Estar en un pueblo perdido de África es en muchas ocasiones como viajar en el tiempo. Vuelves a una época en la que no se da por hecho la electricidad o el agua corriente, donde para comer hay que cultivar, llevar las cosecha a cuestas y venderla en el mercado. El despertador queda sustituido por el canto del gallo, la ropa se lava a mano en el río y las calles carecen de la suficiente entidad para tener nombre propio. Pero también hay otras cosas, elementos de nuestro mundo, y este contraste es lo más característico.
Está presente allá donde mires: en el hombre cargando leña sobre la cabeza con un móvil en la mano, en las personas con el traje tradicional y gafas de sol, en las casas de adobe con antenas parabólicas.
Sin embargo, donde más inquietante resulta esta diferencia es allá donde reside el poder, esos pocos privilegiados. El otro día el jefe político de la zona de Widikum nos invitó a ver un puente en construcción.

Construcción del puente para atravesar el río.
En su lujoso 4×4 recorrimos un camino de tierra durante 40 minutos hasta llegar a un río perdido en la selva. A pesar de lo recóndito del lugar, el proyecto en cuestión bien podría ser un puente de la M-30, la arteria que circunvala Madrid, tanto por diseño como medios. Millones y millones de francos invertidos, sin duda, todo para cruzar a un pequeño pueblo. ¿De verdad era necesario tal despliegue? Una estructura más sencilla y resistente podría cumplir sin problema el mismo propósito, sin desproporciones ni florituras. ¿No encontraron un destino mejor para ese dinero?

Pescador echando las redes
Entre tanto, a unos metros de ese monstruo de cemento y hierro, un pescador arroja su red al río, confiando en poder volver a casa con algo que llevar a la mesa familiar, ajeno a todo. Es posible que eso sea lo que más asusta de este contraste, lo integrado que está en la cultura, lo indiferente que resulta. Porque poco importa que un puente sea más o menos pretencioso, cuando peleas a diario por tu comida y tu techo.