Anoche vi la serie por primera vez – un nuevo sacrificio de oficio [apúntate el ripio, Nacho Cano, que te da para una canción] – y no daba creditito.
‘Esto es lo que se ve los martes a millones en España‘ – le dije yo a mi novio, acurrucado contra él en el sofá – ‘No entiendo. Me da miedo‘.
Los Serrano es una serie muy española sobre una familia que desayuna muchísimo, bebe leche hasta hartarse – leche de marca, faltaría más – y parece querer demostrar que el género masculino es, por definición, cafre. Y el femenino, razonable y sensible.
Los Serrano es una serie de chalet urbano, taberna y colegio. De ‘gente normal’; adultos embrutecidos, adolescentes odiosos y niños aquejados de hiperestesia galopante. Y una abuela estupenda. [Y además, anoche Ramoncín. Sin palabras. O mejor, en palabras de mi admirado Pérez de Albéniz].
O al menos eso es lo que entendí yo anoche de la serie. Que me pareció aburridísima, que me sorprendió por su perfecto equilibrio entre lo tosco y lo ñoño. Los Serrano me parece un publirreportaje muy largo.
Claro que lo mío es sólo una opinión y el 25 por ciento de espectadores que ven los martes Los Serrano, es otra cosa.
Soy yo contra más de cuatro millones de espectadores semanales. Y, claramente, tengo las de perder.