¡Qué gusto el sol sobre el cuerpo desnudo!

Caminaba sobre la arena, por la orilla del mar, una tarde de verano tardío a la que le quedaba poquito tiempo de sol; la brisa me rozaba y yo me sentía tan bien.

Apenas se veía gente y la que había guardaba una distancia entre sí que les permitía disfrutar de intimidad. Casi todos se habían despojado de la ropa; me fijé en que alguno tenía el bañador a sus pies, como si temiera tener que ponérselo deprisa en cualquier momento.

Caminé un rato, con todos los sentidos abiertos de par en par, el olor del mar, la presencia ruidosa de las gaviotas, el sol, las olas… todo me parecía emocionante, como puesto allí gratuitamente para dar placer a quien supiera entregarse a él.

Me tumbé bocabajo, ni siquiera coloqué la toalla, sencillamente porque la había dejado un poco más allá, con el resto de mis cosas.

Mientras me dejaba llevar, reparé en la multitud de huellas de pisadas que había a mi alrededor y me imaginé escenas que podrían haber ocurrido en el mismo espacio: parejas que podrían haberse amado, solitarios que habrían deseado hacerlo con personas que estuvieran al alcance de su vista, hombres tranquilos, mujeres ociosas…

Y así me dormí. Me encanta dormirme en la playa y que el sol me dé en todo el cuerpo. ¡Qué gustito!

Lo recuerdo ahora, porque me acaban de regalar una ampliación de esta fotografía.

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