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Septicemia: jueves

Por Veronica Ades (ginecóloga de Médicos Sin Fronteras, Sudán del Sur)*

Jueves. A lo largo del día compruebo repetidamente el estado de la paciente, que cada vez parece estar peor. Su frecuencia cardíaca se dispara por encima de 150 y su respiración es extremadamente rápida: da bocanadas con cada breve aliento, a pesar de que la saturación con el oxígeno suplementario es buena.

Me doy cuenta de que, probablemente, va a morir. Comienzo a preparar a la familia para que se hagan a la idea. Les digo, con la ayuda de un enfermero que habla dinka, que vamos a hacer todo lo posible, pero que probablemente se va a morir. Lo entienden. Su padre dice: “ahora está en manos de Dios”.

Los padres se sientan en la cama, sosteniendo cada uno una de sus manos. La observan con atención. Desde que la ingresamos, han estado pendientes de ella en todo momento. Cuando les pedimos que cuidaran la jeringa para la sonda nasogástrica, la envolvieron con cuidado y la guardaron en un rincón, bajo una manta, para que no se perdiera. Nos ayudaron a comprobar la orina, o la saturación de oxígeno, y a ajustar los tubos. Su ternura es estoica.

Hasta este momento no he procesado lo injusto de la situación. Esta paciente tiene 18 años. Iba a tener su primer hijo. Y eso la ha matado.

Es difícil mirarla. Aunque está inconsciente, parece tan incómoda… su respiración es tan laboriosa, tan torturada. Vuelve a subirle la fiebre y le cambio los antibióticos. Ahora que tiene los pulmones secos, le administro un poco de suero de rehidratación por vía intravenosa. Es lo único que tengo.

Cada vez que me acerco a la cama, compruebo sus constantes vitales y su saturación de oxígeno, y me alejo. No sé qué más hacer. Finalmente, dejo de comprobarle las constantes y simplemente la miro desde el cabecero de la cama. Se está muriendo y no hay nada que podamos hacer.

Esa noche estoy en quirófano hasta tarde: las dos de la madrugada. Luego, me paso a verla. Sigue viva, sigue luchando por respirar. Su familia ni siquiera parece dormir. Están sentados en la cama, sujetándole las manos, viéndola morir dolorosamente.

A la mañana siguiente, viernes, me comunican que falleció a las cuatro de la madrugada. Ni ella ni su familia se encuentran ya en la planta.

En Sudán del Sur, las mujeres tienen muchos hijos y poco acceso a atención sanitaria. La mayoría da a luz en sus casas y, cuando las cosas se tuercen, el centro de salud más próximo queda muy lejos. Un estudio reciente de una zona remota próxima encontró que el centro de salud más cercano para esa población estaba a seis horas de camino. Así que, cuando el bebé no sale, las mujeres no pueden más que esperar y sufrir. Esperan durante días, porque levantarse y salir en busca de ayuda es un martirio y aún así, no es probable que sirviese de gran cosa.

Y así es como pueden llegar a transcurrir cuatro días y un bebé muere dentro de una vagina. Para cuando logran llegar hasta alguien que sí puede ayudarlas, están tan enfermas a veces ya no hay nada que hacer. Lo intentamos de todos modos y a menudo se produce el milagro y se salvan: son las mujeres que morirían si no estuviésemos aquí. Luego están las que siguen muriendo, demasiadas.

* Veronica Ades, de Nueva York, es ginecóloga. Esta es su primera misión con Médicos Sin Fronteras.

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Foto: Hospital Civil de Aweil, en el que MSF trabaja junto con el Ministerio de Salud para reducir la mortalidad materno-infantil. Mayo de 2012, Sudán del Sur (© Takuro Matsumoto /MSF).

 

Septicemia: miércoles

Por Veronica Ades (ginecóloga de Médicos Sin Fronteras, Sudán del Sur)*

Miércoles. Estamos tratando la infección y suministrándole a la paciente líquidos por vía intravenosa, pero su saturación de oxígeno en sangre es del 91% (debería ser del 95% o superior). Esto, junto a la hipotensión y la taquicardia (frecuencia cardíaca elevada), me hace sospechar que se está descompensando. Le ponemos un flujo continuo de oxígeno suplementario.

