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Un nuevo peligro para los niños sirios: los explosivos sin detonar

Por Rasha, UNICEF en Siria

Amin, de 10 años, estaba jugando con su primo cuando encontró una bomba sin explotar. Un peligroso resto del conflicto en Siria, que cumple seis años.

“Estaba muy contento y se la quería enseñar a mis amigos”, cuenta. “Agarré la bomba y explotó inmediatamente. Me entró metralla en el pecho, quemaba como el fuego. Me llevaron rápidamente al hospital en Alepo, donde estuve un mes”, añade.

El trayecto desde la ciudad de Amin hasta el hospital más cercano en Alepo lleva casi una hora. Afortunadamente, Amin pudo salvar su vida.

Amin explica a su hermano pequeño cómo detectar artefactos sin detonar, con un folleto de UNICEF/ ©UNICEF/Syria/2017/Al-Issa

En Assan, la ciudad de Amin, hay combates intensos desde el mes de julio. Ahora que parece que están disminuyendo, muchas familias están volviendo a casa. Pero la presencia de restos de explosivos de guerra supone un riesgo muy grave para los niños sirios.

Los aliados de UNICEF informaron de que seis niños habían resultado heridos por minas en Assan, como Amin. En diciembre murieron en el este de Alepo seis niños mientras jugaban con artefactos explosivos sin detonar. UNICEF está proporcionando a los niños y sus familias formación urgente sobre el riesgo de las minas, a medida que vuelven a zonas potencialmente peligrosas.

Los aliados y voluntarios, con apoyo de UNICEF, van puerta por puerta para dar a niños, adolescentes y padres información vital sobre el riesgo de los restos explosivos de la guerra. Desde noviembre, más de 80.000 personas han recibido esta información mediante visitas a sus casas y sesiones de sensibilización. El objetivo es ayudarles a detectar fácilmente objetos peligrosos, como las minas.

“Nuestra prioridad es llegar a los niños, porque son muy curiosos, quieren explorar todo lo que les rodea, y eso les pone en un gran riesgo”, explica Mohammad, uno de los voluntarios que participa en la campaña educativa. “Lo que hacemos es muy fundamental. Incluso aunque solo salváramos una vida. Poder proteger a miles de niños es muy importante”.

De vuelta a Assan, Amin acude a sesiones formativas sobre artefactos sin detonar. “A partir de ahora, si alguna vez veo objetos así me alejaré. Se lo diré a un adulto y él sabrá qué hacer”, asegura.

Se cumplen seis años del conflicto en Siria y los niños siguen sufriendo las consecuencias más que nadie. En 2016, el peor año de la guerra para ellos, 652 niños fueron asesinados y 850 fueron reclutados. Pero además casi 3 millones viven como refugiados en otros países, 2,3 millones no van a la escuela, y solo la mitad de los hospitales están operativos. En total, más de 8 millones de niños sirios necesitan ayuda humanitaria urgente. Los niños sirios no se rinden, y nosotros tampoco debemos hacerlo.

A salvo en Turquía, los sirios siguen atormentados por la guerra

Por Caroline Willemen, asesora de salud mental de MSF

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer sale al patio soleado de una vieja casa en Killis (Turquía), nos saluda y llama a su hijo para que limpie con un trapo un par de sillas de plástico para que nos sentemos. Su nombre es Loubna* y durante la próxima media hora compartirá con dos agentes comunitarios de salud mental sus reflexiones sobre lo que supone ser una refugiada siria.

Mientras, su hijo pequeño juguetea y se esconde detrás de ella. El niño tiene curiosidad por los dos extraños que acaban de entrar en su casa, pero al mismo tiempo se muestra inquieto.

Los dos trabajadores son parte de un equipo de diez personas que visitan cada día a los refugiados sirios en sus hogares y también en lugares públicos para ofrecerles una primera atención psicosocial e identificar quienes de ellos necesitan seguir un tratamiento psicológico.

Muchas de las personas a las que atendemos llegaron a Turquía hace varios años. Su sentimiento de inseguridad ha menguado pero siguen afectados por la guerra por muchísimas razones. La primera de ellas, la proximidad a Siria, tanto emocional como física. Aquí en Killis, a unos pocos kilómetros de la frontera, puede verse desde las colinas y a veces incluso escuchar el sonido distante de los bombardeos.

Pero mucho más difícil de afrontar son los fuertes lazos emocionales con su país. Todos aquí tienen familiares o amigos en Siria de los que no han tenido noticias desde hace demasiado. Y cuando las tienen son historias desgarradoras de la rutina diaria de un país en guerra.

Luego están los desafíos propios de vivir en el extranjero. La población de Killis es hoy una mezcla casi al 50% de sirios y turcos. Sin embargo, para muchos refugiados encajar en un país que no es el suyo sigue siendo una lucha constante. Tal y como Loubna nos cuenta mientras tomamos café, “es difícil ser un extranjero cuando no se tiene trabajo ni un hogar y la familia está lejos”.

