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Entradas etiquetadas como ‘desnutricion’

¿No me preguntáis por el fútbol?

por Esperanza Santos (enfermera de Médicos Sin Fronteras en Níger)

 

 

Las cosas de palacio van despacio, así que llegué a Níger unos días más tarde de lo previsto: se retrasó el visado, se retrasó FedEx con mi pasaporte… pero el vuelo no se retrasó, así que llegué a la hora prevista a Niamey (4:45 a.m.), y a la casa del equipo de MSF a las 6:40.

Algo empanada por las horas de vuelo y por llevar más de 24 horas en pie, me dí cuenta de que todos hablaban francés como lengua materna, alguno hablaba inglés también y ninguno hablaba español. Ni siquiera hicieron ningún comentario sobre Casillas o Xavi (que es muy típico cuando dices que eres español); debe de ser envidia cochina.

Así que con la mitad de las neuronas que me quedaban en pie, pasé todo el día en la oficina, enterándome de los proyectos que hay en Níger, las reglas de seguridad, discutiendo cómo vamos a organizar la misión exploratoria de Mali y dividiendo tareas. Lo que me toca a mí: organizar la estrategia para prevenir y combatir la malaria en uno de los proyectos que tenemos en Níger, el de Madaoua, en el sur, donde ya estuve en el 2010. Bien.

La idea es descentralizar diagnóstico y tratamiento de la malaria todo lo que se pueda para hacerlo más accesible a la población. En la zona rural hay un grave problema de acceso al sistema sanitario: en ocasiones, el centro de salud más cercano está a más de 10 e incluso 20 kilómetros de distancia, así que una madre (probablemente embarazada) caminando con un niño enfermo de malaria a cuestas es incapaz de llegar al centro para conseguir el tratamiento.

Vamos a formar a la red de trabajadores comunitarios para que puedan realizar el test, dar tratamiento e identificar los casos graves que hay que referir. También queremos, ya que estamos, realizar el “despistaje” nutricional (la detección de casos), para referir a los niños desnutridos al programa de tratamiento y vacunar de sarampión a los que no lo estén.

Esa es la idea… os cuento más en breve.

 

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Foto: Mujeres separando el grano de mijo, en un aldea cercana al pueblo de Madaoua, en Níger, en julio de 2012 (© Silvia Fernández/MSF).

 

Una evaluación nutricional con príncipe y pajarillo

por Trish Newport (enfermera de Médicos Sin Fronteras en Chad)*

Algunos días, siento que realmente estamos teniendo un impacto. Otros, me cuesta asimilar nuestras limitaciones y los cambios que no hacemos o no podemos hacer. Y la mayor parte de los días, paso de una sensación a otra a la velocidad del rayo. Y una vez me ocurrió que una de estas sensaciones se formó estando sentada, como la realeza, sobre un colchón de satén rosa con volantes.

Si bien la situación de seguridad alimentaria en Chad nunca es sobresaliente, este año es especialmente preocupante. El año pasado trajo malas cosechas y los cultivos que sí prosperaron fueron diezmados por una variedad de plagas. En esta región del mundo, en la que la desnutrición, la meningitis y el cólera cuentan cada uno con su propia estación, las malas cosechas no hacen sino aumentar la complejidad de los problemas que se pueden presentar.

Antes de cualquier intervención, debemos hacer una evaluación nutricional. Si os parece, os cuento cómo funcionan en un lugar como este y cómo llegué al colchón del que os hablaba al principio.

Llevar a cabo una evaluación nutricional no implica tan solo llegar a un pueblo y hacer un cribado de los niños. No solo hay que notificarlo a los jefes de los poblados, y que ellos nos autoricen a examinar a los niños: el territorio de Chad es inmenso así que, si no cuentas con un guía adecuado, es bastante fácil extraviarse durante horas en el desierto.

En una de las regiones en las que pretendíamos hacer el cribado el pasado mes de mayo, fue el Jefe de Cantón (un responsable de distrito) quien nos hizo de guía. Aunque se trate teóricamente de un puesto administrativo, culturalmente los jefes de cantón son vistos como miembros de la realeza, especialmente en las zonas más remotas.

El Jefe de Cantón de Affrouk, nuestro guía, era un hombre joven de 37 años y aspecto principesco, especialmente con sus bellísimos e impresionantemente blancos bubú**, túnica y turbante. Los asesores nutricionales a los que acompañaba me informaron de la costumbre de que el Jefe se sitúe en el asiento delantero de los vehículos, acompañado solamente por el conductor, ya que nadie querría jamás causarle incomodidad.

Al ver lo absurdo de que nueve personas se hacinaran en la parte trasera del todoterreno a 45 grados de temperatura, junto a todos los materiales que debíamos acarrear para pasar una semana en el desierto, el principesco jefe insistió en que me sentara delante con él. El equipo trató de disuadirle, pero finalmente (y con bastante alegría por mi parte) me pasé a los asientos delanteros.

Condujimos durante horas a través del desierto en busca de poblados seleccionados al azar para su inclusión en el estudio nutricional. A veces pasaba más de una hora sin que viéramos rastro alguno de vida humana, ni huellas de vehículos, ni pueblos, ni siquiera ganado. En las tres aldeas en las que nos detuvimos a realizar el cribado, nos trataron como a auténticos reyes. En uno de ellos, el jefe del poblado había preparado su choza para la ceremonia de bienvenida.

Para que nos sentáramos, tanto a mi principesca contraparte como a mí nos facilitaron nuestro propio colchón rosa con volantes forrado en raso. Sentada frente al Jefe del Cantón, me sentí como una princesa de derribo, ataviada con ropas que no lograban ocultar mi sempiterna incapacidad de mantenerme limpia durante más de dos minutos al día (especialmente en el desierto, donde las tormentas de arena son una forma de vida).

