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Archivo de la categoría ‘República Democrática del Congo’

Memorias del RUSK. Parte III: la cresta de los desplazados.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

 

Equipos de MSF prestan asistencia a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Equipos de MSF prestan asistencia a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

 

Tras acabar la vacunación, en una clínica móvil del proyecto regular de Kalonge, me voy a supervisar la reanudación de actividades de un centro de salud para desplazados. Todo se desarrolla sin sobresaltos, una delicia. Salvo el hecho de darme cuenta durante las largas marchas a través de las montañas que definitivamente el tabaco y la cerveza me han dejado el cuerpo magullado, inservible y con un gran lastre de equipaje superfluo: a este paso, en vez de descender las lomas hiriéndome los tobillos y las rodillas, las bajaré rodando.

Febrero: lo pasamos trabajando el músculo del cerebro, el poco que tengo: discutimos y estudiamos estrategia de emergencias con una experta de la casa. Un maldito placer trabajar a su lado, además de un verdadero honor. Jamás me impregné tanto de conocimiento útil de emergencias como en febrero. Una Mutzig a tu salud, jefa.

Entretanto la acción no se remansa: ese mismo mes de febrero comienza nuestra ronda de intervenciones «aero-transportadas», misiones de exploración e intervención inmediata, concebidas para durar pocos días y tener un gran impacto en la salud de la población a la que quieres asistir.

En este caso, la alerta es de desnutrición, y la población, unos 15.000 desplazados de una etnia perseguida sanguinariamente por otra (con causa, en los Kivus nadie es inocente).

Los desplazados (combatientes, civiles y familiares), se han refugiado en la cresta de una cordillera a la que sólo se puede acceder, de forma segura, por helicóptero.

Lanzamos dos misiones “heliportadas” del RUSK para evaluar la auténtica gravedad de la alerta, transportar un par de toneladas de alimento terapéutico para los niños desnutridos que podamos encontrar entre la lluvia y el frío, y hacer el seguimiento del impacto de nuestra acción.

Marzo: me llaman de otro de los proyectos regulares del Kivu Sur, Shabunda. En esta ocasión se trata de comandar la misión de re-evaluación de la seguridad en el eje sur tras las últimas deflagraciones del conflicto Raïa Mutomboki – FARDC (Fuerzas Armadas de RDC).

Debemos atravesar las incorpóreas líneas del frente y re-aprovisionar los centros de salud del citado eje sur, cerrado a causa del comercio de ráfagas y tiros, y del tragicómico extravío de una granada en algún charco del camino, durante la época de lluvias, culpa de algún soldado borracho. Jamás se la encontró, a la granada. Del soldado, primo de Gila, tampoco se volvió a saber, quizá lo suicidaron.

No obstante, esta vez, comparada con la aventurita de la evacuación de heridos en enero, la misión no fue sino un lindo paseo por el parque.

(Continuará)

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Memorias del RUSK. Parte II: truenos de pólvora y fuego.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

En esta misma cartografía de la violencia, Primero de Año entraría dentro de una antonomasia más truculenta: el contexto de Bunyakiri, convulso y enloquecido como un jabalí herido, jamás nos permitiría completar la vacunación sin mostrarnos, bufando, el hocico y sus colmillos.

El 31 de diciembre intercambiaron truenos de pólvora y fuego los Raïa Mutomboki (en swahili significa “la población en cólera[1]) contra las FARDC (Fuerzas Armadas de la RDC). El RUSK, inmersos en nuestra campaña, presenciamos cómo un joven llegaba al hospital ese mismo 31 de diciembre por la tarde, y descendía de la motocicleta que lo trasladaba, herido de plomo, exánime y sin esperanza. Tendido en el suelo, ya casi sin hálito, el chaval moría de bala poco a poco a la puerta del hospital, decantándosele la vida a chorros por el costado, mientras un coro de matriarcas dolientes le amortajaban con sus ropas ensangrentadas hasta cubrir su rostro exangüe.

Equipos de MSF prestan asistencia a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Equipos de MSF prestan asistencia a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Esa misma tarde, comenzaron a llegar noticias inquietantes de varios otros heridos. Se desconocía localización, gravedad y número. Tras entablar contactos de seguridad con los jefes consuetudinarios y comandantes de FARDC y Raïa, a través de los que acordamos con ambas partes los términos de respeto a la neutralidad del “convoy humanitario” y de evacuación de los más graves cualquiera que fuera su afiliación, uniforme o etnia, el RUSK nos preparamos a intervenir… por algo somos el equipo de emergencias.

El corredor humanitario se abrió el 2 de enero a las 7 de la mañana, único momento de serenidad y calma de todo el día… Al cabo de media hora y durante todo el resto de la jornada, la misión de evacuación de heridos transcurrió en unas circunstancias tan extremas de tensión entre las dos partes del conflicto, que si bien el corredor humanitario (las luces de intermitencia parpadeando constantemente durante nuestra singladura en cada flanco de los 4×4) y nuestra integridad fueron respetados (sin perjuicio de ser en ocasiones bienvenidos con algunas amenazas, gajes del oficio), la neutralidad del convoy no lo fue tanto. Por ninguna de las partes, soldados regulares y milicias anárquicas.