La mujer duerme poco. Cuenta que antes era muy sociable, pero que ahora, sin embargo, evita el contacto con el resto de personas. Loubna vive con sus cuatro hijos y su cuñada en una casa austera. Cuando amanece, el patio se torna un lugar acogedor, pero los plásticos que cubren las ventanas recuerdan rápidamente el frío invierno que esta familia acaba de atravesar. Las condiciones en las que viven los sirios también pueden generar tensiones. Los hogares que visitamos oscilan entre los que son algo confortables y garajes que han sido convertidos en precarios habitáculos, con poca luz natural y ausencia de privacidad. No es extraño que la salud mental de los refugiados se resienta en esta situación.

Siempre me siento algo incómoda cuando entro a estos hogares acompañando a nuestros agentes de salud mental, que también son sirios. Sin embargo, es una agradable sorpresa ver que a la gente no parece importarle la presencia de un extranjero. Durante nuestras visitas, encontramos a las mujeres y a los niños casa, dispuestos a conversar con nosotros y compartir sus experiencias. Nos sirven interminables rondas de café o té y siempre me impresiona ver lo rápido que mis colegas se ganan la confianza de las personas a las que asistimos.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Una mujer y su hija reciben atención en una de las clínicas donde trabaja MSF con refugiados sirios. Anna Surinyach.

Tal y como nos dice una pequeña de diez años: a ella le encanta su profesora y de mayor quiere ser también maestra. Pero entonces su madre empieza a llorar en silencio. Fátima*  explica que ella concibe la educación como la herramienta más importante que se le puede dar a un niño para su futuro. Pero muestra también una gran preocupación por sus dificultades económicas, que le obligarán a dejar de llevar a sus hijos a la escuela para que empiecen a trabajar. Es solo un ejemplo de cómo los niños resultan afectados por esta guerra. Loubna menciona que los juegos infantiles han cambiado y que ahora incluyen armas, tiroteos y aviones de guerra. Un reflejo de lo que los más pequeños consideran algo normal.

Cada sirio en este pueblo tiene una triste historia que contar. Pero también es impresionante comprobar su resiliencia. Aunque Loubna crea que jamás podrá regresar a Siria, guarda algo de esperanzas en el futuro y da gracias porque su familia está a salvo en Turquía. Fátima, por su parte, sonríe cuando dejamos su casa y agradece a los agentes comunitarios de salud mental la oportunidad de poder compartir sus pensamientos y sus miedos. Asegura que se ha quitado un gran peso de encima.

*Los nombres se han cambiado para proteger la privacidad.

Médicos Sin Fronteras apoya a Citizens’ Assembly, una ONG turca, en Killis desde 2013. Además de salud mental y ayuda psicosocial, MSF gestiona una clínica de salud primaria para la población que ha huido de Siria.

Niños en emergencias: la importancia de la ayuda humanitaria

Belén Ruiz-Ocaña, UNICEF Comité Español

Chubat, 12 años, Sudán del Sur. Su escuela fue quemada en un combate.

Fati*, 15 años, Nigeria. Pasó cuatro meses secuestrada por Boko Haram.

Abdulghani, 9 años, y Hassan, 6, Siria. Permanecen en Alepo, donde beben agua contaminada cuando hay cortes en el suministro.

Mohanned, 5 años, Yemen. Sufre desnutrición aguda grave.

Son cuatro nombres, cuatro historias, cuatro vidas marcadas por un conflicto o una crisis. Son solo cuatro de los 535 millones de niños que viven en países afectados por situaciones de emergencia.

 

Niños en emergencias: la importancia de la ayuda humanitaria

Chubat y una amiga en las ruinas de lo que era su escuela en Sudán del Sur /© UNICEF/UN018992/George

Cuando sucede un conflicto o un desastre natural los niños son los más vulnerables. La inseguridad alimentaria les pone en riesgo de sufrir desnutrición. La falta de agua y saneamiento facilita la aparición de enfermedades transmitidas a través del agua. El cierre de escuelas causa que muchos niños estén meses, o incluso años, sin ir a clase. Las experiencias que viven les dejan traumatizados.

Por eso es fundamental llegar a estos niños con tratamientos contra la desnutrición, con agua potable, con material escolar y educación, con apoyo psicológico. La ayuda humanitaria es básica tanto para afrontar los primeros momentos tras una emergencia, como la recuperación a largo plazo de las personas afectadas.

Umara, 7 meses, Nigeria. Pasó de 4,2 kg a 5,1 kg de peso durante los 20 días de tratamiento contra la desnutrición.

Rafi, 3 años, Irak. Ha podido afrontar las bajas temperaturas invernales con la ropa de abrigo que recibió de UNICEF.

Nyaruot, 14 años, Nyachan, 11, y Nyaliep, 3, Sudán del Sur. Pudieron reunirse con sus padres después de dos años separadas de ellos.

