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Son las 6:30

Por Patricia Lledó (Liberia, Médicos Sin Fronteras) 

Son las 6:30 AM. Suena mi despertador… me levanto y me pongo la preceptiva camiseta de MSF de la que estoy tan orgullosa, mis pantalones de quirófano y mis amados zuecos. ¡Vaya, ha sido una buena noche! Sólo me llamaron a medianoche para hacer un legrado de una pobre adolescente que se desangraba por intentar quitarse de encima su embarazo en casa. Pero todo se resolvió con muchas bolsas de sangre, y para la una y media estaba durmiendo a gustito en casa.

Salgo del cuarto y me dirijo a la cocina de nuestra casita, donde Luigi, el anestesista italiano que nos han enviado por un mes,  ya está preparando el café. Mmmm, qué rico huele… Mmmm… “Ring, ring”… Ya suena de nuevo mi teléfono… Paciente convulsionando en la maternidad, no saben si respira, pero su pequeño corazón aún late buscando una oportunidad. El sueño del cafecito se esfuma y me monto a toda prisa en la ambulancia.

Ponemos la sirena y con un sonido infernal volamos a 80 por hora (quién iba a decir que justo ahora empiezo a ser una cagueta por ir a estas velocidades en una carretera llena de baches…). Hoy, un nuevo récord: hemos llegado al hospital en ocho minutos a costa de haberme dejado la coronaria hace un kilómetro más o menos. Cesárea urgente, madre y niño vivos aunque, como se dice aquí, “trying”: vamos, que habrá que ver…

Ya son las 7.40 y me voy volando a la reunión de la mañana en la que los Physician Assistant (una figura a medio camino entre el enfermero y el médico que África se inventó para suplir la falta de médicos) hacen el cambio de turno. Desde hace cuatro semanas, nos peleamos con una epidemia de sarampión que se ha llevado por delante a unos cuantos niños. Hemos tenido que montar tiendas de aislamiento de emergencia en el descampado de enfrente del hospital: empezamos por una y ahora son tres. Aquí nadie vacuna y la realidad es que cada día las tiendas de campaña están más llenas, y la morgue más llena de pequeños bultos envueltos en telas coloridas.

En ginecología, durante la noche, partos mil y alguna malaria, pero en la urgencia acaba de entrar una paciente pendiente de ingresar a la que quieren que veamos inmediatamente. Alice, la otra ginecóloga, y Sebas, el pediatra, me han traído un sándwich para desayunar y mi cepillo de dientes (que saben que soy muy maniática con estas cosas y la verdad es que no sé qué haría sin ellos…).

Alice se queda poniendo orden en la maternidad y yo me voy a la urgencia. Diana, de 17 años, se ha tomado lo que aquí llaman un “bazoca africano”, una mezcla de hierbas locales que, según acierto a entender, contiene ruda (una planta) y algún derivado ergotamínico, y que se ingieren o se ponen dentro de la vagina para abortar.

La niña no está consciente y boquea mientras intenta luchar contra el síndrome tóxico que le han provocado las hierbas del infierno. Está taquicárdica, y un minuto más tarde se nos para. La reanimamos una vez, y responde, lucha de nuevo y esta vez la desesperación que la empujó a tomar este mejunje gana, y se vuelve a parar. No la sacamos adelante ni con toda la adrenalina y atropina del mundo.

Le quito la vía que le hemos intentado poner, le cierro los ojos y me giro para hablar con la familia, que ya sabe lo que les tengo que decir. No derraman lágrimas pero, cuando me dirijo a la planta de ginecología, oigo los gritos desde la calle. Aquí la muerte es frecuente y se expresa con gritos de desesperación y no con lágrimas.

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Foto: Intervención quirúrgica en el Hospital Benson de MSF en Monrovia (Liberia). © Juan Carlos Tomasi.

La habitación 107

Por Patricia Lledó (ginecóloga en el Hospital Benson, Liberia, MSF).

