Por Michele Trainiti (Médicos Sin Fronteras, Etiopía)
He pasado casi ocho meses en Etiopía, concretamente en Hiloweyn y sus alrededores, trabajando para MSF en la respuesta a la crisis de los refugiados somalíes. Al principio era responsable del centro de salud, y más tarde me hice cargo de todos los proyectos en Liben.
Cuando pienso en el campo de refugiados de Hiloweyn, pienso en Ambia. Fue uno de nuestros primeros pacientes, una pequeña de 9 años y 10 kilos de peso, enferma de tuberculosis y sin nadie en la vida aparte de un tío suyo. Todo el resto de su familia había muerto durante la crisis nutricional o en la guerra. Ambia ha sido uno de los símbolos de nuestro centro de salud.
Por aquel entonces, entre finales del verano y otoño de 2011, el hospital estaba abarrotado de pacientes: solíamos tener entre 40 y 50 niños hospitalizados con desnutrición severa, de los cuales por lo menos 8 estaban ingresados en cuidados intensivos. El personal tenía que hacer guardias agotadoras para poder atender a todos los pacientes las 24 horas del día.
Fuera del centro de salud, una multitud inacabable esperaba a ser admitida también en nuestro programa nutricional. Cientos de mujeres con niños desnutridos. Dentro del centro, los médicos y enfermeras corrían de una tienda a otra, de un paciente a otro, durante todo el día, con solo unos pocos minutos de descanso para comer y cenar.
En aquel momento, el campo albergaba a unos 25.000 refugiados del sur de Somalia, que habían llegado hacía unas pocas semanas. Cada mañana distribuíamos sudarios para aquellos que habían muerto en el campo durante la noche. Perdíamos a entre tres y cuatro niños cada semana y, en el peor momento, llegamos a perder uno al día. La situación era muy difícil, la población en el campo no reconocía la desnutrición como una enfermedad, probablemente acostumbrada a años y años de hambruna y sequía, y por lo tanto nos traían a los niños sólo cuando enfermaban de algo más (diarrea, infecciones respiratorias, etc.), así que a menudo nos llegaban en un estado muy crítico.
Y entre ellos se encontraba Ambia. Como os digo, tenía 9 años y pesaba 10 kilos. Ojos abiertos al mundo de par en par, muñecas tan pequeñas como las de una niña de 4 años, muy testaruda, muy débil, siempre a la defensiva. Siempre enferma. No importaba lo ocupados que estuviesen los sanitarios, siempre sacaban unos minutos extra para ella. Y ella sonreía, pero no mejoraba. Conseguía ganar peso, pero al cabo de unos días volvía a perderlo rápidamente. Su diagrama de peso era una línea irremediablemente descendente.
Pensando en aquel tiempo, siento que de alguna forma ella era el paradigma de toda aquella crisis: un lugar complicado donde, a pesar de los inmensos esfuerzos, no vislumbrábamos signo alguno de mejora, donde cada mañana contábamos las camas que se habían quedado vacías por la noche, donde, perdida toda esperanza, las madres querían llevarse a casa a sus bebés moribundos, donde el personal sanitario poco a poco pero de forma progresiva se iba agotando en ese esfuerzo extenuante que supone tener que afrontar una abrumadora crisis nutricional.
Y entonces un buen día, de repente, Ambia se puso mejor. Nos limitamos a cambiar su dieta, ya que de todas formas no estaba respondiendo ya a los alimentos terapéuticos. El tratamiento contra la tuberculosis también empezó a tener sus primeros efectos positivos. Siempre recordaré a su tío llorando quedamente al darle las gracias al médico por salvarle la vida a la pequeña.
En octubre de 2011, la situación empezó a mejorar. Había menos pacientes con necesidad de hospitalización, también fallecían menos, y la mortalidad en el campo estaba bajo control. La situación sanitaria y nutricional se fue estabilizando poco a poco, la distribución de alimentos cada vez llegaba a más gente y los esfuerzos médicos por fin daban resultado.
La semana pasada, después de siete meses, volví a ver a Ambia. Y apenas pude reconocerla. Iba vestida con un traje somalí tradicional, el pelo cubierto y un velo enmarcándole el rostro, los mofletes y la cara resplandecientes… tuve que buscar ese pestañeo de obstinación en sus ojos para encontrar en ella a la Ambia que yo conocía.
Compartía sonriente un paquete de galletas con una amiga que había hecho en el centro de salud. La enfermera de la sala me dijo que acababa de completar con éxito el tratamiento de tuberculosis pero que todavía iba al centro de salud a diario, por costumbre y por las galletas. Ambia me miró y pude percatarme de que su sonrisa se agrandaba. Quiero pensar que me había reconocido.
Ahora la sala donde Ambia había estado ingresada está casi vacía; sólo hay una pocas camas ocupadas por niños enfermos. La inacabable cola de gente fuera del centro ha desparecido, y en general todo está muy tranquilo en comparación con hace apenas unos meses. La situación sanitaria en Hiloweyn ha mejorado significativamente, la crisis nutricional ha sido derrotada.
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Foto 1: Una trabajadora de MSF enseña a la madre de un niño con desnutrición aguda cómo completar su lactancia haciendo que el niño tome también suplementos al mismo tiempo que toma el pecho. Hospital de MSF en Hiloweyn, Etiopía, en septiembre de 2011 (© Samuel Hauenstein Swan).
Foto 2: Una larga cola de madres con sus niños, refugiados somalíes, en el campo de Dolo Ado, en Etiopía, en septiembre de 2011 (© Samuel Hauenstein Swan).
Foto 3: Una familia de refugiados somalíes recién llegados a la frontera etíope, en septiembre de 2011 (© Samuel Hauenstein Swan).
Foto 4: Refugiados somalíes en la sala de espera en el centro de salud de MSF en Kobe, Etiopía, en julio de 2011 (© Lali Cambra).