Maxim, 8 años, Ucrania. Recibe apoyo psicológico para superar los traumas causados por la violencia en su país, como la muerte de su padre.

Niños en emergencias: la importancia de la ayuda humanitaria

Rafi sujeta sonriente la caja con ropa de invierno que le ha dado UNICEF/ © UNICEF/UN042749/Khuzaie

Son cuatro nombres, cuatro historias, cuatro vidas que ya han dado un paso en el camino hacia un futuro mejor.

Sus logros demuestran que los niños en situaciones de emergencia nos necesitan. Por eso UNICEF ha lanzado Acción Humanitaria para la Infancia 2017, el mayor llamamiento de fondos de toda su historia. El objetivo es ambicioso: llegar a 48 millones de niños en 48 países.

Chubat, Fati*, Abdulghani, Hassan, Mohanned, Umara, Rafi, Nyaruot, Nyachan, Nyaliep y Maxim demuestran que el esfuerzo vale la pena.

*Nombre ficticio.

Testimonio en Siria: Madaya

Mientras conducíamos hacia Madaya, en un convoy de cientos de metros que serpenteaba por la autopista de Damasco, se me hizo un nudo en la boca del estómago. Sin saber lo que nos encontraríamos allí, recordaba las desgarradoras imágenes de niños demacrados suplicando con los ojos un descanso de este asedio. Me era difícil no estar angustiado con esa clase de angustia que se mete hasta los huesos.

El silencio era inquietante mientras atravesábamos las ciudades justo antes de llegar a Madaya. Hileras e hileras de restaurantes abandonados, tiendas cerradas con persianas oxidadas, casas atrancadas, jardines abandonados y arbustos sedientos que ya se habían vuelto marrones. El vacío y abandono eran desoladores.

Después de horas esperando en el check point entramos despacio en Madaya, en el momento en el que el sol empezaba a ocultarse. Me quedé inmediatamente impactado por lo que vi, pensando si estaba en el sitio correcto. Vinieron todos, sin importarles la hora, mientras conducíamos por la ciudad en nuestros coches de Naciones Unidas, lentamente con sus banderas izadas, seguidos de camión tras camión de suministros para salvar vidas.

Niños por todas partes corriendo junto al convoy. Su alegría era incontenible. Las mujeres observando desde los balcones, los jóvenes de pie, firmes en las esquinas de las calles, con mirada de sospecha pero algo aliviados de que estuviéramos ahí. Todos escoltaron el cargamento lo largo del camino.

Empezamos el descargue de suministros en el mismo instante en el que bajamos de nuestros vehículos. El equipo de UNICEF fue directamente a la clínica improvisada. Como el flautista de Hamelín, los niños y las mujeres nos siguieron, llamando a la médico de UNICEF que recordaban de otros convoyes, “¡Dra. Raija! ¡Dra. Raija!” Estaban tan contentos de verla otra vez, esperando que trajera más medicamentos…y algunas respuestas. Hicieron una fila en el exterior de la clínica, dispuestos a esperar lo que hiciera falta para verla.

UNICEF/2016/Syria Descargue de provisiones en Madaya

UNICEF/2016/Syria Descargue de provisiones en Madaya

Paciente tras paciente, pasaron a ver a la Dra. Raija, todos compartiendo historias. Padres de hijos que habían dejado de comer porque sus cuerpos no podían tolerar ya más que arroz y alubias. Niños que ya no podían andar erguidos por una falta de vitamina D y micronutrientes que había provocado raquitismo en sus huesos, o niños que habían dejado de crecer por completo por una falta de vitaminas esenciales. Una madre nos mostró la botella de su bebé rellena con agua de cocción de arroz, sus pechos se habían reducido tanto que necesitó cirugía. “Mira con lo que alimento a mi hijo”, nos dijo.

Prácticamente todas las personas con las que hablamos nos pidieron proteínas (carne, huevos, leche, vegetales) algo más para sustentarse que los productos secos que estaban disponibles. Una madre nos explicó que ahora, cada vez que su hija huele el trigo integral bullendo se pone a llorar.

La doctora nos informó de un número creciente de abortos, 10 casos en los últimos 6 meses, debido al estado nutricional de las madres. Durante el último año tuvo que llevar a cabo más de 60 cesáreas. Nos contó que estas cifras no se habían dado hasta la crisis. Pero las mujeres ya no tienen la fuerza para dar a luz, y muchos embarazos superan el plazo previsto, también debido a la paupérrima salud de las mujeres embarazadas.

No vimos tanta desnutrición como en visitas anteriores. Esta vez no fue la demacración física la que nos impactó, sino la demacración psicológica. Los médicos nos informaron de 12 intentos de suicidio, 8 de ellos mujeres. El asedio prolongado ha llevado a las personas al límite, y algunos han visto en la muerte la única salida.

