Anoche vi el estreno de Pekín Express, y llegué a la conclusión del título. Pensé que todo es un asco porque todo se registra en demasía; las lentes que graban nos transforman en quien no somos, al tiempo que tratan de engañarnos para que pensemos que el ser humano mejora bajo vigilancia y nos hacen desear recuperar la ingenuidad de Truman (el del show).
Hubo un momento anoche en el reality aventurero de Cuatro , cuando la pareja de amigos, travestis y sevillanos, de acogida en casa de un par de señoras mayores rusas (muy partidarias del agua del Kremlin en las rocas y las batas de animal print), se desmelenaban (no pienso decir nada acerca de lo increíble que me pareció que los muchachos llevaran en su mochila de viaje transiberiano un pelucón, las licras y las botas blancas de tacón…) y bailaban con ellas a ritmo de palmas. Un momento conmovedor, tiernísimo, un encuentro imposible y absurdo.
Una hipnótica mentira televisiva que hubiera sido inviable sin cámaras.
O que, de haber ocurrido sin cámaras, podría haber sido una gran historia. Pero que se quedó en eso: en un espectáculo superficial pretendidamente hilarante, pero desolador.
Y de eso hablo aquí hoy.
De cómo, poco a poco, con mucha inteligencia y sentido del espectáculo, la televisión y los realities nos han ido entrenando para dejarnos observar por cámaras en todas partes. Cómo hemos acabado creyendo que ser observados constantemente -como lo somos en la calle, en los aeropuertos, en los centros comerciales…- no sólo sirve para hacernos más reales, sino para sacar lo mejor de nosotros. No nos podemos quejar.
Ayer lo dejaron bien claro en Pekín Express: los rusos, ese pueblo que nos parece tan chungo y contra el que tenemos tantos prejuicios negativos, son una gente generosa y acogedora. «Coño, porque tienen una cámara delante», habrán pensado muchos, habrán creído entender el truco del asunto. Sin caer en cuenta de que acababan de caer en la trampa que les tendieron: asumir que la vigilancia nos humaniza. Y delata a los malos (que roban una salchicha en un puesto callejero o patean a una muchacha en un vagón del metro barcelonés).
Tengo miedo. Más que antes. Antes, al menos, cuando era Dios quien miraba, sabíamos que tendríamos una recompensa. Cuando eran los Reyes Magos quienes nos vigilaban, contábamos con un premio a nuestra buena conducta. Pero ahora, ¿qué nos espera por ser buenos?