De haber recogido a determinados heridos (de uno y otro lado, todo dependía del protectorado o pedazo de tierra de nadie en la que nos halláramos), hubieran con toda certeza sido ejecutados en el camino, sin vacilar, a manos de la miríada de grupúsculos incontrolados, sea turbas violentas, sea soldados exaltados, que, armados con machetes, ametralladoras y fusiles de caza, nos detenían incesantemente en el curso de la ruta para inspeccionar la identidad de nuestros pacientes.

Logramos nuestro objetivo a pesar de sentirnos en ocasiones protagonistas de escenografías propias de sórdidas películas basadas en las macabras historias del África reciente, imágenes todas que torturan el imaginario colectivo. Afortunadamente, pudimos llegar al hospital con los heridos, y salir airosos para contarla.

(Continuará)

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[1] Un movimiento popular nacido para proteger a la comunidad autóctona congoleña contra las acciones y venganzas de los FDLR, los antiguos hutus de las milicias Interahamwe, en vista de que las Fuerzas Armadas Congolesas (FARDC) se veían incapaces de hacerlo por sí mismas. Los Raïa Mutomboki visten grisgris y talismanes, se dicen poseedores de una poción mágica que les confiere resistencia anti-balas, y desde hace unos meses han trocado los machetes y las lanzas por rifles de caza y metralletas automáticas. Son los jóvenes airados del Congo, que hartos de ser víctimas, tomaron la determinación de tomarse la justicia por su mano.

Memorias del RUSK. Parte I: golpes al hígado.

Por J. Mas Campos, coordinador de emergencias de MSF en Kivu Sur, República Democrática del Congo

Hace mucho tiempo que no daba señales de vida, desde el brote de ébola. Disculpen, fueron tiempos azorados, frenéticos, preñados de aprendizaje, rabia y coraje. O eso, o que el trabajo me volvió algo introvertido.

Tómense estos posts como repaso y despedida. He pasado los últimos 10 meses embarcándome en toda clase de emergencias en la República Democrática del Congo, más concretamente en la provincia de Kivu Sur. Las siglas del equipo son RUSK, Réponse d’Urgence Sud Kivu, una reducida unidad de respuesta rápida formada por expatriados y congoleños bien avenidos, que viaja ligera, trabaja rápido y se acompasa armoniosa como un acordeón (insha’allah) en los momentos de trabajo de mayor sobrecarga.

Estos 10 meses requieren, de la parte de un amnésico como yo, una cronología de efemérides que pretenda ser mi particular cuaderno de bitácora para no perder memoria de cuanto acaeció en este interregno. Intentémoslo, pero ya les aviso que será largo y vendrá por partes:

Septiembre de 2012. Hace calor y fumo demasiado. La encomienda de las emergencias debuta a lo grande con una de las más terribles fiebres que existen en el mundo, las hemorrágicas del Ébola en Isiro, Provincia Oriental de Congo. Si lo recuerdan, ya desacralicé su aura demoníaca en otra historia “novelada”.

Equipos de MSF durante una intervención de emergencia para atender a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Equipos de MSF durante una intervención de emergencia para atender a desplazados en Kalonge, Kivu Sur, en julio de 2012 (© Juan Carlos Tomasi).

Octubre, sudor y entrenamiento: aterrizo en el RUSK y comienzo un aprendizaje exhaustivo para prepararme como emergencista. Como peso pluma que soy en esto, encajo los primeros golpes en el hígado al enfrentar las turbulencias propias de cada comienzo: los puentes se quiebran a nuestro paso, las carreteras se hunden… qué diablos, nadie dijo que fuera a ser fácil. Pero apretamos los dientes y nos decimos, como en el poema de Kipling: músculos, ¡resistid!

En noviembre repican marciales las marchas bélicas en la lejanía: estamos al quite en todo el feo embrollo del grupo insurrecto M–23, cuando la ciudad de Goma cae ante sus legiones en poco más de tres días. Al sentarse los grandes generales a negociar, finalmente la guerra no llega a desatarse. El equipo médico del RUSK colabora en la “re-apertura” del proyecto de Minova tras su evacuación. Aliviados por la incruencia y la benignidad del desenlace (si bien, momentáneo), deponemos los escudos, pero proseguimos la guardia.

Diciembre y enero nos deparan la oportunidad de emprender una acción preventiva contra una epidemia de sarampión que ya había contagiado a más de 700 niños en una inestable y volátil zona del Kivu Sur, Bunyakiri. Luego de asegurarnos de que a los niños ya enfermos se les dispensa el tratamiento adecuado, durante 6 semanas recorremos largas distancias en coche, en motocicleta y a puro pie por parajes de selva, montañas y barro.

Tenemos la inmensa buenaventura de conocer paisajes de una exuberancia y belleza tales, que a veces me pregunto quién es el verdadero beneficiario de este trabajo: son increíbles los hallazgos que, sin buscarlos, puedes encontrarte… los hay que pagarían fortunas con tal de presenciar tales portentos.