Después de que nos sirvieran numerosas rondas de té, uno de los evaluadores nutricionales nos presentó a un padre que llevaba en brazos a una niña diminuta, una bebé de 4 semanas que llevaba una semana enferma con diarreas y que a esas alturas parecía un pajarillo esquelético. El padre se sentó al borde del colchón rosa y lloró mientras yo le hacía preguntas acerca de la enfermedad de la niña. En francés fluido, me explicó cómo, unos días atrás, había caminado cuatro horas con la bebé en brazos para que la atendieran en el centro de salud más próximo; se lo encontró cerrado y tuvo que volverse.

Una vez terminada la evaluación nutricional en el pueblo, subimos a la bebé y a su madre al coche y emprendimos el larguísimo camino de vuelta al hospital de MSF. Esa noche, y cada una las seis noches siguientes, el padre de la bebé me llamó para preguntar por su familia. Con el tratamiento, la diminuta bebé pasó a ser una bebé pequeña, y finalmente volvió a ser una bebé lo suficientemente grande y sana como para poder regresar a casa. Agradecí las llamadas del padre, ya que hicieron que una de las razones por las que estamos aquí cobrara vida. Me dio un poco de pena que aquellas conversaciones terminaran.

Pero a la noche siguiente, el padre volvió a telefonear: llamaba para decirme que su hija y si mujer habían llegado a casa sanas y salvas. Y rompió a llorar de nuevo.

 

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* Trish Newport, de nacionalidad canadiense, es enfermera. Esta es su quinta misión con MSF.

** El bubú (‘boubou’ en francés) es una prenda típicamente africana similar a una camisa larga y ancha.

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Foto 1: Paisaje en el centro de Chad, en abril de 2012 (© Andrea Bussotti/MSF).

Foto 2: Evaluación nutricional en la aldea de Sinetaye, Chad, en abril de 2012 (© Andrea Bussotti/MSF).

Foto 3: Unidad de tratamiento intensivo para niños con desnutrición aguda severa en el hospital de MSF en Massakoty, Chad, en abril de 2012 (© Natacha Buhler).

Todo es relativo

Por Trish Newport (Chad, Médicos Sin Fronteras)*

Antes incluso de llegar a Chad, ya había oído hablar de las duras condiciones de vida de los trabajadores internacionales de MSF en el proyecto de Massakory. Cuando los expatriados curtidos enseñan por primera vez sus “aposentos” a los recién llegados, lo hacen con una mezcla de orgullo, incredulidad y anticipación por la reacción esperada en los novatos. Soy de las que generalmente se desenvuelven mejor en la falta de confort, pero incluso yo, que siempre he buscado maneras de vivir que otros jamás elegirían, quedé impresionada por las condiciones. Se podrían calificar como “desafío”… en el mejor de los casos.

Soy enfermera y trabajo en la vertiente de salud comunitaria del ambicioso proyecto de MSF contra la desnutrición infantil en Massakory. El componente de salud comunitaria del programa se centra en tratar la desnutrición severa dentro de la comunidad. Si bien disponemos de los clásicos programas ambulatorios fuera de los centros de salud, estamos probando también un nuevo enfoque para el tratamiento de la desnutrición severa en comunidades remotas.

Hemos formado a miembros de las comunidades más aisladas para que sepan reconocer los síntomas de la desnutrición. Los niños identificados son derivados a la consulta del programa ambulatorio local. Si se considera que no presentan complicaciones, regresan a sus casas y reciben, en sus pueblos, su ración semanal de alimentación terapeutica preparada, que es el tratamiento para la desnutrición sin complicaciones. Es una pasta a base de cacahuete que incluye todos los nutrientes de origen animal y vegetal que un niño con desnutrición aguda necesita para recuperarse. La distribuye la persona ‘formada’ de la comunidad, a la que ‘paga’ la comunidad misma, bien en metálico, bien con comida o con alguna otra retribución.

Al llegar, visité algunos de los pueblos que participaban en esta nueva iniciativa. En los últimos cuatro años he tenido la oportunidad de trabajar en algunos de los sitios más desamparados y remotos de este planeta. Recuerdo la primera vez que me adentré en las zonas más aisladas de Níger: me quedé descolocada por la nueva definición de ‘desamparo’ que se formó en mi mente en aquella ocasión.

Pues la de esta visita de que os hablo ha sido una experiencia similar, quizás no tanto debido al desamparo, sino más bien por lo remoto del lugar. Durante hora y media, el todoterreno atravesó el desierto por pistas arenosas que conducían desde la ya pequeña localidad de Massakory hasta un pueblo aún más pequeño si cabe, que cuenta con un centro de salud apoyado por un programa nutricional ambulatorio de MSF. Desde allí condujimos otra hora más, sobre una pista tremendamente incierta a través del bosque desértico más cautivador que haya visto jamás.

Vimos unas preciosas aves verdes, varios tipos de rapaces, camellos a la pata coja (les atan las piernas entre sí para que no escapen) y un sinfín de mulas y ganado un tanto escuálido. Dicen que este bosque lo atraviesan también elefantes pero, muy a pesar mío, no vimos ninguno.

Al cabo de una hora llegamos a un diminuto poblado compuesto por unas pocas chozas de barro con los tejados de paja. A nuestra llegada, salieron trastabillándose de las chozas, cual payasos saliendo de diminutos carromatos circenses, una cantidad impresionante de niños. En el poblado no había rastro alguno de vehículos motorizados.

Pregunté al jefe de la comunidad cómo iban al centro de salud y cuánto tardaban: me explicó que normalmente había que ir en una carreta tirada por un burro, lo que llevaba varias horas, o andando, lo que era incluso más largo. En la mayoría de los casos solo se dirigen al centro de salud en caso de urgencia médica y las mujeres dan a luz en casa, con la esperanza de que todo vaya bien. Al verme en este diminuto poblado, se me hizo más que evidente la importancia de nuestro nuevo enfoque para el tratamiento de la desnutrición.

