Anoche vi la gran final de Supervivientes. Enterita. Reconozco que era la primera vez que lo veía esta temporada. Y me encantó.
Nada para una noche de jueves después de haber estado dando una clase de tres horas en un Máster de Moda como encontrarse con Jesús Vázquez disfrazado con una chaqueta de serpiente tornasolada sobre un conjunto blusa/pantalón en tejido brillante. Nada como ver eso mientras cenaba un sandwich de reno -recién llegado de Finlandia- preparado por mi amigo Alberto en su casa.
Qué grande es Supervivientes. Y no sólo porque merecería una producción de moda con el vestuario de su presentador. Sino porque basta con ver el programa final para descubrir que no te has perdido nada. Entenderlo todo de una vez y, en tres horas, ponerse del lado de uno de los finalistas y desear que gane.
Yo quería que ganara Miriam Sánchez (antes, Lucía Lapiedra). Se lo merecía. Independientemente de sus virtudes atléticas, sus capacidades robinsonas o todas esas tonterías.
Miriam necesitaba ganar porque necesitaba empezar a triunfar en algo con su nuevo nombre. Y porque una mujer que tiene por novio a Pipi Estrada y por amiga del alma a Karmele, merece que le pase algo bueno alguna vez.
200.000 euros, un coche y una nueva trayectoria como ex habitante de una isla, no ya como profesional de la contorsión pornográfica (de la que yo, por cierto, era muy fan).
Miriam Sánchez, ganadora de Supervivientes.
Karmele, con una pegatina en la solapa que dice TIBET LIBRE
La madre de Leo, vestida con un bolerito de piel sintética.
Y Jesús Vázquez, brillante en la oscuridad.
¿Qué más se le puede pedir a una noche televisiva?