Al cabo de las Navidades, y a pesar de las vacaciones y sus colegios cerrados, en contra de las grandes distancias que las madres y los niños deben recorrer para acceder a los sitios de vacunación de MSF, pese a la lluvia torrencial o al calor tempestuoso, y, sobre todo, a despecho de la violencia y las armas que dejan pendiendo de un hilo el devenir cotidiano de la existencia en este selvático rincón, exuberante de vegetación y ríos, azotado cíclicamente por violencias y masacres, hemos vacunado a más de 65.000 niños, acabando afortunadamente con la epidemia.

(Continuará)

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Maldita sea, al Ébola se le puede vencer

Por J. Mas Campos, coordinador de Emergencias de Médicos Sin Fronteras en Kivu Sur, República Democrática del Congo*

13:00 horas, escala en Bunia, salto a un Grand Caravan de doce pasajeros cuyo piloto es un mzungu[1] que habla kiswahili porque se crió en las afueras de Bukavu. No sé por qué recuerdo al escritor John Maxwell Coetzee, a los afrikaners, a Sudáfrica, si nunca estuve allí.

Tras dos semanas de Ébola, viajo a París a un curso de formación de emergencias, el más reputado de cuantos MSF Épicentre imparte: epidemiología, desnutrición, campañas de vacunación, cólera, etcétera. Creo que esto de las emergencias va a insuflarme nuevo coraje y agallas: realmente es ahí donde el trabajo de Médicos Sin Fronteras marca más la diferencia.

Antes de tomar las avionetas para salir de la Provincia Oriental, coordino la última reunión de la mañana y entrego mis particulares armas (el móvil y el ordenador, la pistola y la placa) a un veterano que aterriza para reemplazarme. Cierro con una despedida sincera (“ha sido un honor trabajar codo con codo con vosotros”) y una concesión a la galería, un chascarrillo popularizado aquí entre los nacidos en los 70: al estilo del capitán Furillo de Canción triste de Hill Street, a cuya voz mis compañeros asemejan la mía, termino con un “tengan cuidado ahí fuera”. Carcajadas entre los españoles que compartimos el universo de fetiches y referencias; los congoleños no entienden nada, pero nos citamos en los Kivus. Nos decimos adiós calurosamente sin tocarnos. Me regalan un sombrero en cuero de cowboy. Ahora sí que voy a ser todo un pintas.

La avioneta cabecea zarandeada entre las nubes por una súbita tormenta. Los cielos se han entenebrecido de repente y las lluvias se arremolinan alrededor de la nave azotando los cristales de la cabina con virulencia. La pareja de ancianos africanos que viaja a mis espaldas debe pensar que este mzungu está loco…y es que me he echado el sombrero sobre los ojos e intento proseguir mi cabezada.

Si no manifiesto síntomas (fiebre, vómitos, diarrea, etcétera) en los próximos 21 días, confirmaremos que no habré caído enfermo de Ébola. No hay necesidad de cuarentenas, cada vez sabemos más del enemigo, pero en el pasado, cuando existía el miedo a causa de su absoluto misterio, había muchas más cautelas. Miro por la ventanilla: bajo el mar embravecido de la borrasca, la luz del día se refleja en el horizonte al rebotar el resplandor solar contra la cúpula celeste. Tengo ganas de fumar, de echar una cerveza.

Este mes de septiembre he aprendido varias cosas sobre el Ébola, pero sólo una fundamental: se le puede vencer. Al Ébola se le puede vencer. He visto a un hombre de 78 años, un hombre que había perdido a la mitad de su familia por la malaventura de estas fiebres hemorrágicas, sobrevivir a la incubación y contagio: Papá Gaga, un pastor de una iglesia que se quejaba en la guardia de confirmados de “dolor de articulaciones”. También he presenciado en cambio cómo una joven de 19 años perecía de Ébola en la cama de al lado.

Es paradójico que salga de esta experiencia esperanzado. Pero es cierto: la supervivencia, la propia existencia, depende de uno, de tu sistema inmune, de la resistencia que plantes. Esa convicción me persuade nuevamente y me concilia con nuestra naturaleza valiente y cobarde. El destino es mitad carácter; la otra mitad, llamémosle hado, fortuna o azar, propone embustera el combate. Lo peor de este virus es que puede acabar con familias enteras, porque la transmisión es más fácil cuanto más estrecho sea el contacto entre humanos.

Triste, real, metafóricamente angustiosa, la vil manera en la que el Ébola se prevale de quienes más te quieren para matarte. El último ‘sms’ antes de embarcar me informó de que tenemos cuatro positivos confirmados. Y yo me tengo que marchar. Pero me resisto, me revuelvo en el asiento tras el copiloto dentro de la cabina de la avioneta, que sigue surcando la tormenta, forcejeo en el aire con esos fantasmas personales, y sentencio: al Ébola se le puede vencer. Sonrío.

A París desde RDC me va a llevar dos días llegar. A veces este trabajo se entrevera en estos contrastes tan brutales: de la interdicción del contacto humano, la angustia asfixiante de la escafandra y el olor a cloro constante, a pasear por los empedrados de París por primera vez en 15 años.

Si alguien conoce bien la ciudad, por favor, sea tan amable de recomendarme un cálido restaurante donde no sirvan mal vino y las viandas no me cuesten un riñón. Claro que quién va a querer un riñón de un posible contacto de Ébola… Qué diablos, suerte tendré si en el curso de formación me dan la mano… (humor negro de emergencias, muy común, ya sé, me estoy tarando).