Tras nuestra primera parada, viajamos a varios pueblos más de los que participan en el programa de desnutrición, cada uno igual de pequeño y remoto que el primero. Los jefes de los poblados nos agradecían sin cesar que hiciéramos más accesible el tratamiento de la desnutrición y nos contaron un sinfín de historias sobre la penuria que supone vivir tan lejos de un centro de salud.

 

En el último mes se había producido un aumento exponencial del número de casos de niños desnutridos en el conjunto del proyecto de MSF en Massakory, a pesar de que, en teoría, aún faltan algunos meses para que llegue la ‘brecha del hambre’ estacional, el llamado ‘huger gap’, es decir los meses en los que, a la espera de la nueva cosecha y consumida la del año anterior, aumentan los niveles de inseguridad alimentaria y las tasas de desnutrición.

Aunque las causas de la desnutrición a lo largo y ancho del mundo son extremadamente variadas, no cabe duda de que una de las principales es la falta de atención médica temprana para las enfermedades básicas de la infancia. Viendo aquí de primera mano las distancias que tantas familias deben recorrer para obtener un tratamiento básico, me preocupa lo que traerán los meses de la brecha del hambre, cuando se combinen los efectos de la inseguridad alimentaria y la falta de acceso a un tratamiento médico temprano.

Si bien los poblados que he visitado encajarían fácilmente en el estereotipo de ‘pintoresco pueblo africano’, estaba claro que su modo de vida implica un sinfín de retos y dificultades. Tras una larguísima ruta, volví a casa, al lujo de mi diminuta habitación, una más en una larga hilera de habitaciones con paredes y techos de paja trenzada. Me tumbé en mi cama, donde en la oscuridad de la noche puedo oír cada movimiento y cada respiración de los demás.

Escuché el cacareo de las gallinas en el gallinero, que tengo más cerca que las letrinas o las duchas exteriores. Encendí el ventilador, que hace circular el aire caliente, con la habitación impregnada de olor de gallinas y arena, y me sentí afortunada por todo ello. Una vez más, la relatividad me dio una lección de humildad, como sin duda lo seguirá haciendo durante los próximos meses.

 * Trish Newport, de nacionalidad canadiense, es enfermera. Esta es su quinta misión con MSF.

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Foto 1: Líderes comunitarios reunidos con un equipo de MSF en Kitchimarom, en el oeste de Chad, en febrero de 2012 (©Simon Petite/MSF).

Foto 2: Atención médica a un niño con desnutrición aguda severa en el centro de nutrición intensiva de MSF en Massakory, Chad, en mayo de 2012 (© Stephanie Christaki/MSF).

Y de repente Ambia se puso mejor

Por Michele Trainiti (Médicos Sin Fronteras, Etiopía)

He pasado casi ocho meses en Etiopía, concretamente en Hiloweyn y sus alrededores, trabajando para MSF en la respuesta a la crisis de los refugiados somalíes. Al principio era responsable del centro de salud, y más tarde me hice cargo de todos los proyectos en Liben.

Cuando pienso en el campo de refugiados de Hiloweyn, pienso en Ambia. Fue uno de nuestros primeros pacientes, una pequeña de 9 años y 10 kilos de peso, enferma de tuberculosis y sin nadie en la vida aparte de un tío suyo. Todo el resto de su familia había muerto durante la crisis nutricional o en la guerra. Ambia ha sido uno de los símbolos de nuestro centro de salud.

Por aquel entonces, entre finales del verano y otoño de 2011, el hospital estaba abarrotado de pacientes: solíamos tener entre 40 y 50 niños hospitalizados con desnutrición severa, de los cuales por lo menos 8 estaban ingresados en cuidados intensivos. El personal tenía que hacer guardias agotadoras para poder atender a todos los pacientes las 24 horas del día.

Fuera del centro de salud, una multitud inacabable esperaba a ser admitida también en nuestro programa nutricional. Cientos de mujeres con niños desnutridos. Dentro del centro, los médicos y enfermeras corrían de una tienda a otra, de un paciente a otro, durante todo el día, con solo unos pocos minutos de descanso para comer y cenar.

En aquel momento, el campo albergaba a unos 25.000 refugiados del sur de Somalia, que habían llegado hacía unas pocas semanas. Cada mañana distribuíamos sudarios para aquellos que habían muerto en el campo durante la noche. Perdíamos a entre tres y cuatro niños cada semana y, en el peor momento, llegamos a perder uno al día. La situación era muy difícil, la población en el campo no reconocía la desnutrición como una enfermedad, probablemente acostumbrada a años y años de hambruna y sequía, y por lo tanto nos traían a los niños sólo cuando enfermaban de algo más (diarrea, infecciones respiratorias, etc.), así que a menudo nos llegaban en un estado muy crítico.

Y entre ellos se encontraba Ambia. Como os digo, tenía 9 años y pesaba 10 kilos. Ojos abiertos al mundo de par en par, muñecas tan pequeñas como las de una niña de 4 años, muy testaruda, muy débil, siempre a la defensiva. Siempre enferma. No importaba lo ocupados que estuviesen los sanitarios, siempre sacaban unos minutos extra para ella. Y ella sonreía, pero no mejoraba. Conseguía ganar peso, pero al cabo de unos días volvía a perderlo rápidamente. Su diagrama de peso era una línea irremediablemente descendente.

Pensando en aquel tiempo, siento que de alguna forma ella era el paradigma de toda aquella crisis: un lugar complicado donde, a pesar de los inmensos esfuerzos, no vislumbrábamos signo alguno de mejora, donde cada mañana contábamos las camas que se habían quedado vacías por la noche, donde, perdida toda esperanza, las madres querían llevarse a casa a sus bebés moribundos, donde el personal sanitario poco a poco pero de forma progresiva se iba agotando en ese esfuerzo extenuante que supone tener que afrontar una abrumadora crisis nutricional.

Y entonces un buen día, de repente, Ambia se puso mejor. Nos limitamos a cambiar su dieta, ya que de todas formas no estaba respondiendo ya a los alimentos terapéuticos. El tratamiento contra la tuberculosis también empezó a tener sus primeros efectos positivos. Siempre recordaré a su tío llorando quedamente al darle las gracias al médico por salvarle la vida a la pequeña.