El trabajador sanitario local recopila las historias: la madre de 5 niños que vio como no tenía más comida que dar a sus hijos, un estudiante de instituto al que no le permitieron abandonar Madaya para hacer sus exámenes, una recién casada de 21 años que acababa de perder a su marido por la violencia y no tuvo fuerzas para seguir sola, una chica de 16 años que no veía ningún futuro en medio de ese infierno…

Todas intentaron acabar con sus vidas como última salida, como única posibilidad de escapar de aquel horror diario. Era evidente que los mecanismos de las personas para hacer frente a aquella situación estaban derrumbándose, su capacidad de resiliencia se estaba poniendo verdaderamente a prueba en ese asedio que temían no tuviera fin.

Los médicos y profesionales de la salud por su parte han demostrado verdadera resiliencia. Trabajar en estas terribles condiciones, sin poder contar con la mayoría del equipamiento y suministros básicos. Uno de los médicos nos contó que había empezado a recurrir al gel de ducha para las ecografías, al no tener desde hacía tiempo el gel necesario. Nos enseñó su quirófano. Un batiburrillo de cajas de plástico, estantes antiguos de madera y suministros quirúrgicos en bandejas expuestas que esterilizaba con fuego, al haberse quedado sin alcohol. Y aun así continuaba, porque lo contrario no es una opción.

Y en medio de este sufrimiento, me encontré con una niña de 10 años. Desnutrida pero sonriente ante la doctora Raija, encantada de verla de nuevo. Le pregunté por el colegio y sobre lo que quería hacer cuando creciera. Me miró con unos enormes ojos marrones llenos de esperanza y dijo: “Quiero trabajar contigo”.

Revoloteó por la clínica hasta que el último paciente fue examinado, y mientras subíamos por las escaleras fuera de la clínica, que estaba en un sótano, me cogió de la mano y la agarró con fuerza. De vuelta, mientras recorríamos las calles, desapareció con su madre en la oscuridad. Rezo por volver a verla en una Madaya que volverá a estar de nuevo, algún día, a abrir sus puertas.

 

Mirna Yacoub, representante adjunta de UNICEF  en Siria

Un mal sueño

Por José Luis Hitos Ortiz.
Delegado de la Unidad de Comunicación en Emergencias (UCE) de @CRE_Emergencias en Grecia.

La mujer que tiene a la izquierda de la imagen enseña Lengua en la Universidad. El hombre que la acompaña, su marido, está al frente de una empresa que da empleo a más de 30 personas. Tienen tres hijos y, como se puede intuir en la foto, un cuarto está en camino. Se puede decir –ellos lo afirman sin rubor- que la vida les sonríe.

En presente, sí. Les sonríe. Porque el escenario desde el que responden a esta entrevista, y todo lo que han padecido desde que comenzaron su huida de la muerte que los acechaba en su país detrás de cualquier esquina, forma parte de un mal sueño. Una pesadilla de la que, desgraciadamente, no logran despertarse.

La única pega que tiene su “envidiable” existencia es que ella no se llama Hanna Muller, Julie Clement ni María Domínguez; y él no responde al nombre de Markus Van Garde, Jonas Pedersen ni Renato Andreolli. En sus pasaportes se puede leer: Hanan Halawa y Yousef Hanash, nacidos hace 38 y 42 años respectivamente en Idlib, localidad cerca de Alepo, una de las zonas de Siria más castigadas por la cruenta guerra que desde 2013 está devastando el país de los Omeyas.

Caprichos del “destino”, ese pequeño lunar en su expediente vital es el que hoy los tiene sumidos en este mal sueño, en Ritsona, en un campo de refugiados al norte de Atenas, hacinados con otras 600 personas en un bosque en mitad de la nada. Un recóndito paraje donde organizaciones como Cruz Roja Española tratan de ofrecer algo de apoyo y consuelo entre tanto desconcierto y desesperación.

En cualquier caso, sus ojos delatan su incredulidad. “¡Qué no, qué no, esto no puede ser cierto!”, parecen gritar, mientras con sus palabras –potentes como el mejor gancho de izquierdas de Mike Tyson- recuerdan que su “sueño” nunca fue Europa. “Nos habría encantado seguir con la confortable y acomodada vida que teníamos en nuestro país; si salimos de allí, fue únicamente para salvar la vida de nuestros hijos”.

 Hartos de “pasar el tiempo solo viendo cómo las bombas y los misiles caían sobre nosotros”, decidieron abandonar su ciudad e iniciar la búsqueda de un lugar seguro. Una odisea que los tuvo tres años moviéndose por distintos puntos de Siria, antes de salir hacia Turquía, jugarse la vida en el mar –previo pago al traficante de turno- para alcanzar la isla griega de Chios y, desde allí, llegar a Atenas y a este campamento donde comparten letrina y baño con cientos de personas como ellas.

Personas inmersas desde hace meses, años en la mayoría de los casos, en un sueño macabro del que, pese a todo, confían despertar pronto.