Voy a Europa en bancarrota, casi sin un céntimo, y en las últimas. Las tarjetas y el teléfono las despaché en valija urgente hacia Bukavu cuando, en el tránsito hacia la misión del Ébola, hice escala en Goma. Así que solamente traigo la envejecida ropa de terreno, algunas camisas arrugadas y una barba de varios días. Y un sombrero en cuero de cowboy.

La tormentita amaina y el sol escarda la lana de las nubes. Joder, sólo quería escribir cinco frases, y me embalo y acabo como siempre… Maldita sea, el condenado pendientito de Hauts-Plateaux me sigue mortificando como el primer día y no me deja dormir de este lado. Me incorporo, olfateo al piloto y al frente veo Entebbe, el aeropuerto de Kampala, Uganda. Aquí me quedé encallado hace un par de años por un tema de visado cuando debía volver a Dolo Ado (Etiopía).

Recuerdo que el pequeño hostal donde nos alojamos en aquella ocasión tenía algunas vistas nocturnas fabulosas de las colinas de Kampala. Como las luces que se contemplan desde ese restaurante italiano abierto a la bahía de colinas de Kigali. Esa va a ser la prioridad principal del día: tomar una cerveza de noche delante de un bonito panorama.

Ah… y encontrar una lavadora.

15 horas. Kampala.

Por la noche, escribo un correo a Barcelona proponiéndome de nuevo, a mi regreso de París, para continuar coordinando la emergencia del Ébola en caso de que no encuentren a nadie.

 

 * Pepe es, desde el pasado mes de julio, responsable del RUSK, equipo de “Réponse d’Urgence Sud Kivu” (Equipo de Respuesta de Emergencia en Kivu Sur), en República Democrática del Congo. Puedes leer también su primer post desde RDC, «Los demonios de mi personal bestiario».

 Foto: Médicos de MSF se preparan para trata a pacientes con ébola en RDCongo, septiembre de 2012 (© Teresa Sancristóval/MSF).


[1] Término en África meridional, central y oriental para una persona de origen extranjero. Traducido literalmente, significa «alguien que deambula sin rumbo fijo» o «vagabundo sin rumbo».

Los demonios de mi personal bestiario

Por J. Mas Campos, coordinador de Emergencias de Médicos Sin Fronteras en Kivu Sur, República Democrática del Congo*

Jueves, 11:00 horas. Vuelo en una minúscula avioneta de hélices de cuatro pasajeros (más pequeña aún que aquella de la que salté en paracaídas), dibujando el trayecto Isiro–Bunia, en la Provincia Oriental de la República Democrática del Congo (RDC). Una sabana verde y frondosa, como musgo bullente de vida, se extiende bajo nuestra ruta. Me acuerdo de El paciente inglés, pero ni aquí hay desierto ni yo soy muy paciente. Saco una libreta de hojas rayadas. Me prometo escribir poco.

Hace dos semanas regresé a RDC previo briefing** en Barcelona. Al vuelo me agarran no bien entro en la sede y me despachan a la emergencia de Ébola de la Provincia Oriental, ubicada fuera de mi hábitat natural: los Kivus, las armas. “Ve a formarte, chaval, que los ébolas van a abundar los próximos años y nos tenemos que experimentar”, me dicen los jefes.

El Ébola, tantas veces llevado a la gran pantalla, es una fiebre hemorrágica vírica que mata a entre el 30 y el 90% de los que la contraen. La tragedia: se desconoce todavía el reservorio original (¿monos? ¿murciélagos?), pero el mal se contagia por contacto entre humanos, en concreto a través de los fluidos corporales. En estas misiones está prohibido tocarse y hay que lavarse las manos con agua clorada de distintas soluciones docenas de veces al día: así se crea un estado de alerta que ayuda a establecer medidas higiénicas y de control básicas.

Es igualmente por eso por lo que hay que vestirse de cosmonauta en la antecámara del pabellón de tratamiento, y a la salida te pulverizan sistemáticamente antes de asegurarse de que estés “desinfectado”. Por eso llevamos doble guante, doble capa, por el acaso de si alguna se rajara y fatalmente hiciera contacto piel a piel con los pacientes. Miento a mi familia diciéndole que vuelvo a los Kivus para que no tengan miedo.

Paso varios días profesionalmente jodido, cuestionándome y sintiéndome completamente imbécil, inútil, sin sentido. El último día y medio en cambio es adrenalínico y me recobra de nuevo para la batalla: me percato de que sin querer he aprendido tanto que he encontrado cosas fascinantes. Creo que he vuelto a enamorarme de este trabajo.

Pero me pasa lo mismo que me ocurre siempre: marché de Etiopía antes de que explotase la emergencia de desplazados de Somalia, de Yemen cuando los houthis amenazaban con sus invasiones bárbaras, de Hauts Plateaux (RDC), lugar en el que había muchos casos de violencia sexual, cuando se suspendían temporalmente las clínicas móviles, y ahora me voy del Ébola justo cuando se han confirmado nuevos casos y la epidemia aún está lejos de extinguirse…

Cómo jode marcharse cuando las cosas se ponen  feas. Disculpen, ya saben, los demonios de mi personal bestiario.