En octubre de 2011, la situación empezó a mejorar. Había menos pacientes con necesidad de hospitalización, también fallecían menos, y la mortalidad en el campo estaba bajo control. La situación sanitaria y nutricional se fue estabilizando poco a poco, la distribución de alimentos cada vez llegaba a más gente y los esfuerzos médicos por fin daban resultado.

La semana pasada, después de siete meses, volví a ver a Ambia. Y apenas pude reconocerla. Iba vestida con un traje somalí tradicional, el pelo cubierto y un velo enmarcándole el rostro, los mofletes y la cara resplandecientes… tuve que buscar ese pestañeo de obstinación en sus ojos para encontrar en ella a la Ambia que yo conocía.

Compartía sonriente un paquete de galletas con una amiga que había hecho en el centro de salud. La enfermera de la sala me dijo que acababa de completar con éxito el tratamiento de tuberculosis pero que todavía iba al centro de salud a diario, por costumbre y por las galletas. Ambia me miró y pude percatarme de que su sonrisa se agrandaba. Quiero pensar que me había reconocido.

Ahora la sala donde Ambia había estado ingresada está casi vacía; sólo hay una pocas camas ocupadas por niños enfermos. La inacabable cola de gente fuera del centro ha desparecido, y en general todo está muy tranquilo en comparación con hace apenas unos meses. La situación sanitaria en Hiloweyn ha mejorado significativamente, la crisis nutricional ha sido derrotada.

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Foto 1: Una trabajadora de MSF enseña a la madre de un niño con desnutrición aguda cómo completar su lactancia haciendo que el niño tome también suplementos al mismo tiempo que toma el pecho. Hospital de MSF en Hiloweyn, Etiopía, en septiembre de 2011 (© Samuel Hauenstein Swan).

Foto 2: Una larga cola de madres con sus niños, refugiados somalíes, en el campo de Dolo Ado, en Etiopía, en septiembre de 2011 (© Samuel Hauenstein Swan).

Foto 3: Una familia de refugiados somalíes recién llegados a la frontera etíope, en septiembre de 2011 (© Samuel Hauenstein Swan).

Foto 4: Refugiados somalíes en la sala de espera en el centro de salud de MSF en Kobe, Etiopía, en julio de 2011 (© Lali Cambra).

Días de guardia en Jamam

por Kirrily de Polnay (Médicos Sin Fronteras, Sudán del Sur)*

Me paso el día en el hospital de MSF, un poco aislada del campo de refugiados de Jamam. La mayor parte de las personas a las que atiendo son muy corteses, y hacen lo que todos solemos hacer cuando vamos al médico: arreglarse. Así que vienen bien vestidos, se muestran amables, hacen ese esfuerzo, y casi podrías olvidarte de que estás en un campo de refugiados. Y solo cuando llega un niño que lleva un mes con diarrea, que llegó la noche anterior con su familia del paso fronterizo de El Fuj, que todos llevan dos días sin comer ni beber, y que han sufrido cinco robos ese día, recuerdas de repente dónde estás.

Y los padres están tan angustiados, tan preocupados, y tú te vuelcas en el niño, le colocas un suero, le pones todo lo que puedes. Estos niños a menudo están desnutridos así que hay que hacerlo todo con gran delicadeza ya que podría sufrir con facilidad un fallo cardiaco o un edema pulmonar. Así que es un equilibrio muy delicado: no tratas a niños sanos que han enfermado, sino a niños que ya llegan con reservas muy bajas.

Tenemos muchos casos de diarrea. Intentas explicarles cómo tomar la solución de rehidratación oral, pero no tienen dónde prepararla. Incluso a mí me cuesta calcular cuánto es “la mitad del paquete”… les dices “tienes que beber agua, tienes que beber la solución que te damos”, y ellos asienten y dicen “sí”. Pero sabes que no tienen agua suficiente, reciben apenas unos litros al día. Así que les prescribimos algo que no pueden hacer, y sientes que lo haces es como poner una minúscula tirita para detener una gran hemorragia.

Hasta ahora todos hemos estado compartiendo los turnos de noche. Hay que estar ahí constantemente, sobre todo con los niños desnutridos, evaluando, buscando el equilibrio entre aportarles el suero suficiente por un lado y evitar provocarles un fallo cardiaco. Por el momento hemos podido hacerlo, pero no sé por cuánto tiempo podremos seguir trabajando a este ritmo.

Recuerdo a un paciente, muy pequeño, tendría dos o tres años, que estaba en tal estado cuando llegó que pensamos: “no hay nada que hacer, se acabó para él”. Afortunadamente, acabábamos de instalar la máquina de oxígeno, así que comenzamos con eso, le pusimos en tratamiento, ¡y al final del día el niño ya se estaba quejando, quería irse a casa! Fue increíblemente agradable: cuando un niño empieza a incordiar, ya sabes que la cosa va bien. En casos como este, le dejamos ingresado toda la noche. Quiero decir, que llegó moribundo, ¡tampoco puedes mandarle a casa el mismo día aunque haya mejorado! Pero a veces ocurre, niños que se recuperan de inmediato.

También tenemos recuperaciones asombrosas cuando referimos a un paciente a Doro, donde MSF tiene un hospital de campaña más grande que el que tenemos aquí. Te pasas un par de noches pensando cómo le estará yendo allí al paciente. El otro día sin ir más lejos tuve a un niño de 7 años que realmente no pensé que fuera a sobrevivir. Llegó en estado muy grave y no teníamos la capacidad de diagnóstico aquí necesaria para saber exactamente qué le pasaba.

Cuando nos le llevamos de urgencia a Doro, fue con mucha prisa, su abuela también tuvo que subir al vehículo, iba llorando y se te rompía el corazón al verla porque se la veía asustada y sola. Ese mismo día volvió con el crío, con una gran sonrisa, estrechándonos la mano a todos y haciendo que el niño también lo hiciera. Y aquello hizo que aquel mal día se convirtiera en algo mucho más llevadero.