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  • Foto de Ovidio Vega.

“Papá, no quiero morir en el mar”

José Luis Hitos. Delegado de la Unidad de Comunicación en Emergencias UCE
de Cruz Roja Española. Grecia.

 

Cuando la mayor de sus tres hijas –Fatma, de tan solo siete años- le imploró “Papá, no quiero morir en el mar”, Abdul lo tuvo claro: no arriesgaría la vida de sus tres retoños y de su mujer, ya embarazada de un cuarto, en esa embarcación improvisada con la que el mafioso de turno prometía conducirlos hasta la isla de Lesbos.

AbdulNo al menos aquel día. Porque antes o después habría que intentarlo. Después de tanto esfuerzo, tanto sufrimiento, tantos kilómetros recorridos huyendo de la guerra y en busca de un lugar seguro donde empezar de nuevo, no iban a rendirse fácilmente. Cuando se presentó -previo pago de 4.000 dólares- la siguiente oportunidad, no lo dudó: era el momento.

Y lo consiguieron. Sí, llegaron a esa isla griega protagonista en los últimos meses, a su pesar, de tantas imágenes de sueños rotos y vidas truncadas luchando por alcanzar sus orillas. Abdul y su familia tuvieron suerte, no solo llegaron sanos y salvos a Lesbos sino que, además, dos semanas después pudieron coger un barco hacia Atenas. Noruega, el destino final de su travesía, estaba un poco más cerca.

O eso creían ellos. Porque nada más llegar al puerto, la policía griega los hizo subir a un autobús que los trajo hasta donde ahora se encuentran, Rytsona, uno más de la miríada de campamentos de refugiados que hay repartidos por el país heleno. Un lugar en mitad de la nada, en pleno bosque, donde una población que fluctúa entre las 600 y las 900 personas –gran parte de ellas, menores- se hacina desde hace ya más de un mes en precarias tiendas de campaña.

Este sitio es para animales, no para personas. Hay muchos mosquitos y serpientes enormes pululan a sus anchas”, lamenta este sirio nacido hace 30 años en Alepo y que hace dos, cuando una bomba arrasó con la casa que acababa de construirse con los ahorros de sus años de trabajo en Guinea Ecuatorial, decidió que era el momento de huir, de buscar un futuro mejor, y sobre todo más seguro, para su familia.

Ese futuro que a día de hoy se encuentra en stand by en medio de un recóndito paraje del sur de Grecia desde el que, preguntado por Cruz Roja, admite resignado pero con infinita tristeza no saber qué hacer, aunque “si no abren las fronteras en Europa, no nos quedará más remedio que volvernos a nuestro país”.

A ese país devastado por la guerra del que llevan dos años intentando huir. Y la vida sigue… aunque no por igual para todos.

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Vivir en Zaatari: la vida de un refugiado sirio mayor

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Por Chris Roles, director de Age International. Coordina las relaciones con HelpAge International y Age Reino Unido y responsable del área de incidencia, fundraising y acción humanitaria.

La actual crisis de Siria ha sido considerada por Naciones Unidas como la mayor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial. De acuerdo con ACNUR, el número de refugiados que huyen del conflicto a países vecinos como Turquía, Líbano y Jordania, ha sobrepasado ya los cuatro millones. Hay, además, casi 8 millones de personas desplazadas dentro de Siria, muchas de ellas en situaciones muy difíciles y en lugares de difícil acceso.

Recientemente he visitado Jordania para ver cómo las personas mayores afrontan esta crisis. También quería ver personalmente cómo las donaciones de nuestros socios ayudan a los refugiados sirios mayores y cómo es el día a día de los trabajadores de nuestra organización y contrapartes allí, como Handicap International.

En el interior de la cuarta ciudad más grande de Jordania

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Comencé mi viaje visitando el campo de refugiados de Zaatari. Para muchos de los refugiados que han llegado a Jordania, este lugar se ha convertido en su hogar. Es un área muy grande, de gran extensión. Se ha convertido en la cuarta ciudad más grande Jordania: una ciudad de tiendas de campaña y caravanas en medio del desierto.

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“Mi historia podría ser el guión de una película”

Suar huyó del servicio militar en Siria y tomó la arriesgada ruta hacia el Kurdistán iraquí a manos de una red de traficantes de personas. Cruzó campos minados y durante el trayecto perdió sus posesiones más preciadas. Después se instaló en el campamento de Domeez, donde actualmente trabaja para Médicos Sin Fronteras (MSF) como enfermero.

Suar absconded from military service in Syria and made a run for Iraqi Kurdistan, a journey that involved people smugglers, minefields and the loss of his most precious possessions.

