Yo sólo veo Gran Hermano el día que entran todos a la casa y el día que sale el ganador. Y tengo de sobra. Hace tres meses vi el comienzo de esta novena edición y ayer, la final.

Visto así, Gran Hermano me parece un programa bastante soportable. Sobre todo si Mercedes Milá se coloca las tetas a modo de anginas. A mí, eso me da la vida.

Eso, y la falta de espectacularidad del supuesto gran momento transfóbico del programa, ése en el que Amor tendría que confesarle a uno de los concursantes con quien había tenido algún que otro roce que «nací chico, pero me siento chica, y entré en Gran Hermano para cambiarlo y estoy en ello». Una confesión impecable que el concursante, Rodrigo, respondió con idéntica naturalidad. Momento en el que otro de los participantes, un italiano narigón, aprovechaba para murmurar al oído de Amor: «el paquetillo, el paquetillo» (ya sabía yo que no podía ser todo tan siglo XXI).

Una tal Judit (a quien no había visto hasta ayer) ganó GH9, que tuvo como finalistas a una pareja de gemelas analfabetas y megachonis a quienes el público parece adorar. Lo cual confirma de nuevo mi teoría: la gente es lo peor.

Me imagino que hoy todos los que entraron y salieron buscan la manera de seguir viviendo del cuento en una cadena donde apenas queda espacio para sus andanzas, que todos se debaten entre volver a su pueblo o montar un romance con Marujita Díaz. Mientras, Mercedes Milá está ingresada en una clínica de Barcelona donde le hacen radiografías del tórax para comprobar que esa faja que le pusieron anoche no le ha roto ninguna costilla ni ha transformado su par de pulmones en uno solo.