Y luego está el tema de la traducción a tres bandas. Es muy complicada, y los intérpretes se cansan, porque pasamos de la lengua tribal al árabe y de ahí al inglés, y vuelta al revés. A veces tienes cuatro niños que han llegado con su abuela, o con una hermana mayor, y ellas no saben necesariamente qué ha ocurrido. Y esperan de nosotros que seamos capaces de adivinar. Intentamos explicarles que no podemos hacernos una idea si no nos cuentan ellas qué ha ocurrido, cuál ha sido el proceso hasta ahora. Pero les resulta extraño porque ven nuestros estetoscopios, y un estetoscopio significa que debes de saber lo que va mal ¿no? Sé que a los traductores les cuesta explicar estas cosas. Cualquier traducción es complicada, muy complicada.

En mi primera noche aquí, tuvimos que quedarnos con un niño que estaba muy enfermo. En un momento dado, nos dijeron que había otro niño también muy enfermo en la puerta, así que dejé al pequeño ingresado durante unos minutos para ir a examinar al recién llegado. Cuando pasábamos delante de los guardias, estaban matando a una descomunal serpiente que se había colado en el recinto. Y la verdad es que me dio por reírme, por lo ridículo de la situación. Imagina que se te cae la linterna, te tropiezas con una de las enormes grietas que hay en el suelo y vas y das de bruces con una serpiente gigante que probablemente es venenosa. Es una situación bastante extrema, así que si no te ríes, ¿qué te queda?

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* La doctora Kirrily de Polnay trabaja con MSF en el hospital de campaña del campo de refugiados de Jamam, en Sudán del Sur. Los campos de refugiados de Doro y Jamam acogen a más de 80.000 personas procedentes del estado de Nilo Azul, en el vecino Sudán. Malviven en un entorno hostil que no está preparado para cubrir las necesidades de tantas personas, por lo que los refugiados dependen totalmente de la ayuda humanitaria.

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Foto1: La doctora Kirrily de Polnay, con el pequeño Aman, en la «sala de urgencias» del hospital de MSF en Jamam, Sudán del Sur (© Robin Meldrum).

Foto2: Un paciente en estado muy grave, ingresado en el hospital de MSF en Doro tras su traslado de urgencia desde el hospital de Jamam (© Robin Meldrum).

 

Dadaab: la vida en una tienda

Por Alfonso Verdú, Médicos Sin Fronteras (Kenia)*

La vida en una tienda es la que llevan los cientos de miles de personas que, como os contaba, abarrotan los campos de refugiados somalíes de Dadaab, en Kenia. A vista de pájaro, en el avión que tomamos para llegar desde Nairobi en un confortable vuelo de una hora, o desde el propio GoogleEarth, lo vemos en toda su extensión.

Miles, decenas de miles, de tiendas en filas ordenadas dan lugar al nacimiento de una nueva sociedad. Una sociedad de refugiados, una sociedad refugiada de la violencia, de la desnutrición, de la falta de atención e incluso de la persecución sufrida en Somalia. Ya hay nombres para las kilométricas avenidas de tiendas: Avenida Unidad; Avenida Amistad; Avenida Reconciliación; parece un esfuerzo para evitar simbólicamente que los problemas de Somalia resurjan en esta mega-ciudad de plástico y servicios temporales.

Centros de distribución de comida, escuelas, mezquitas, canalizaciones de agua, disponibilidad de letrinas, gestión de basuras y desechos, estaciones de policía… aquí hay todo lo necesario para que 120.000 personas puedan sobrevivir; eso sí, con la dignidad reducida a mínimos.

En eso estamos en la extensión de Ifo, un nuevo campo en el que Médicos Sin Fronteras contribuirá con la provisión de servicios médicos, porque aquí, ahora, la atención médica y nutricional es una de las prioridades. Queremos que, mediante un sistema que combine la apertura de un hospital y de varios centros y puestos de salud, todo este nuevo “mundo” tenga garantizada la atención médica de emergencia de calidad, desde la salud primaria al tratamiento de los casos más severos de desnutrición, desde los servicios obstétricos hasta la respuesta a los brotes epidémicos que inexorablemente vendrán.

Ya llevamos tres años trabajando en otro mega-campo, Daghaley, con un sistema parecido. Ahora mismo el centro terapéutico nutricional tiene 210 camas, todas ellas ocupadas por niños menores de 10 años, y seguimos aumentando la capacidad. Las campañas de vacunación contra el sarampión se realizan de forma masiva. Las mujeres siguen teniendo complicaciones en el parto que hay que atender, en ocasiones siendo necesario practicar cesárea en nuestros quirófanos.

La salud mental es un componente esencial, como también lo es tratar los casos complicados de meningitis o cualquier otra enfermedad… es un no parar. La actividad ya era enorme antes de la crisis nutricional en Somalia y ahora simplemente todo se ha elevado al cubo… de la desnutrición.

En el nacimiento del nuevo campo, también a nosotros nos toca convertir nuestra vida en una vida en una tienda. Por razones de seguridad, muchas organizaciones eligieron permanecer en el centro “urbano” de Dadaab, una pequeña aldea keniana separada de los campos por 25 minutos de convoy protegido por efectivos armados. Los equipos de MSF fueron los primeros en situar sus tiendas-oficina y las tiendas-vivienda al lado de los campos de refugiados, en aras de garantizar la proximidad con la población.

Ahora, con el nacimiento de la extensión de Ifo, nace también un nuevo equipo de MSF; Amal, Marta, Emiliano, Lucy, Blanca, Freeman y tantos otros coordinadores, médicos, enfermeros, logistas, administradores, han convertido su vida también en una tienda. La gran diferencia respecto de los somalíes es que sabemos que nuestra situación es temporal y tenemos billete de vuelta.