La situación en Daraa se estaba poniendo difícil y no me gustaba el cariz que estaban tomando las cosas. A medida que los grupos rebeldes comenzaron a multiplicarse, cada vez se iban desplegando más soldados en los puestos de control y otros efectivos militares eran enviados a las casas de quienes ellos consideraban sospechosos, rompiendo las puertas en mitad de la noche, sin importar si había o no mujeres y niños en el interior. Aquellos soldados cometían actos vergonzosos, tales como robos y saqueos, y acosaban a todo el mundo. Yo no quería formar parte de aquello. Agarré mi documento de identificación militar y, a pesar de que no tenía documentos de identidad civil, me puse de camino a Damasco.

Sentía pavor a ser detenido por un grupo rebelde en uno de los muchos puestos de control que había a lo largo del camino y de ser reconocido como un soldado. Mi única esperanza era que no me pidieran en ningún momento mis documentos. Así que tomé un autobús que estaba repleto de pasajeros y recé porque me dieran un asiento al lado del conductor. Mi deseo se hizo realidad. Los oficiales de seguridad que comprueban los documentos asumieron que yo era el ayudante del conductor y pasaron de largo.

En Damasco encontré una compañía de autobuses que se encargaba de organizar trayectos al Kurdistán sirio. Les expliqué mi situación y el gerente lo arregló todo para que viajara con otros kurdos en un autobús que iba por caminos secundarios. Estuvimos 24 horas en la carretera. Los conductores del autobús usaban teléfonos móviles para mantenerse informados entre sí acerca de los peligros que se encontraban a lo largo del camino y para sugerirse rutas alternativas. Había una especie de compartimento secreto en la cual me podría haber escondido en caso de emergencia, pero tuvimos suerte y llegamos sin incidentes.

Pocos días después de llegar al kurdistán sirio, recibí una llamada de la base militar en la que me decían que el depósito había sido forzado, las armas robadas y que algunos soldados se habían unido a los rebeldes. Esa fue la gota que colmó el vaso. No tenía interés alguno de enfrentarme a la inevitable investigación, así que decidí tomar el riesgo y escapar de nuevo.

Un tipo que conocí me puso en contacto con unos traficantes de personas. El día en que iba a salir, hubo un incidente y de repente se incrementaron los controles de seguridad en ambos lados de la frontera. Me escondí junto a otras seis personas en una casa durante días, esperando que la situación se calmara. En lo que concierne a todas las partes enfrentadas, nosotros éramos combatientes en edad de servicio evadiendo nuestro deber. Desertores.

De repente un día, nos dijeron que nos íbamos. Primero fuimos a un pueblo y luego a otro. Pagamos el equivalente a 500 dólares y fuimos escoltados a través de tres puestos de control. Luego nos pidieron que caminásemos el último kilómetro y medio solos en la oscuridad. Comenzamos a andar y al poco tiempo fuimos descubiertos por tres hombres armados que iban en moto. Nos dijeron que nos detuviéramos y luego comenzaron a disparar. Me tiré al suelo, como me habían enseñado en el ejército, y esperé. Mis amigos siguieron corriendo y casi los mataron. Cuando los disparos terminaron, me puse de pie y eché a correr, pero olvidé recoger el bolso en donde tenía todas mis posesiones más valiosas: mis títulos de estudiante, una muda de ropa y un teléfono móvil.

Llegamos a un puesto de control iraquí. Los funcionarios nos interrogaron, tomaron nuestros datos y nos pidieron que esperásemos mientras comprobaban la información en su sede de Bagdad. Un amable oficial se acercó y nos advirtió de que corríamos el riesgo de ser deportados a Siria. Nos aconsejó que corriéramos hacia el puesto que se encontraba más adelante. Fue entonces cuando recordé mi bolso. Mi futuro dependía de los documentos que tenía en él y no podía irme sin ellos. Mi amigo se ofreció a ir a buscar el bolso y se puso en marcha hacia el lugar que habíamos dejado atrás. De repente, alguien nos alertó de que tuviéramos cuidado, que aquel campo por el que habíamos pasado poco antes era un campo minado. Ahí fue cuando me di cuenta de lo cerca que habíamos estado de la muerte. Tuvimos que llamar al amable oficial nuevamente, que aparentemente sabía dónde estaban las minas, para que nos dijera cómo podíamos recuperar mis pertenencias. Nos pidió que de momento fuéramos al registro y nos dijo que ellos ya lo arreglarían.

Comenzamos el proceso de registro y por fin alguien contactó con otra persona para que fuera a rescatar el bolso; estaba claro que el precio a pagar sería alto. Tuve que negociar duro, pero al final obtuve de vuelta mis valiosas y escasas pertenencias.

Poco más tarde, estaba por fin en el Kurdistán iraquí. Mi ropa estaba hecha harapos y los cortes y las heridas que había sufrido tardaron dos meses en sanar, pero estaba a salvo y vivo.