107 podría ser el número de vuelo que me llevará de vuelta a casa. 1-0-7, el ritmo de las canciones africanas que bailamos los sábados por la noche. 107 por mil, las hormigas que invaden la UCI de Sebas el pediatra. 107, las veces que he pensado lo cansada que estoy. 107, el número de veces que he ajustado mi mosquitera antes de irme a dormir.

107 es el número de una habitación especial en Benson. 107, la última habitación de la planta de ingresos de ginecología, cerca de la cocina, y frente a las fosas sépticas. La más alejada de la estación de enfermería. 107 es también la mitad de los ingresos que habrán llegado a esta habitación desde que estoy aquí.

La habitación 107 tiene 8 camas pegadas unas a otras. En ellas las niñas, que se han hecho mayores demasiado pronto, me miran en silencio cuando entro y grito un alegre «good morning». No recibo respuesta a la primera, pero al segundo intento, las más lanzadas susurran tímidamente su «buenos días». Paso de cama a cama, mirando las observaciones de la noche. Saludo a todas, pero no las toco ni las examino, les explico que, de una en una, las iré viendo en la habitación de exploración, donde tengo más intimidad.

La última cama está parapetada con un biombo de tela. Tras él, Diana agoniza de dolor y fiebre. Huele a sangre y desesperación. Está a punto de aparcar por el momento su tragedia personal, una tragedia que casi termina con su vida. Cuando Diana, a sus 16 años, se dio cuenta que se había quedado embarazada habían pasado 4 meses desde su última regla y algo desconocido le pateaba las entrañas.

Barajó sus posibilidades, preguntó en la comunidad. Las mujeres mayores le ofrecieron usar «el bazoca africano», una mezcla de hierbas que ingeridas o aplicadas en la vagina, provocan abortos. Por desgracia también producen un síndrome tóxico que muchas veces lleva a la muerte. Diana ha visto morir a su amiga hace unos meses de esta forma y decide no arriesgarse.

Sus amigas en el colegio le aconsejan meterse un palo de Kasawa (palo fino y largo) por el orificio de su cuello de útero, pero Diana tiene miedo al dolor, y desecha la opción. Por fin, alguien le cuenta que en un «drugstore» en Jamica Road, cerca de una casa roja, alguien con conocimientos médicos puede ayudarla, pero ha de ir de noche. Esa noche Diana reúne el dinero que tiene y camina hasta allí con su tía y su prima.

Es noche cerrada en Jamica Road. El drugstore está cerrado, pero la puerta de atrás se abre y entran en una habitación con otras cinco mujeres esperando. La habitación está dividida por una cortina y la ilumina una única bombilla en el techo, alimentada por un ruidoso generador.

Tras la cortina se oyen gritos ahogados y minutos más tarde una mujer sale tambaleándose ayudada por sus familiares. Hace mucho calor, huele a sangre oxidada. Es el turno de Diana, pasa y se tumba sobre una mesa con manchas que cuentan historias parecidas a la suya. Un hombre desconocido maneja unos instrumentos largos y unas tijeras, claramente han sido utilizados muchas veces antes. Un minuto más tarde sólo siente dolor, el mayor que haya conocido.

Diana apenas puede andar, sangra poco, pero el dolor es terrible, y aún nota moverse a ese pequeño ser en su tripa, con el que no quiere tener nada que ver. Pasan dos días en los que se retuerce de dolor en su cama. Cuando la fiebre sube y está medio inconsciente su familia decide traerla al hospital.

Trato a Diana como a todas las demás, con muchos antibióticos, una sonrisa, una caricia en la mejilla, y entre susurros y canturreos intento tranquilizarla y explicarla que no me importa lo que haya hecho, que estamos aquí para arreglarlo todo. Me la llevo al quirófano para encontrar las «piezas» perdidas y revisarla. Coso y remiendo a Diana, arreglo y zurzo, suspiro para que todo vuelva a funcionar en un futuro y la infección que le han provocado no le impida tener más niños cuando esté preparada para ello. Paso el día cosiendo y remendando cosas que no deberían romperse.