En lo profesional, mientras construimos las estructuras permanentes (de cemento) que albergarán el hospital y los centros de salud, hay que ir dando respuesta médico-humanitaria a las necesidades de los refugiados que van llenando el nuevo campo. Muchos de ellos son reubicados aquí por ACNUR* previo proceso de registro; pero muchos otros aparecen espontáneamente, ya sea porque son recién llegados  de Somalia, ya porque han decidido abandonar la periferia del campo…

Porque sí, efectivamente, los campos de Dadaab son de tal magnitud que también cuentan con sus propias afueras, con sus suburbios. Suburbios en un campo de refugiados… sinceramente, nunca pensé que vería algo así. Pues en los suburbios de Dadaab es donde se agolpan los recién llegados de Somalia y, ahí, disponer de una tienda de plástico, llevar una vida en una tienda, se convierte en todo un privilegio.

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* Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados.

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Foto1: Refugio improvisado por una familia somalí a las afueras del campo de Daghaley, en Dadaab (Kenia). Julio de 2011. (© Michael Goldfarb/MSF)

Foto2: Refugiados somalíes llevan asus niños enfermos y con desnutrición al nuevo centro de nutrición terapéutica abierto por MSF en en campo de Dadaab (Kenia). Julio de 2011. (© Brendan Bannon)

¿Volver a empezar? (en Mogadiscio)

Por Alfonso Verdú, Médicos Sin Fronteras (Somalia)*

Para mucha población somalí obligada a huir en busca de ayuda, sí. Para muchos actores humanitarios que intentan ahora entrar en el país, también. Para unas pocas organizaciones, como Médicos sin Fronteras, que llevan años en Somalia, no tanto. La llamada internacional de ayuda para la crisis del Cuerno de África estaba y sigue estando muy alto en la agenda pública: medios de comunicación, agencias de Naciones Unidas, ONGs, gobiernos, hasta el propio Vaticano.

La ecuación que se nos presenta para despejar es relativamente sencilla: no ha llovido, la sequía ha acabado con el ganado y los cultivos, la población se ha quedado sin comida y sin medios de subsistencia, se genera hambruna. Eso es lo descriptivo. ¿Qué toca hacer ahora?: dar cientos de millones de dólares, comprar comida, dar comida. Ecuación despejada.

Antes de terminar mi última misión en Mogadiscio en diciembre del año 2007, MSF logró abrir un hospital de 70 camas. Este hospital tenía un programa nutricional pediátrico, para niños menores de 5 años. A las dos semanas de la apertura, estaba totalmente lleno. Respondíamos a brotes de cólera, atendíamos las complicaciones obstétricas, continuábamos con la cirugía de guerra… representaba lo que Somalia ha sido, era en ese momento y es ahora para MSF: una de las mayores y más prolongadas crisis humanitarias del mundo consecuencia de un interminable conflicto armado interno.

Sí, ahora tenemos una nueva ventana de oportunidad: podemos restablecer al personal internacional en Mogadiscio de forma permanente. Evaluar esta posibilidad era una de las razones de mi desplazamiento a Mogadiscio estos días pero, después de estar aquí una semana, lo que he visto es que esta sigue siendo la Somalia cuyas complicaciones no sólo obedecen a una sequía extrema, sino también a la violencia, al desplazamiento, al fracaso de las políticas internacionales de cooperación al desarrollo, a la ausencia de actores humanitarios sobre el terreno y a un gobierno basado en Kenia que no es funcional. Esto es, a factores estrictamente humanos.

Sobre el terreno, hemos visto un enorme aumento en nuestros programas nutricionales, llegando a tratar a siete veces más niños desnutridos que en el mismo periodo del año pasado. La desnutrición severa aguda está por encima de los umbrales de emergencia. Hay muchos desplazados internos dispersos por Mogadiscio, difíciles de mapear y acceder. Hay que prepararse para los casi inevitables brotes de cólera. Hay que vacunar contra el sarampión. Todo eso lo tenemos ya en marcha.

Pero precisamente esto no pasa sólo por pedir millones de dólares. Esto pasa por hacer la ayuda efectiva (que llegue rápidamente), imparcial (que llegue a quienes más lo necesitan), neutral (que no se penalice a la población sólo por vivir en áreas controladas por actores que no nos gustan o con quienes no sabemos tratar) e independiente (que no sea manipulada o controlada por otros que no seamos nosotros).

Hacer eso no es tan sencillo. El modelo de ayuda internacional que se nos vende (movilizar fondos, comprar comida, darla) no funciona en un entorno como el Somalí. Mogadiscio no tiene nada que ver con una región que se encuentra a 20 kilómetros de aquí (Jowhar). Ni siquiera un barrio de la capital tiene nada que ver con otro situado a 10 minutos en coche.

La situación de los somalíes en los mega-campos de refugiados de Dadaab (Kenya) tiene también poco que ver con las regiones más desfavorecidas de ese mismo país. Como poco tiene que ver la situación (y cómo implementar programas humanitarios) en los campos de Dolo (Etiopía) con la que vemos en otras regiones de ese país, en muchas de las cuales la población no muestra signos severos de desnutrición, por ejemplo.

Por tanto, aglutinar todas estas micro-realidades en un eslógan que combine “Cuerno de Africa”, “sequía” y “hambruna” es cuanto menos simplista y, hasta el momento, poco útil para la población somalí.

Todo apunta a que estamos ante una crisis gravísima, pero una crisis compleja a la que no se puede responder con soluciones simplistas. Estar en Mogadiscio con el personal de MSF que ha mantenido los programas activos permite cuanto menos tener una buena idea de la realidad.

¿Volver? No para nosotros, hemos estado aquí durante 20 años seguidos. Otra vez hambruna… ¿Volver a empezar? No para nosotros, la crisis de la población somalí ha sido una constante desde hace mucho tiempo, sobre todo dentro de Somalia, pero también con los refugiados en Etiopía, Kenia, Yibuti, Uganda o Yemen.