Cuando llegué por primera vez al campamento de Domeez, había menos de 100 tiendas de campaña. Para entonces mi familia también se había reunido conmigo y Domeez era el lugar lógico para solicitar la condición de refugiado. Empecé a preguntar por trabajo y, por casualidad, tres semanas más tarde, me encontré con un miembro del equipo internacional de MSF que hablaba árabe. Llevé mis documentos a la entrevista y me contrató en el acto gracias a mi formación médica.

Aún así, mis padres no estaban contentos conmigo. Continuaron molestándome para que me casara. En el pasado, siempre me había negado a hacerlo a causa de mis estudios. Y en aquel momento, estaba ocupado con el trabajo y en comenzar una nueva vida. No quería pensar en tener una esposa. Sin embargo, mis padres fueron implacables. Poco después de recibir mi última negativa, mi padre me anunció que me habían comprometido oficialmente con la hija de nuestros vecinos. Increíblemente, por raro que parezca, ahora puedo decir que aquello fue lo mejor que me ha pasado en la vida.

Suar absconded from military service in Syria and made a run for Iraqi Kurdistan, a journey that involved people smugglers, minefields and the loss of his most precious possessions.

Tenemos una niña y nos hemos mudado a nuestra propia tienda. La vida en el campo no siempre es fácil; hay cortes de energía seis horas al día y una gran cantidad de polvo. De todas maneras, estoy feliz porque tenemos trabajo dentro y fuera del campamento; tenemos dignidad.

Estoy agradecido por todo lo que me ha pasado, pero sobre todo, estoy agradecido porque me casé con una mujer buena y porque tengo un gran trabajo con el que ayudo a la gente.

Sin embargo, no todo iba a ser felicidad en esta historia; la vida del refugiado no siempre es fácil.

Mi hija Helma, que ahora tiene ocho meses, tiene problemas de salud. Soy enfermero especialista en reanimación, así que sé bien cuando las cosas van mal. La niña lleva varias semanas con convulsiones, pero no está claro por qué y ninguno de los tratamientos que le hemos dado ha funcionado. Como padre y enfermero que soy, siento que tengo que darle la mejor atención médica que haya. Esté donde esté.

Si tuviera pasaporte, saldría inmediatamente y la llevaría al mejor hospital de Alemania, donde sé que mi hija recibiría el tratamiento adecuado. Pero soy un refugiado, sin pasaporte. Estoy atrapado y no puedo ir a ninguna parte. Mi esposa tampoco tiene pasaporte -de hecho, al igual que muchos sirios kurdos, no tiene ni siquiera un documento de identificación sirio.

No quiero viajar ilegalmente con mi hija; sería demasiado peligroso para una niña que está tan enferma. Yo mismo lo he hecho y sé lo peligroso que puede ser cruzar las fronteras de forma ilegal. La única forma posible de salir de aquí es hacer una petición formal a través de la ONU para que mi hija reciba un tratamiento médico en el extranjero, pero se necesita tiempo y hay muchos otros refugiados en la misma situación que nosotros. Y lo cierto es que no sé si mi hija dispone de ese tiempo. La vida del refugiado no es ni mucho menos sencilla.

Los nombres han sido modificados.

«Vivir huyendo se convirtió en nuestro día a día»

Arfa de 30 años, "vivir huyendo se ha convertido en nuestro día a día”

Arfa de 30 años, «vivir huyendo se ha convertido en nuestro día a día”

Sara Creta, periodista de Médicos Sin Fronteras (MSF).

Dejó Afganistán hace 4 meses junto a su marido y sus hijos porque ya no podían seguir viviendo allí. Los talibanes amenazaban a su marido constantemente por no respetar la voluntad del mullah y él estaba seguro de que un día acabarían por asesinarle. Por eso decidieron irse a Irán.

En Irán tampoco les acogieron bien. Arfa me decía que no paraban de hostigarles y de molestarles, así que, tras 5 días, emprendieron de nuevo la ruta y se dirigieron hacia Turquía.

En Turquía les obligaban a trabajar 12 horas al día si recibir apenas nada a cambio. Incluso ella, que por aquel entonces estaba embarazada de 9 meses, tenía que trabajar en las mismas condiciones lamentables que todos los demás. Apenas 10 días después de dar a luz, Arfa y su familia decidieron que había llegado el momento de intentar cruzar el Egeo. Como miles de personas más, se subieron a bordo de una lancha neumática atestada de gente y se lanzaron al mar. Eran conscientes de que podrían haber corrido la misma suerte que las 3.000 personas que murieron el año pasado haciendo ese mismo trayecto, pero afortunadamente los guardacostas griegos les rescataron y les salvaron la vida.

Después de embarcar en un ferry desde las islas griegas hasta Atenas, se pusieron en marcha hacia Macedonia. Pasaron sin demasiados problemas; por aquel entonces, los afganos sirios e iraquíes todavía estaban bien vistos en Europa y las autoridades les permitían cruzar las fronteras.