Salgo de quirófano y continúo. Todas las pacientes de la 107 pasan por la sala de consulta y me cuentan sus historias con más o menos reticencia. Palos, hierbas, drugstores, pastillas… ¿Cuánta desesperación hace falta para reunir tanto coraje y agallas? Apunto todas las historias en mi libreta de pesadillas… luego las transferiré a mi estadística de pesadillas. Desde que empezamos a registrar los casos que nos llegan con complicaciones derivadas de abortos inseguros, calculamos que el 60-80% de todas nuestras admisiones por abortos de primer y segundo trimestre son por este motivo.

Preparo la lista de las intervenciones del día, sonrío y doy consuelo, cuando lo que me apetece es llorar y patalear ante tanta injusticia. Injusticia y mezquindad, ideología y religión mal entendidas (o no entendidas por mí…), en un país en el que la planificación familiar no llega a nadie y en el que la mitad de las mujeres han sido sometidas a ablación parcial del clítoris y 1 de cada 10 ha sido violada en algún momento de su vida.

En 1994, la OMS declaró que el aborto inseguro en países empobrecidos, y especialmente en el continente africano, era una de las mayores preocupaciones en cuanto a salud pública. Es imposible calcular la mortalidad materna que deriva de estas prácticas, pero se estima que cada año se realizan en el mundo 19 millones de abortos inseguros que acaban con la vida de 70.000 mujeres. 8 cada día, 1 cada 3 horas. 13 % de mortalidad materna. Números que sin embargo ya no impactan, pues lamentablemente hoy en día estamos más que acostumbrados a ver estadísticas sobre cualquier penuria que ocurre lejos de nuestros hogares.

Pasa el día en el Benson. Nadie muere hoy por un aborto inseguro, hoy he ganado la partida a la incomprensión y a la crueldad. Es hora de volver a la habitación 107 y ver qué tal se recuperan mis niñas damnificadas. Damnificadas incluso por nuestro propio personal sanitario, que muchas veces omite la analgesia que les prescribo, porque aquí, al igual que en muchos otros lugares de África, no se considera que sea algo importante o necesario.

Otra atmósfera reina en la habitación por la tarde. Algunas están sentadas en las camas arreglando el pelo de su vecina, otras sonríen abiertamente y gritan «good afternoon» emulando mi grito de guerra matutino.

Las reviso, les pregunto por dolor y sangrado. Algunas pueden incluso irse a casa, otras necesitan todavía un poco de mimo y arreglo antes de soltarlas de nuevo al mundo que las espera fuera. Como todos los días, les explico a voz en grito sus posiblidades de planificación familiar para que no vuelvan a pasar por lo mismo. Pastillas, inyecciones, preservativos… todo gratis y seguro. Les digo que las mujeres somos las únicas con el poder de controlar la situación. Emulando el estilo de los sermones de los domingos, exclamo: «Who has the power to control the situation? You have the power! Women have the power!»*. Sonríen, se ríen y repiten «WOMEN HAVE THE POWER!».

Salgo de la habitación y las dejo riendo y gritando esta frase que no sé por qué inventé, si en el fondo sé que no es del todo cierta. Las mujeres en Liberia tienen el poder y el valor para seguir adelante a pesar de todas las dificultades y son además el motor que saca adelante a sus familias… pero de ahí que ellas sean quienes «controlan la situación», hay bastante trecho. Aún así, creo que mañana volveré a decirles mi frase…

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* «¿Quién tiene el poder de controlar la situación? ¡Vosotras tenéis el poder! ¡Las mujeres tienen el poder!»

Fotos: Hospital Benson, en Monrovia, Liberia. (© MSF)