arabista Gustavo Turienzo, a quien habían encargado la tarea y que había sido el descubridor de los pergaminos de El Cairo. Sin embargo, éste había escrito hacía ya tiempo un artículo en el que se desmarcaba completamente de lo dicho en Los Reyes del Grial. ¿Quién dice la verdad en todo esto? Por el momento eso no es relevante; el tiempo –tal vez con algún pequeño empujón por nuestra parte– lo aclarará. Por ahora bástenos saber que, aunque no conocemos el pecador, sí el pecado, y no es pecado venial.
Por cierto, en los últimos meses estamos asistiendo a un posible caso de fraude científico que pone en entredicho el trabajo de una investigadora de prestigio en el campo de la biología molecular. Las sospechas de manipulación de los datos en los que ha basado sus trabajos han provocado una serie de medidas severas: cinco de sus artículos han sido retirados de las revistas en las que fueron publicados, ha sido despedida de la institución en la que estaba contratada y le ha sido retirada la financiación por parte del Europena Research Council (ERC). Estas acciones contrastan dolorosamente con lo que estamos viendo en el caso que nos ocupa: ningún organismo ni institución de las que han intervenido cobijando o financiando un trabajo tan sometido a graves sospechas ha dado señales de vida. Cuando finalice el análisis de los pergaminos de El Cairo y se confirmen las conjeturas, ¿cuál será la reacción de esos organismos? ¿Seguirán en silencio o recurrirán al clásico “no podíamos imaginar”? Porque no hace falta imaginación, sino únicamente interés en preservar la reputación de las instituciones y en velar por el destino del dinero de los contribuyentes.
Luis Molina es investigador de la Escuela de Estudios Árabes en Granada (EEA-CSIC).