La gran prioridad ahora, dentro de tanto ruido, sigue siendo la misma: que la población somalí acceda a una ayuda de emergencia médico-humanitaria de calidad mientras las soluciones políticas siguen en estado crítico.

*Alfonso Verdú es responsable de Operaciones de MSF para Somalia, Kenia y Etiopía.

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Fotos: Equipos de MSF atienden a los desplazados somalíes en el distrito de Wadaag, al sur de Mogadiscio (13 de agosto de 2011). © Feisal Omar.

Té con leche (en Somalia)

Por Hussein Sheikh Qassim, Somalia (Médicos Sin Fronteras)

Cuando nos levantamos, el cielo estaba cubierto de nubes negras. Ya no vimos el sol en todo el día. Por culpa del mal tiempo, son menos los enfermos que nos han llegado, ya que los coches no han salido a la carretera por miedo a lluvias torrenciales: las carreteras no están asfaltadas, así que cuando llueve mucho se convierten en lodazales en los que los coches no pueden ni avanzar. Así que nadie se arriesga, y eso que realmente no ha llovido en condiciones en los últimos tres años.

De todas formas, el hospital está lleno debido al enorme volumen de pacientes que nos han estado llegando en los últimos días. Hemos estado muy ocupados.

Marere es un algo diferente de otras regiones de Somalia: está cerca de un río, y llueve ocasionalmente, aunque el suelo está demasiado seco como para que suponga alguna diferencia, así que no hay vegetación. La mayor parte del país sufre una grave sequía, y la mayoría parte de los pacientes a los que atendemos están extremadamente desnutridos. En un hospital cualquiera de un país cualquiera, obviamente ves enfermos, es lo normal. Pero lo que estamos viendo aquí no es normal: estamos viendo a personas que, además de estar enfermas, están muriendo de hambre.

Muchas madres caminan kilómetros para llegar al hospital, cargando con sus hijos a la espalda y sin nada que llevarse a la boca durante días, así que cuando llegan no sólo tenemos que atender a los niños: también tenemos que alimentarlas a ellas.

Esta semana, una anciana llegó con su nieto de tres años desde el campo de desplazados de Jiro, que está a unos 70 kilómetros de aquí. Su familia se dedicaba al pastoreo, pero todo el ganado murió y tuvieron que irse de su aldea con unas pocas cabras que les quedaban. Nos dijo que el pequeño, Siyat Abdi Ali, llevaba un mes enfermo, con tos, vómitos y diarrea. Pero lo que realmente nos impactó fue que, durante todo aquel mes, lo único que habían podido darle de comer era té dulce con un poco de leche de cabra: no les quedaba otra cosa.

Como podéis imaginar, el niño era todo piel y huesos, literalmente se estaba muriendo de hambre. Además de la desnutrición aguda severa, tenía neumonía. También la abuela estaba gravemente desnutrida, y tuvo que ser ingresada. Siyat está siendo alimentado primero mediante suero porque está demasiado débil como para poder deglutir. Al menos ya mueve las piernas, cosa que era incapaz de hacer cuando llegó.

En general estamos viendo más adultos desnutridos, de nuevo algo que no es habitual. Precisamente acabamos de ingresar en el centro nutricional a un chico de 14 años, al que en Somalia ya se considera adulto. También vemos un volumen creciente de mujeres embarazadas, que en condiciones normales necesitan ingerir más alimentos ya que comen por dos… pero aquí no llegan al mínimo, y algunas de ellas llegan al parto tan desnutridas, tan debilitadas, que no tienen fuerza muscular suficiente como para empujar. Un parto natural requiere contracciones musculares, y si estas no se producen, el parto se complica y las hemorragias son frecuentes, así que tenemos que practicarles transfusiones. En cuanto a los bebés, si es que sobreviven al parto, nacen por debajo de su peso, extremadamente debilitados, y deben quedarse ingresados.

La semana pasada, en una sola noche teníamos hasta 103 niños ingresados en el centro de nutrición intensiva, todos ellos con desnutrición aguda severa. En la zona de hospitalización, tenemos 57 pacientes de todas las edades, otros 131 en el área de tuberculosis, y pasamos unas 300 consultas al día.

El hospital dispone también de servicios de vacunación, una clínica y de clínicas móviles, que se desplazan a las localidades de los alrededores de Marere para tratar a los pacientes y que ellos no tengan que desplazarse. También tenemos algunos coches preparados para enviarlos como ambulancias a recoger a los niños con desnutrición más avanzada y a los pacientes en peor estado. Así que, si nos atenemos simplemente a las cifras, estamos desbordados.

Estamos salvando muchas vidas, niños y adultos que habrían muerto de no existir este hospital. No hay nadie más trabajando en esta zona, y MSF es la única organización que proporciona asistencia –tanto médica como alimentaria—en esta región. Llevamos años haciéndolo.

Permitidme, para terminar, que os cuente una pequeña historia. Antes de que MSF abriera este hospital en juulio de 2003, había poca gente joven en la región: muchísimos morían por culpa de enfermedades prevenibles y tratables. Ahora, las cosas han cambiado a simple vista: si te das un pequeño paseo por la ciudad, puedes ver a muchos jóvenes que están vivos por haber sido tratados o vacunados en el hospital. Tan es así, que aquí la gente llama a los menores de 11 años “la generación MSF”.

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Foto: Centro nutricional del hospital de MSF en Marere (julio de 2011, © MSF).

Crónica desde Etiopía: Paliar el hambre es la prioridad

Por Rose Foley (Etiopía, PLAN Internacional)


Los niños y las madres lactantes son los más vulnerables
en la actual hambruna que está azotando todo el sur de Etiopía. La mayoría llegan malnutridos, muy delgados y enfermos. PLAN les da alimentos ricos en nutrientes para poder mejora su estado de salud.

Giro la esquina y me encuentro con Yoseph. Le conocí el lunes, llegó cojeando a causa de la  malnutrición y con muchos dolores. Hoy,  sin embargo, sonríe. Acaba de recibir su último suministro de alimentos. Está descansando la pierna, sentando orgulloso sobre un saco de harina y con una botella de aceite. “Hoy es un gran día” nos dice.