(Continuará)

 

 * Pepe es, desde el pasado mes de julio, responsable del RUSK, equipo de “Réponse d’Urgence Sud Kivu” (Equipo de Respuesta de Emergencia en Kivu Sur), en República Democrática del Congo.

** Sesión informativa en la que el personal de MSF recibe información previa a su salida a terreno sobre contexto, funciones y el proyecto

 Foto: El equipo de emergencias de MSF en Uganda se prepara para entrar en la zona de aislamiento de pacientes de ébola en el hospital de Kagadi en la reciente epidemia de la fiebre hemorrágica (julio de 2012. © Agus Morales).

La remota Bibwe

 Por Angeline Wee (médico de MSF en Kitchanga, República Democrática del Congo)

Una de las áreas en las que trabajamos cuando estamos en la montaña congoleña es una aldea llamada Bibwe. Es remota. Apenas hay vehículos que lleguen hasta allí y hay una densa vegetación a ambos lados de la carretera. Somos la única ONG que trabaja en la zona. Otra organización no gubernamental ha rehabilitado la carretera justo hasta Bibwe. Es fascinante ver donde termina la carretera y comienza el bosque.

Durante el último año, nuestro equipo había estado haciendo semanalmente clínicas móviles en Bibwe. En marzo, después de intensos trabajos de reparación y construcción, finalmente se estableció un centro de salud permanente que ofrecía un paquete básico de atención primaria de salud, atendida por enfermeras del Ministerio de Salud.

Poco después, comenzaron los enfrentamientos entre los diferentes grupos armados. Cientos de familias abandonaron Bibwe para  ir a aldeas más seguras y el pueblo fue saqueado. Nuestro personal también se vio obligado a evacuar por seguridad. El centro de salud fue saqueado dos veces… medicamentos y muebles robados… el sistema de agua y saneamiento destrozado… Los asaltantes rompieron el hormigón que cubre los depósitos de desechos pensando había dinero escondido, destrozaron el depósito de agua con machetes, rompieron las letrinas, robaron los techados de plástico…

Al final pudimos volver a Bibwe en mayo. Fue un comienzo muy lento ya que nuestros viajes se vieron interrumpidos a menudo por razones de seguridad y el centro de salud sólo podía funcionar como un puesto con los servicios más básicos. Fue una época frustrante para todos.

La asistencia en los partos es una parte integral del proyecto.  Sin embargo, no fuimos capaces de proporcionar este servicio durante varias semanas, ya que no contábamos con materiales adecuados. Se les pidió a las mujeres que fueran a parir a Mpati, donde hay un centro de salud al que también apoyamos. Pero para llegar hay a Mpati desde Bibwe, hay que caminar más de 2 horas. Esto y la inseguridad hizo que las mujeres prefirieran dar a luz en su casa.

Pasear por Bibwe era muy triste. Lo que antes era un pueblo animado había quedado reducido a una colección de casas quemadas. Un día, charlé con algunas mujeres que volvían de sus campos de cultivo. Se dirigían a Mpati. Les pregunté si el viaje era seguro. Se encogieron de hombros, sonriendo. «Depende de la suerte que tengamos. A veces nadie nos detiene. A veces nos detienen hombres armados y nos pueden robar todo o nos dejan algo. No son violentos siempre y cuando hagamos lo que ellos digan. Ya nos han robado todo el maíz, pero al menos nos quedan otros cultivos «.

Algunas semanas después, por fin conseguimos recuperar los tanques de agua, muebles y otros materiales. Hemos empezado a nuestros servicios de maternidad y volvemos a ser un centro de salud.

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Fotografía: Mujeres a la espera de ser atendidas en Kivu Norte, República Democrática del Congo (© Peter Casaer).

 

Agua

Por Angeline Wee (es médico para MSF en Kitchanga, en República Democrática del Congo)

Hace unos meses, en mayo, hubo un desplazamiento masivo de la población debido al movimiento de grupos armados en las montañas. Muchas de las familias provenían principalmente de tres aldeas – Nyange, Bibwe y Kitso. Ahora estas aldeas han quedado integradas en Mpati.

Los desplazados se encuentran principalmente en las colinas alrededor de nuestro centro de salud y en una base de la ONU cerca. Nuestro equipo fue el encargado de llevar a cabo una evaluación rápida inicial de las necesidades de estos desplazados. En ese momento, nuestros trabajadores sociales nos había ayudado con el recuento de la población y la evaluación.

Nuestro equipo Watsan trabaja investigando las fuentes de agua. En mayo, contamos 1.830 personas, todos ellos, estaban usando los 4 letrinas de nuestro centro de salud y una fuente de agua contaminada en el fondo de un valle.

Como resultado del cuestionario de ejercicio y de la comunidad que administra, hemos sido capaces de generar una cantidad significativa de datos y transmitir las necesidades de la población a otras ONG y los WASH (agua / saneamiento) . Desde entonces, se había llevado a cabo una distribución de jabón y construido 40 letrinas. Solidarité, un actor de WASH, construyó otras 112 letrinas, duchas, desenterraron las áreas de residuos y rehabilitó la fuente de agua.

