Me chiflan los telefilmes. Los telefilmes norteamericanos, por supuesto. Y si están basados en hechos reales o son biopics protagonizados por alguna estrella de Hollywood en franca decadencia, ya ni os cuento.

A mí dadme un telefilme y dejadme sentadito en el sofá. Que lo voy a flipar.

Porque da lo mismo en qué momento lo enganche, no importa si empezó media hora antes, da igual. Porque lo maravilloso del formato telefilme es que su narrativa permite al espectador incorporarse a la historia en cualquier momento, entender la trama en pocos segundos y quedar hipnotizado hasta su final.

Exactamente lo mismo que una buena miniserie. Anoche, por ejemplo, vi la media hora final del último episodio de ‘El Triángulo de las Bermudas‘, en Cuatro, y a los dos minutos ya sabía qué estaba pasando, ya entendía de qué iba la vaina, quién era quién, ya no podía despegar los ojos del televisor…

A mí dadme buenos telefilmes, buenas teleseries, y dejadme tumbadito en la cama.

Porque lo maravilloso del formato es que nos hace sentir inteligentes – siempre y cuando no nos dé por pensar que es un formato pensado para tontos -, nos hace creer que somos buenos pillando las tramas de las cosas de un solo vistazo – siempre y cuando no sepamos que ése es uno de sus trucos narrativos – y nos devuelve a un universo sin complicaciones – por mucha física cuántica que nos quieran hacer creer.

A mí dadme telefilmes, biopics para TV, miniseries… y dejadme tumbadito en la camilla mientras le preguntáis al cirujano en el pasillo qué tal fue mi operación.

Si fue un éxito.

Si mi lobotomía fue bien…