Los pequeños descubrimientos aquí llegan en los momentos y lugares más insospechados. El último sucedió hace un par de días, al decidir tomarnos un descanso tras un duro día de hospital. Fuimos con las motos a un pequeño río, y de ahí con nuestros bañadores seguimos río abajo hasta una zona recóndita de selva donde, en un pequeño claro, encontramos un lugar para bañarnos. Quizás fue demasiado aventurarse el creer que estábamos en un lugar salvaje y escondido ya que, al poco de llegar, apareció un grupo de niños para ver el extraño espectáculo de tanta piel blanca junta.
No tardaron en saltar al agua y unirse, chapoteando aquí y allá, cantando y riendo.
«¿Cómo es que estáis por aquí, tan perdidos?», les preguntamos.
«Estamos cosechando. Ahora tendremos que volver», nos responde la mayor con una sonrisa. Aquí llaman granja a la selva, donde hasta la última de las palmeras en la cima de la montaña tiene dueño que recoge su fruto.
Tras un corto pero gratificante baño se fueron, y aunque nosotros remoloneamos un poco, al poco rato les estábamos siguiendo.
La escena que nos encontramos al llegar puede que no llamara mucho la atención, pero nos dejó embobados unos minutos. Toda la familia, los padres y los hijos, desde el pequeño de apenas dos años hasta las mayores adolescentes, todos ellos trabajando haciendo aceite de palma en perfecta armonía. Como el engranaje de un reloj, cada uno en su tarea, absolutamente coordinados, casi parecía que bailaran.
Puede que a veces las condiciones no sean las mejores, puede que trabajar recogiendo y aplastando semillas en lugar des jugar después del colegio no parezca algo apetecible. Pero también puede que nunca haya visto una familia con un vínculo tan palpable, una familia que solo cobra sentido completa