Nuestro trabajo nunca se termina.. Nuestros agentes de extensión realizaron otro recuento de la población en junio. La población de desplazados desde entonces ha aumentado a 6.320 personas.  La relación de las personas con las letrinas es de 41,6 personas por letrina. Con una única fuente de agua disponible, cada persona tiene un promedio de sólo 4,2 litros de agua por día para todas sus necesidades (beber, cocinar y limpiar). Así como un punto de referencia, utilizamos las directrices establecidas por el Proyecto Esfera. Este proyecto se puso en marcha en 1997 para desarrollar un conjunto de normas mínimas universales en áreas básicas de asistencia humanitaria. Se recomienda que sólo debe haber 250 personas por grifo y se calcula que las necesidades totales de agua básicos por persona son de 7.5-15L por día.

Este es un campo de desplazados es reconocido oficialmente y por lo tanto los desplazados califican para la ayuda. Dentro de los nuevos desplazados, sólo el grupo de Nyange puede beneficiarse de la ayuda, ya que vienen de otro campamento oficialmente reconocido.

Los desplazados restantes no califican para la ayuda, en el sentido de que no están en una lista oficial cuando hay una distribución de alimentos y artículos no alimentarios. Debido a la inseguridad en la zona, no han sido capaces de ir a sus campos o tierras de pastoreo. Su situación se ha vuelto más desesperada con el tiempo. Algunas familias se han visto obligadas a robar a sus vecinos y la comida de los campos cercanos. Esto ha creado una tensión en el campamento.
A menudo levantar las manos en la desesperación. Justo cuando las cosas empiezan a intervenir y levantar la vista, nuevos problemas surgen. Una vez le pregunté a Claudio por qué trabaja para MSF. Se encogió de hombros y dijo … ‘, así puedo usar mis habilidades con las personas adecuadas en el lugar adecuado «.

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Fotografía: Mujeres  a las afueras de la ciudad de Kitchanga en el norte de la provincia de Kivu, República Democrática del Congo. © Michael Goldfarb

Cólera, barcazas y pepitas de oro

Por Agus Morales (República Democrática del Congo, Médicos Sin Fronteras)*

Como sé que nuestros lectores son muy románticos, hoy traigo una historia africana para alimentar su natural inclinación a lo extraordinario. Es el relato de cómo se atendió una emergencia médica en un lugar remoto del Congo, donde la vida transcurre con cachaza, ajena al mundanal ruido y la inmediatez de las redes sociales. Me dispongo a contarlo no sin antes contestar un par de mensajes en Twitter.

José Sánchez es enfermero y trabaja con Médicos Sin Fronteras desde abril de 2010. Tiene 36 años y es de la ciudad malagueña de Ronda. Ahora se encuentra lejos de allí: en la provincia congolesa de Kivu del Sur, fronteriza con Ruanda. En mayo estalló una emergencia de cólera en el poblado de Ndea, situado en esta zona. “Había una veintena de casos y nuestro equipo montó una unidad de tratamiento de cólera”, explica el enfermero.

Contado de esta forma parece muy sencillo. Él mismo comprobó que no lo fue. A nuestro malagueño le tocó viajar a Ndea con un equipo de emergencia de 19 personas, incluidos 15 porteadores. La misión era ampliar la unidad de tratamiento de cólera y socorrer a los afectados. Pero no hay carreteras que lleven a Ndea. El primer día, echaron siete horas a pie desde el último lugar transitable por vehículos hasta un pueblo a mitad de camino donde hicieron noche. “El camino estaba lleno de barro, tuvimos que atravesar siete u ocho ríos, algunos en tronco, otros en barcaza o piragua… Por eso se tarda tanto, en realidad no está tan lejos”, dice José.

Al día siguiente, el equipo tuvo que caminar durante otras fatídicas seis horas hasta llegar a Ndea. “Es una zona de minas de oro. Encontramos por el camino a congoleses que escarbaban la pared, tiraban la tierra a la orilla y allí limpiaban las pepitas de oro”, relata el enfermero, quizá poseído de forma pasajera por Gabriel García Márquez. Ndea es un pueblo de mineros sin alcalde, en el que el interlocutor del equipo fue el gerente de las minas. “Al llegar, solo había una persona en la unidad de tratamiento de cólera, pero pronto empezaron a aumentar los casos”, recuerda José.

En este Macondo congolés les esperaba una dieta especial. “Solo había hoja de mandioca y carne de caza. El primer día que comí carne pensé que era pollo pero me di cuenta de que tenía muchas costillas. La gente me decía: ‘¿Qué, te gusta el mono?’. La cocinera me explicó luego que, para comer, solo había mono y a veces pato o pollo”. El andaluz puntualiza que el mono siempre iba acompañado de salsa y fufú, el elástico pan típico del Congo.

Entre manjar y manjar, llegó a Ndea una carta que alertaba de casos de diarrea en pueblos cercanos. Llegaron a uno de ellos, Tchombi, y trataron a numerosas personas que habían contraído cólera. Cumplida la misión**, la expedición partió entonces, por fin, de vuelta a la civilización (otra vez caminos de barro, ríos, pepitas de oro), de donde ya salía otro equipo de MSF dispuesto a continuar con la mística y, sobre todo, a salvar vidas.

