Por Natalie Roberts, médico de emergencias de Médicos Sin Fronteras en República Centroafricana
Tan pronto como me bajé del avión en Bozoum, me informaron de que acababa de producirse una refriega entre grupos armados que había dejado bastantes heridos. Me requerían de inmediato en el hospital. La pista de aterrizaje está ubicada a unos cinco kilómetros de la ciudad, y a lo largo de los diez minutos de camino en el 4×4 no dejé de ver casas quemadas ni un solo momento. No había un alma por las calles. Los rumores de que iban a producirse nuevos ataques y el miedo ante las consecuencias de los mismos habían hecho huir a todo el mundo.
Mientras nos acercábamos, íbamos tratando de imaginarnos qué situación nos encontraríamos en el hospital. Me bajo del coche y mis compañeros me llevan directamente hasta donde se encuentra el paciente más grave, un hombre herido de bala. Lo atendí mientras el resto del equipo se ocupaba de los pacientes con lesiones menos graves.
En ese primer momento sólo había cinco o seis pacientes. Pregunté si esos eran todos o si aún había más por llegar. Otro de los miembros del equipo me informó de que había varios heridos musulmanes que no habían podido desplazarse todavía hasta allí por miedo a ser atacados. Alrededor de una hora más tarde, 18 de estas personas llegaron al mismo tiempo.
Los heridos habían sido alcanzados por muchas esquirlas provocadas por la explosión de una granada que había sido lanzada en un barrio musulmán; otros tenían heridas de bala por el tiroteo que siguió. Un hombre resultó herido en un ojo y otros tenían heridas de diversa consideración en la cabeza.
Tuvimos que tomar una decisión difícil sobre un paciente en particular: tenía una herida de bala en la ingle que había atravesado su arteria femoral. A primera vista no parecía tan grave, y de hecho el orificio de entrada era más bien pequeño, pero al ponerle de espaldas rápidamente vimos que el orificio de salida de la bala era más grande y que sangraba profusamente. Un gran charco de sangre cubrió el suelo en apenas segundos.
El paciente no habría sobrevivido a una operación o a un traslado hasta otro hospital. Como teníamos la esperanza de que coagulara, le hicimos una transfusión de seis unidades, algo que resulta muy difícil en un lugar donde no hay un banco de sangre. A pesar de esto, continuó sangrando durante horas y murió en el hospital esa misma noche.
Todos nos sentimos muy frustrados. No era más que una pequeña herida, pero estaba justo en el peor lugar posible y le había causado daños irreparables. Si esta misma herida hubiera estado unos cuantos centímetros más arriba o abajo, el paciente habría sobrevivido.
En la República Centroafricana la gente honra a sus muertos haciendo sonar los tambores durante la noche. El cementerio se encontraba muy cerca del hospital de Bozoum y también cerca de la casa donde dormía el equipo de Médicos Sin Fronteras. Cada vez que alguien se nos moría en el hospital, nos tocaba escuchar el retumbar de los tambores durante toda la noche. Era como una especie de penitencia que hacía imposible que pudiéramos olvidar que alguien acababa de morir.
Esa noche, la mayoría de los pacientes no quisieron dormir en el hospital porque no se sentían seguros. Al día siguiente, fuimos al barrio musulmán para continuar tratando a los heridos. Era evidente que la gente se preparaba para huir de la ciudad: vaciaban sus casas de todas sus pertenencias y las colchonetas y ropa de cama se apilaban en las calles. El ataque contra el barrio musulmán había sido el tiro de gracia para una población que llevaba meses sufriendo las iras de sus propios vecinos.
Nos informaron de que un convoy transportaría a los musulmanes a Chad. La mayoría de estas personas había nacido en la República Centroafricana y había vivido toda su vida en Bozoum, donde tenían negocios, casa, familia. Al igual que cualquier otro habitante del pueblo, pertenecían a la comunidad local. Pero ya no hablaban de lo que les había pasado; simplemente habían aceptado que tenían que partir.
El convoy de camiones llegó dos o tres días más tarde. Contábamos el número de los que llegaban y de los que salían y cruzábamos los dedos para que no ocurriera nada. Sabíamos que su presencia podía encender la mecha de nuevo, puesto que en el pasado ya habían sido atacados otros vehículos que trataban de evacuar a la gente. Además, no estábamos seguros de si habría suficiente sitio para todos en el interior de los vehículos…. y temblábamos ante la mera posibilidad de que alguno de los grupos más marginados se quedará atrás.
Finalmente, la población entera de musulmanes, compuesta por dos o tres mil personas, subió a bordo de los 14 camiones. Sufría de verles allí: hacía calor y les esperaba un largo viaje de siete horas hasta la frontera. Cada camión estaba atestado de cientos de personas y de sus pertenencias. En algunos podía haber hasta 200 personas. Nadie nos informaba de dónde iban a dormir y a pesar de que contábamos con la presencia de una escolta armada ésta nunca detendría los posibles ataques que se produjeran.
Nos quedamos ahí mirando mientras la gente subía a los camiones. No había nada que pudiéramos hacer. Una comunidad entera había sido devastada. Sabíamos que lo mismo estaría ocurriendo en la mayoría de las ciudades del noroeste. Intuíamos que muchas otras personas estaban eligiendo la misma opción desesperada y que habían decidido dejar sus casas para ir a vivir en un campo de refugiados.