Belalanesh, de 8 años de edad, balancea a su hermano pequeño intentando calmar sus llantos. Su ropa también está manchada de harina. Su madre, Kabiwish cuida de sus otros dos hijos gemelos, mientras ella coge la ración de aceite que les corresponde. El lunes, Belalanesh me dijo que estaba triste y sentía su tripa vacía. Pero hoy sonríe tímidamente y se ríe un poco cuando la pregunto qué tal se encuentra.                                                        

Paliar el hambre de esta gente que no tiene nada que comer es la prioridad en estos momentos. Sin embargo, PLAN debe también mirar más allá de las necesidades inmediatas. En un periodo de hambruna como este, los menores necesitan una protección especial ya que las familias se ven forzadas en muchos casos a romper con la rutina y marcharse a otro lugar recorriendo largas distancias. La escolarización de los niños y las niñas  se suele ver interrumpida, y ante la falta de dinero los niños pueden acabar trabajando para traer a casa ingresos extras. Las niñas son quienes corren más peligro ya que además de tener responsabilidades en el hogar, son especialmente vulnerables a los abusos sexuales.

Mientras los suministros se siguen repartiendo en los puntos de distribución de comida de PLAN (llenando los estómagos y repartiendo sonrisas);  los trabajadores de la organización actúan también detrás de la escena. Se han desplazado a las comunidades, hogares y las escuelas de las zonas del sur de Etiopía para proteger a los niños y sus familias de esta crisis alimenticia.

Adiós a Boda

Por Óscar Sánchez-Rey (República Centroafricana, MSF)

Igual que en otra entrega os hablaba de la gran oportunidad que fue abrir el proyecto de Gadzi, hoy no me queda más remedio que contaros una de las tareas menos deseables de este trabajo: cerrar nuestro proyecto en Boda. Siendo sincero, ni yo mismo pensaba tener que cerrar Boda. Contaba terminar mi misión y pasarle «la tarea» a otro compañero que viniera a reemplazarme en mi puesto, pero las intervenciones de emergencia son así.

Es difícil romper los vínculos afectivos con todo aquello que, a fuerza de tiempo, de trabajo y de algún sinsabor, acabas sintiendo como propio, con un programa que realmente ha marcado la diferencia en una región como el suroeste de la República Centroafricana, donde las necesidades básicas están todavía muy lejos de ser cubiertas.

Cuesta dejar un sitio donde lamentablemente la gente va a seguir pereciendo de enfermedades totalmente curables y donde las condiciones de vida serán tan duras como lo han sido siempre. Pero todo lo que comienza tiene un fin, y en algunos casos, el intervalo de tiempo entre apertura y cierre no es grande. Concretamente en Boda han sido quince meses. Quince meses donde hemos pasado más de 25.000 consultas pediátricas y hemos curado la desnutrición a unos 6.000 niños.

Como organización de emergencia, es fundamental marcar los límites de nuestra intervención. Nuestro trabajo está basado en indicadores que nos permiten decidir cuándo entrar y cuándo salir de una región. Esos indicadores deben ser objetivos, analizables y, sobre todo, basados en estrictos criterios médicos que nos alejen de tentaciones políticas y presiones contextuales. Y en Boda, la misma razón por la que comenzamos a trabajar (una urgencia nutricional con una elevada mortalidad infantil) es la misma por la que ahora debemos cerrar: hemos podido reducir los indicadores epidemiológicos a índices por debajo de los umbrales de emergencia.

También ha sido un objetivo en nuestro proyecto llamar la atención sobre un contexto fuera del mapamundi informativo. La respuesta ha sido desigual. Muchos medios han mostrado interés por el contexto diamantífero. Pero no ha habido otra organización a la que hacerle un traspaso de nuestras actividades. La región necesita organizaciones que tengan la capacidad de hacer inversiones a largo plazo y de realizar profundos cambios estructurales. Lamentablemente, los intereses de los donantes internacionales están todavía lejos de Boda.

Ahora es inevitable hacerse la traicionera pregunta «¿qué hemos dejado?»… como si toda acción humana tuviera la imperiosa necesidad de perpetuarse en el tiempo. No puedo ser demasiado ambicioso en la repuesta, no puedo hablar de grandes construcciones ni de infraestructuras que vayan a recordar nuestro paso para siempre. No era ese nuestro objetivo.

Sin embargo, sé que dejamos algo mucho más valioso: el incontable número de niños que tuvieron otra oportunidad, que pudieron superar el duro bache de una traicionera malaria, o de una descompensación nutricional. Bache que, en muchos casos, será el último crítico que tengan que superar en la primera infancia, porque, a partir de los 5 años, los niños desarrollan más defensas naturales para combatir las enfermedades.

También me consuela pensar que todavía nuestros compañeros siguen trabajando no lejos de aquí, en Gadzi. En caso de emergencia, pueden responder rápido. Además, Gadzi es una zona todavía más desfavorecida y vulnerable dentro de la ya de por si frágil situación de todo el país.

En la que de momento será mi última colaboración desde República Centroafricana a este blog colectivo, quiero agradecer el trabajo de los compañeros que no están en el terreno pero que hacen que distancias de miles de kilómetros parezcan un simple paseo. Y quiero agradeceros también a todos los que habéis leído el blog, y os habéis interesado por la República Centroafricana, aportando vuestro granito de arena a la mejora de la condiciones de vida de sus habitantes.

Y finalmente, mis últimas letras son para los verdaderos protagonistas, aquellos que son el último eslabón en toda esta gran cadena: los que conducen los coches que nos trasportan, los que nos instalan la luz para que trabajemos y los que administran los tratamientos que curan a los pacientes. A los compañeros centroafricanos, con agradecimiento.

Desde Boda,

Óscar

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Fotos: © Óscar Sánchez-Rey