Ha hecho un año que murió inesperadamente un amigo muy querido y su mujer habla con una serenidad que me sorprende.
Más que el sexo, lo que echa de menos es su abrazo.
«Empecé a sufrir tan joven, dice, que no me ha costado resignarme. Quizá por esa costumbre tengo una contención que me impide llorar y echar afuera todo lo que habría necesitado para desahogarme, pero así es la vida y llorar no la cambia».
A mí me produce perplejidad su resignación, que me recuerda a la de las mujeres enlutadas de por vida en la España profunda. Ni siquiera ha echado una peste contra su suerte y sigue ahí con un semblante que no refleja nada, ni pena, ni rabia, aceptando todo según le ha ido llegando.