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* Agus Morales es responsable de prensa en emergencias de MSF. Acaba de regresar de República Democrática del Congo. Puedes leer aquí su anterior post, «Una foto para Bembeleza».

**Médicos Sin Fronteras trató 41 casos de cólera en Ndea y 55 en Tchombi durante la intervención de emergencia que lanzó entre mayo y junio de este año.

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Fotos: Equipo de MSF de camino a Ndea por caminos inexistentes y cruzando zona minera (© Henry Ali N’Simbo).

Una foto para Bembeleza

Por Agus Morales (República Democrática del Congo, Médicos Sin Fronteras)*

“Hombres armados llegaron a nuestra aldea para quemar casas y matarnos. Tuve que huir. Mis nueve hijos vivían conmigo pero ahora no sé dónde están, no sé si están vivos o no”.

Estamos en el poblado de Minova, en la ribera congolesa del lago Kivu. Ndalinyichi Muhima, una viuda de 54 años, se refugia en un edificio en construcción que acoge a decenas de personas que, como ella, han huido de la violencia. “Vine aquí sola”, cuenta Muhima, que perdió a su marido hace tres años.

Esta vivienda fue la señal de alarma para que Médicos Sin Fronteras lanzara una intervención de emergencia en Minova y en la localidad vecina de Kalungu. Nuestro equipo detectó que una avalancha de desplazados propiciada por dos conflictos diferentes estaba llegando del norte y el noroeste. A veces esto no es fácil de comprobar, porque los desplazados se integran en los núcleos de población o son acogidos por los autóctonos.

En esta zona del Congo oriental aún hay ecos del genocidio ruandés. Diferentes comunidades sufren ataques de grupos armados en las provincias de Kivu, fronterizas con Ruanda. Las fuerzas congolesas luchan también contra organizaciones armadas rebeldes. El puzzle es complejo y no solo responde a la violencia étnica sino al control por los recursos naturales y el dominio territorial.

Cosidos al exuberante paisaje de Kivu encontramos, como parches, antiguos campos de desplazados que se han convertido en asentamientos y otros nuevos que recuerdan la permanencia del conflicto. Son cicatrices que se reabren. Shamamba Katone, de 69 años, calcula que ha tenido que huir de los combates unas ocho veces a lo largo de su vida. “Vas y luego vuelves; vas y luego vuelves… Y cuando has vuelto te das cuenta de que tu casa ha sido quemada”, lamenta este congolés, a quien le cuesta recordar un periodo de paz en la región.

Pero la tragedia humana no solo responde al machete y el kaláshnikov: la falta de comida y atención médica y enfermedades como la malaria golpean a un pueblo ya maltratado por la violencia. En Kalungu, MSF intenta aliviar el sufrimiento de los desplazados. “Apoyamos un centro de atención primaria, que incluye servicios de maternidad y consultas prenatales. Referimos los casos de urgencia al hospital de Kalungu”, resume Carlos Francisco, coordinador de emergencias en esta zona.

En el hospital del pueblo, MSF paga las facturas de los pacientes: antes había ocho ingresados y ahora unos 40, lo cual revela que la gente no acude al hospital por falta de recursos. Nos guía en la visita el director del centro, Jean de la Croix; en seguida bromeamos porque se llama igual que el más conocido místico español, San Juan de la Cruz.

El doctor explica el caso de niños que han sufrido malaria o desnutrición y que gracias a la hospitalización han sobrevivido. Cuando caminamos por la maternidad, una madre que acaba de dar a luz pide una instantánea a nuestro fotógrafo, Juan Carlos Tomasi. Es una desplazada que huyó de los combates en Masisi (Kivu del Norte). “Mi hijo nació anoche, hace unas horas, y quiero una foto para enseñársela cuando sea grande”, pide Bembeleza Chiba.

El nacimiento coincide con el día del aniversario de la independencia del Congo (30 de junio). Prometemos enviar por correo electrónico la foto de este hijo de la medianoche que aún no tiene nombre. Decidimos que el intermediario será el director del hospital, porque esta es una bella misión que solo un poeta puede cumplir.

 

* Agus Morales es responsable de prensa en emergencias de MSF. En estos momentos se encuentra en República Democrática del Congo junto con el fotógrafo Juan Carlos Tomasi.

Foto: Bembeleza Chiba y su hijo, aún sin nombre, en el hospital de Kalungu (© Juan Carlos Tomasi).

Día de la Malaria: Bahati, con la suerte de su lado

Por Chris Bird (Médicos Sin Fronteras, República Democrática del Congo)

Cuando se pone el sol y las crestas de las montañas de Mitumba adquieren una tonalidad azulada, puede verse una hilera de madres sentadas en un banco de madera delante del puesto de las enfermeras en la tienda de pediatría. Los niños postrados en su regazo acaban de ser admitidos. Están demasiado débiles para protestar siquiera contra las enfermeras que llevan linternas frontales para poder encontrar mejor la vena en la que colocarles el suero.