Después llegaron a Serbia, y una vez allí, se dirigieron a la frontera con Croacia. En aquella nueva frontera les informaron de que debían volver a Serbia. Se quedaron esperando a la intemperie en tierra de nadie durante un día y medio, pero nadie les informó de la situación legal en la que estaban ni de cuáles eran los motivos por los que no podían pasar.

En Serbia les dicen que vuelvan a Macedonia para que les expidan un nuevo permiso, pero Arfa y su familia no quieren regresar ni confían en que les vayan a dar ese permiso. En la frontera con Croacia, los funcionarios les dicen lo mismo: «o nos traes un visado sellado por Serbia o no podrás entrar en Croacia».

Arfa tiene niños, ha pasado mucho frío y se queja de que la policía croata no les ha ayudado en nada.  Es más, les culparon de su situación y les preguntaron que por qué no se habían quedado en su casa. El caso es que llevan tres meses esperando y no saben si podrán pasar en algún momento.

Me dice que han llorado mucho, que lo han pasado mal. Ahora llevan dos semanas en el campo de Sid, cerca de la frontera de Serbia con Croacia, donde han sido atendidos por Médicos Sin Fronteras. Cuando la conocí, no paraba de preguntarme si sabía por qué estaban cerradas las fronteras y si podía decirle qué podían hacer una vez llegados a ese punto. Me hubiera gustado poder ayudarle, pero lo cierto es que no tengo respuestas para esas preguntas.

Lo que más me marcó de Arfa fue la frase con la que se despidió de mí: «Si quieren que volvamos hasta Afganistán es mejor que nos maten. No tenemos nada, lo hemos perdido todo».

Crisis de Siria: un muro de esperanza protege a una escuela de los francotiradores

Por Basma Ourfali, UNICEF Siria.

En una de las ciudades más peligrosas del mundo, los niños de Siria que viven en Alepo están decididos a continuar con su educación pese a los riesgos que les rodean. El vecindario conocido como 1070, en oeste de Alepo, es el hogar de miles de familias desplazadas a causa del largo conflicto que se vive en Siria. Las escuelas se esfuerzan por acomodar a los niños desplazados.

La escuela local de niñas es la única de enseñanza media en el vecindario, y la mayoría de alumnos proceden de familias desplazadas. UNICEF ha instalado aulas prefabricadas para aumentar el espacio y proporcionar un entorno de aprendizaje mejor para los 670 estudiantes.

La representante de UNICEF en Siria, Hanaa Singer, visitó la escuela en febrero y estuvo con los profesores y alumnos. Ahlam, de 16 años, habló con Singer del miedo que tienen a los francotiradores de los edificios cercanos. “No podemos estar fuera de las aulas. El patio está expuesto a los francotiradores. Pasamos todos los recreos dentro”.

UNICEF reaccionó rápidamente y trabajó con la escuela para construir un muro protector de acero que impida la visión desde los edificios próximos.

Crisis de Siria: un muro de esperanza protege a una escuela de los francotiradores

Las alumnas pintaron el muro levantado para proteger a la escuela de los francotiradores/ ©UNICEF

“Escuchaba a las niñas hablarme del francotirador cercano y no me lo podía creer”, dice Hanaa Singer. “Me sentí muy inspirada por ellas y su pasión por la educación. A pesar de ese peligro amenazador diario, a pesar de todas las dificultades que han afrontado con sus familias al verse desplazadas por la guerra, no dejan de perseguir su sueño de tener una educación. Una vez más me sentí abrumada por la resistencia de los niños de Siria”.

Los alumnos pudieron moverse libremente por el patio de la escuela cuando se levantó la pared. Al ver que era marrón, Ahlam tuvo una idea. “¿Por qué no la pintamos? Así parece muy aburrida”. Así que con una amiga hizo unos diseños y empezaron a trabajar.

“Estuve pintando todo el día, pero no me cansé nada. Cambió la escuela”, dice entre risas.

UNICEF apoya la educación de los niños de Siria de varias maneras. En 2015 ayudó a rehabilitar 327 colegios, y proporcionó aulas prefabricadas para 20.000 niños, especialmente para integrar a los niños desplazados en las escuelas de las comunidades de acogida. Con “Curriculum B” (una versión condensada de los libros de texto para acelerar el aprendizaje), UNICEF ayuda a los alumnos a recuperar su nivel, que pierden cuando huyen de la violencia o sus escuelas se ven obligadas a cerrar. Y los programas de auto aprendizaje ayudan a los 2 millones de niños que están fuera de la escuela a seguir aprendiendo y preparando sus exámenes en casa o en su comunidad, cuando no pueden ir al colegio debido al conflicto.

Los ataques contra estudiantes y escuelas deben parar. Por ahora, este muro es un pequeño paso para que la escuela sea más segura para 670 niñas. Las escuelas deben ser un lugar seguro para los niños, un lugar seguro en el que aprender”, afirma Singer.

Mis amigas y yo sabemos que si no vamos al colegio no tendremos un futuro”, le aseguró Ahlam a Hanaa Singer.