Pido la opinión de la anestesista, que me da una ampolla de dopamina, junto a una bolsa de suero corriente, y me explica cómo administrarla. Vamos a aumentar artificialmente la tensión de la paciente para mantener la función de los órganos hasta que mejore su estado. La enfermera cuenta diligentemente el número de gotas por minuto, para controlar escrupulosamente la dosis de dopamina. Al poco, su tensión mejora. Después de comer reevaluaremos la situación y quizá reduciremos paulatinamente la dosis.

Esa misma tarde su aspecto ha empeorado. Tiene el abdomen hinchado y se queja de dolor abdominal. Tiene la respiración acelerada y parece incómoda. Su saturación de oxígeno empeora. Es muy probable que la septicemia esté causando una disfunción pulmonar llamada ‘síndrome de distrés respiratorio agudo’ o SDRA. Mientras está con la dopamina, su tensión se mantiene bien, pero cae rápidamente en cuanto disminuimos la dosis.

Cuando la estoy examinando, se pasa por allí la anestesista. Convenimos que, a raíz de la infección, los intestinos seguramente no le estén funcionando bien: va a necesitar una sonda nasogástrica. Esta sonda se inserta por la nariz y desciende por el esófago hasta llegar al estómago. Nos permite descomprimir el estómago y los intestinos desde arriba, ya que por abajo no se están vaciando. La enfermera va corriendo a buscar una sonda y, a la segunda, logramos insertarla correctamente. Conseguimos sacar un poco de fluido. Me preocupa su estado y quiero tener alguna otra opinión, así que llamo al director médico del hospital, que acude inmediatamente.

Encontramos una jeringa grande con la que logramos aspirar de la sonda una gran cantidad de líquido muy feo. El estómago de la paciente se descomprime visiblemente, pero ni su respiración ni su frecuencia cardíaca ni su tensión mejoran. Llegado este punto, se ha acabado la dopamina y debemos decidir si administrarle más. Me preocupa que pase la noche sola con la dopamina, sin supervisión del personal de enfermería. El director médico, la anestesista y yo debatimos el tema.

El director señala que administrarle la dopamina no es sostenible porque no tenemos unidad de cuidados intensivos, y se trata de un medicamento potente y peligroso que, si bien a veces salva vidas, no parece una buena alternativa terapéutica en este caso. Va muy bien en situaciones agudas, como una reanimación intraoperatoria, pero hace más de 24 horas que intervinimos a nuestra paciente y no estamos en disposición de proporcionar los cuidados intensivos que este tratamiento requiere. Finalmente, convenimos en que necesita un régimen agresivo de hidratación intravenosa, además de oxígeno y monitorización.

Por la noche, vuelvo al hospital para realizar otra intervención y me paso a ver a la paciente. Se ha descompensado y está inconsciente. Sus constantes vitales siguen siendo malas. Su saturación de oxígeno ha caído al 83%. Por algún motivo, han apagado la máquina del oxígeno. La enciendo de nuevo, y la saturación mejora hasta el 90%. No está claro quién apagó la máquina, ni por qué. La enfermera a cargo del caso está muy frustrada: al parecer algún otro miembro del equipo la ha apagado sin preguntar. Hablamos con todos para hacerles saber que debe apagarse.

La paciente no tiene fiebre, pero ahora está padeciendo los efectos de la septicemia. Probablemente tenga fallo multiorgánico, pero no disponemos de las pruebas de laboratorio necesarias para confirmarlo. Le borbotean los pulmones. Su tensión arterial ha mejorado con la hidratación, pero la septicemia debe de haber permitido que el fluido del torrente sanguíneo escape a “terceros espacios” del cuerpo, en su caso, los pulmones.

Empiezo a administrarle furosemida, un diurético. La cambiamos también de posición, incorporándola para que el líquido no le encharque completamente los pulmones. Tras múltiples dosis de furosemida, orina una buena cantidad y su saturación de oxígeno mejora notablemente. Algunas horas más tarde, tiene los pulmones más secos, aunque la saturación sigue sin ser perfecta: sigue con SDRA.

No consigo despertarla.

Sigue inconsciente incluso después de mejorar su saturación de oxígeno, administrarle glucosa concentrada y aspirar la sonda. La cosa pinta mal. Su tensión arterial fluctúa mucho. En cuestión de minutos, pasa de muy baja a normal y a límites máximos. No se me ocurre qué más puedo hacer. Consulto a la anestesista y con el director, pero tampoco pueden sugerir nada más. En estas situaciones no se puede hacer más.

