Por Pavithra Natarajan (RDCongo, MSF)
Hace no mucho estaba en la reunión matutina con el equipo del hospital, cuando empezamos a escuchar lo que parecían personas cantando en la calle. La jefa de enfermeras, que es congoleña, se levantó y fue a mirar desde la puerta de la sala, que da a la calle. Se volvió desde el umbral y me hizo un gesto apremiante que me hizo comprender de inmediato que el día estaba a punto de cambiar.
Salí fuera, para encontrarme con unas 200 personas apiñadas alrededor de un coche de MSF. Algunos de ellos incluso se habían sentado encima, pero la mayor parte lo rodeaban, y podían verse muchísimas manos alzadas, y voces que sonaban ya, no a cantos, sino enfadadas.
Estando el responsable del proyecto de Mweso en una clínica móvil en las montañas de los alrededores, yo era la única responsable en ese momento de la seguridad en el hospital. El logista de agua y saneamiento también había salido, para construir letrinas y evitar un brote de cólera entre las 4.000 personas instaladas en un improvisado campo de desplazados a unos 45 minutos por carretera.
Resulta que un hombre había sido asesinado de un disparo la noche anterior. Nada que ver con MSF, claro, pero esta mañana, cuando nuestro vehículo abandonaba el complejo médico para comprar provisiones, fue detenido por la muchedumbre enfurecida que buscaba a los responsables. Teníamos que salir, porque era víspera de domingo y necesitábamos reponer el suministro de comida y leña para las cocinas del hospital.
Fue entonces cuando viví uno de los momentos más extraños y desasosegantes de mi estancia en Congo, por no decir de toda mi vida.
Mientras estábamos allí, el cerca de centenar de personas que había en el interior del centro médico (en su mayoría, personas que estaban esperando a las consultas y familiares de pacientes), echaron a correr inesperadamente. Un centenar de personas corriendo, de repente, huyendo de algo que quedaba fuera de mi campo visual. Resultó ser uno de los alborotadores, que había irrumpido en el hospital y estaba apedreando a la gente.
Pero todo lo que yo podía ver mientras seguía de pie a pleno sol, lo que vi durante un minuto que se me hizo eterno, eran hombres, mujeres y niños corriendo a mi alrededor, pasando a mi lado con la misma expresión de terror, y al mismo tiempo con una misma determinación. Comprendí que ya habían corrido así antes. Un millón de veces más. La gente ha tenido que correr, correr y correr, dejando atrás una aldea arrasada tras otra, un refugio improvisado tras otro, un campo de desplazados tras otro…
Foto superior: Campo de desplazados internos de Kahe, en Kivu Norte, que acoge a 18.000 personas. (© Michael Goldfarb/MSF).
Foto inferior: Desplazados huyendo con sus pocas pertenencias hacia el campo de Dubie, provincia de Katanga (© Barry Gutwein)