Estos niños tienen malaria severa, una mezcla de signos y síntomas, resultados de laboratorio (si es que los hay) e infección con un tipo de parásito de la malaria, el Plasmodium falciparum. Una vez que el parásito falciparum, como si de un taladro se tratase, ha entrado en el organismo a través de la probóscide de una hembra hambrienta de sangre del mosquito anofeles, se reproduce con gran rapidez y, como una microscópica bola de demolición, aplasta los glóbulos rojos, dejando a los niños sin aliento, con anemia severa, y se pega a los vasos sanguíneos del cerebro, causando ataques epilépticos, el coma y la muerte.

El tiempo lo es todo: retrasar el tratamiento multiplicará de forma descontrolada los parásitos, y el niño llegará a un punto de no retorno. Lejuif, la enfermera de guardia, y yo empezamos con el niño que parece más enfermo, un pequeño de 18 meses llamado Bahati. Sus pies están fríos, lo que indica que se encuentra en estado de shock. No responde cuando le frotamos enérgicamente el pecho, está en coma y respira agitadamente: padece un síndrome respiratorio agudo grave. Su hemoglobina, la medida de cuánto oxígeno pueden transportar sus glóbulos rojos, es muy baja. Necesita una transfusión de sangre inmediatamente.

Le trasladamos a toda prisa bajo las estrellas, desde la tienda al edificio de una planta en el que se encuentra la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). La unidad dispone de un concentrador de oxígeno, que utilizamos para ayudarle a respirar mientras le colocamos el suero, le damos medicamentos antipalúdicos y le preparamos para una transfusión.

Las familias tienen que donar sangre si un niño necesita una transfusión. La madre de Bahati ha venido andando desde la ciudad de Misisi, rica en yacimientos de oro, a 15 kilómetros de distancia, sin la compañía de su pareja. Como está embarazada, no puede donar sangre. Y en el congelador no hay sangre del grupo sanguíneo del pequeño.

Wilondja, enfermera también, regresa a la tienda de pediatría y persuade a otra de las madres para que done sangre. También empezamos a administrarle antibióticos pues no tenemos otra forma de descartar que padezca meningitis o alguna infección sanguínea, lo cual es posible porque Bahati ha sido sometido hace poco a una práctica tradicional consistente en extirpar la campanilla.

La voluntad política y los fondos para comprar mosquiteras, insecticida y medicamentos tanto para curar la enfermedad como para controlar su transmisión han salvado muchas vidas en el África subsahariana. Por ahora, no existe ninguna vacuna lo suficientemente prometedora en el horizonte.

La experiencia en este distrito de salud congoleño, Kimbi-Lulenge, parece confirmar el último Informe Mundial sobre Malaria de la Organización Mundial de la Salud (OMS), de 2011, que afirma que en República Democrática del Congo los casos van en aumento, desafiando la tendencia mundial, y contra todo pronóstico.

Médicos Sin Fronteras trató un 15% más de pacientes con malaria en Kivu Sur durante los primeros dos meses de 2012, en relación a 2011. Sin embargo el nuevo proyecto de Kimbi también se ajustaría a la evaluación de la OMS según la cual el hecho de que la atención médica llegue a una población remota (más remota incluso por culpa del conflicto) conlleva un mayor registro de casos.

En la más establecida intervención de MSF en la ciudad de Baraka, a orillas del lago Tanganyika, la proporción de menores de 5 años con malaria severa en enero y febrero de este año llegó al 9,3%. En Kimbi, al 25 por ciento. La diferencia se debe probablemente a un adecuado acceso a la atención médica, ya que gran parte de la población de los alrededores de Baraka tiene a su alcance centros de atención primaria de salud con stocks fiables de antipalúdicos.

Por el contrario, en Kimbi, una zona remota en la que comenzamos a trabajar el pasado octubre, MSF ha tenido que superar complejas dificultades de aprovisionamiento. Pero ya estamos apoyando centros de salud como el de Misisi, para que los niños como Bahati puedan conseguir tratamiento más cerca de sus casas antes de caer tan enfermos. También hemos empezado a utilizar el artesunato inyectable, un antipalúdico mejor que la vieja quinina; de hecho, Kimbi es uno de los primeros proyectos del África subsahariana en los que lo estamos usando.

Tras dos días de tormentoso tratamiento y un coma con ataques epilépticos periódicos, Bahati, que en suahili significa “suerte”, con la ayuda de su nombre y de la atención del personal de enfermería en la UCI provisional, ha conseguido reponerse. Pero miles de niños morirán este año de malaria en RDC, de una enfermedad que es prevenible y curable.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Foto 1: Una niña con malaria severa ingresada en el hospital de Mweso, en Kivu Norte. Junto a ella, su hermano pequeño, que no está enfermo. República Democrática del Congo, noviembre de 2011. (© Raghu Venugopal).

Foto 2: Los equipos de MSF se desplazan a las zonas más remotas de RDC para responder a brotes de malaria. República Democrática del Congo, marzo de 2012. (© Gijs Van Gassen).

Foto 3: El test de diagnóstico SD Bioline permite determinar con rapidez y de una forma sencilla si una persona tiene malaria. Con una sola gota de sangre, el test identifica una proteína específica asociada a la presencia del parásito falciparum. Los test con dos barras indican la presencia de la proteína, es decir que la persona padece malaria. Sobre los tests se registran los nombres de los pacientes y la hora en que se tomó la muestra. República Democrática del Congo, marzo de 2012 (© Gijs Van Gassen).