(Continúa mañana)

* Veronica Ades, de Nueva York, es ginecóloga. Esta es su primera misión con Médicos Sin Fronteras.

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Foto: Hospital Civil de Aweil, en el que MSF trabaja junto con el Ministerio de Salud para reducir la mortalidad materno-infantil. Mayo de 2012, Sudán del Sur (© Takuro Matsumoto /MSF).

Septicemia: martes

por Veronica Ades (Sudán del Sur, Médicos Sin Fronteras)*

Martes. Era mi primer día de trabajo en el proyecto de MSF en Aweil, en Sudán del Sur. La ginecóloga a la que había venido a sustituir aún no se había marchado y aquel día se estaba encargando del trabajo hospitalario, mientras yo recibía de distintas personas mis preceptivos ‘briefings’, las reuniones con los miembros del equipo que tenemos nada más llegar a una nueva misión. El coordinador de la misión nos cuenta a Katie (la matrona que llegó conmigo) y a mí una versión abreviada de los últimos 200 años de la historia sudanesa. Justo cuando estamos terminando, recibimos un mensaje del operador de radio: nos necesitan en la maternidad.

Cuando llegamos al quirófano, la paciente ya está anestesiada y la ginecóloga saliente está intentando que tenga un parto vaginal. El embarazo ha llegado a término pero el bebé está muerto. En realidad, la paciente, de 18 años, lleva cuatro días de parto. Dado que no pudo expulsar al bebé de forma natural, nos imaginamos que ahora la extracción será difícil.

Lo intentamos con la ventosa Kiwi, que me parece muy adecuada para partos normales, porque es fácil de usar y no ejerce demasiada presión sobre la cabeza del bebé. Si aplicas demasiada fuerza, la ventosa se suelta sola: es como un control de seguridad, y si te ocurre varias veces, es señal de que tienes que practicar una cesárea. Pero en este caso, el bebé ha muerto. Y la Kiwi no deja de soltarse.

A continuación lo intentamos con el fórceps, una tenaza metálica que se coloca a ambos lados de la cabeza del bebé para guiarla hacia abajo. Pero la cabeza está tan encajada en la pelvis que ni siquiera lo podemos colocar, a pesar de que ambas lo intentamos varias veces.

A continuación probamos con la ventosa más fuerte de que disponemos, que tiene una copa de succión grande de silicona y un mecanismo de succión manual externo. Parece ejercer más fuerza que la Kiwi. Tiramos y tiramos. Avanzamos lentamente. Mi compañera tira de la copa de succión mientras yo sujeto hacia atrás la pelvis de la paciente para evitar que se caiga de la mesa: usa toda su fuerza y, por fin, logramos extraer al bebé.

Al haber estado la paciente tanto tiempo de parto, existe el riesgo de que tenga necrosis tisular y se forme una fístula obstétrica. Tiene el útero anormalmente desplazado hacia arriba dentro del abdomen, cerca del ombligo. Probablemente la causa sea que la mayor parte del bebé estaba colocado sobre la vagina, y no en el útero o la cérvix, y el tejido inferior está distendido. La examinamos con un espéculo y el cérvix tiene una apariencia relativamente normal, aunque agrandado y distendido. La paciente no sangra. Hemos terminado.

La anestesista comenta que la paciente ya presentaba septicemia cuando fue ingresada. Esto significa que, debido al prolongado parto, había desarrollado ya una infección uterina que se había extendido al flujo sanguíneo, causando cambios fisiológicos como hipotensión y una elevada frecuencia cardíaca, signos de una infección generalizada. Durante el procedimiento, la anestesista había tenido que suministrar dopamina a la paciente para mejorar su tensión arterial. Todavía no está fuera de peligro: necesitará antibióticos potentes, buenos cuidados y mucha suerte.

La enviamos a planta y comprobamos repetidamente su estado a lo largo del día. Se está estabilizando. Tiene fiebre, pero le estamos dando antibióticos y paracetamol. Está débil, pero puede hablar y está bien atendida por su familia.

Al día siguiente, su estado es regular…

 

(Continúa mañana)

 

* Veronica Ades, de Nueva York, es ginecóloga. Esta es su primera misión con Médicos Sin Fronteras.

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Foto: Quirófano en el Hospital Civil de Aweil, en el que MSF trabaja junto con el Ministerio de Salud para reducir la mortalidad materno-infantil. Mayo de 2012, Sudán del Sur (© Takuro Matsumoto /MSF).