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Archivo de la categoría ‘Haití’

Haití, ocho meses después: en la distancia

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)

Mi tiempo en Haití ha tocado a su fin. He pasado en este país casi un año, sin duda el más intenso de mi vida. Recuerdo uno de los últimos días: buscaba por todo el hospital a los responsables de grupo para presentarles al nuevo logista que me iba a reemplazar. ¿Dónde se han metido? Al final los encontré a todos en un pequeño almacén. Cuando me vieron, les noté incómodos, como si escondieran algo. Dumond se rió, se levantó, me rodeó los hombros con su brazo y me apartó del grupo. “Estamos en una reunión, déjanos cinco minutos y vamos a verte, ¿vale?”. Algo se estaba preparando pero no soltaban prenda.

Dos días más tarde conocí el motivo de la reunión. Me hicieron el regalo más bonito: entre todos me habían organizado una fiesta de despedida. Y en Haití saben hacer fiestas: con comida, música y baile. Llegado el momento de los discursos, cuando una paciente, que está con nosotros desde el 14 de enero, tomó la palabra, no pude evitar emocionarme.

Ahora recuerdo muchas historias. Una es la de Jean Hyppolite. No estábamos seguros pero debía de tener más o menos 5 años. Llegó con una pequeña herida en la cabeza. “Se cayó de un árbol”, nos contó Alí, el niño de 10 años que nos lo había traído. Nos dijo que Jean Hyppolite vivía en un orfanato próximo. Sus piernas eran largas y flacas, y lo mismo sus brazos. Al principio ni siquiera emitía ningún sonido, nos miraba asustado y extendía la mano con insistencia para pedir comida. Los otros niños de la tienda le miraban con desconfianza, como si de un loco se tratara.

Con él no trajeron ninguna ropa. Tampoco pañales, porque, aunque ya es mayorcito, nunca ha aprendido a ir al servicio. Cuando yo iba con pinturas, Alí siempre venía a jugar con él, pero me miraba con cara de consternación cuando veía cómo, a pesar de los pañales que le dimos a Jean Hyppolite, sus sábanas se manchaban. De vez en cuando, una chica del orfanato venía a estar con él, pero se sentaba en la cama de Jean dándole la espalda y se pasaba el día tecleando en su teléfono móvil. Traje un perrito de peluche de Santo Domingo y la muy descarada se lo llevó a su casa.

Con los días, Jean Hyppolite fue cambiando. Los niños y las señoras de la tienda le habían “adoptado” y le limpiaban y le daban de comer. Lo de ir al baño seguía siendo una batalla, pero la enfermera le obligaba cada día. Sus piernas seguían siendo flacas pero había desarrollado una tripa redondita. Cuando iba a verle, además de seguir extendiendo su mano como un auténtico E.T., también utilizaba los brazos para rodearme las piernas con un gran abrazo. Y lo mejor es que empezó a emitir sonidos. Si yo hacía como que me resbalaba, o con los dedos me abría los ojos para poner cara de susto, él se reía a carcajadas sin poder parar. Hacía sonidos con la boca y e incluso empezó a llamar a Alí por su nombre… “A..I”, le decía.

Más tarde, ya en Pamplona, intenté guardar el contacto, informarme de lo que pasa en Haití. En la prensa, Haití de nuevo ha dejado de existir. Pero yo sé que la gente sigue allí, sobreviviendo con una fuerza impresionante a una situación desesperada. La ausencia total de esfuerzo por la reconstrucción del país hace que me sienta pesimista. Me siento mucho más optimista cuando pienso en el personal haitiano que trabaja con MSF: ellos representan para mí la fuerza de la gente haitiana que hará que, al menos algo, persona a persona, se solucione.

La distancia es frustrante y la mala calidad del teléfono acaba irritándome. Pero intento seguir casi a diario lo que pasa. La diferencia para mí es que ahora lo que ocurre allí tiene nombre propio: se llama Julien, Claudia, Junior, Aly o Huguette. Y se trata de sus vidas.

Y ahora estoy en Pakistán, trabajando en la respuesta de MSF a las inundaciones. Su repercusión en los medios de comunicación contrasta con la que tuvo el terremoto en Haití. Y si bien las cifras no son lo más importante, lo cierto es que la magnitud de la catástrofe es gigantesca: 20 millones de afectados, un tercio de la superficie del país.

El equipo de MSF en el que me integro ya trabajaba en Dera Murad Jamali antes de la riada, y esta pequeña ciudad pasó de 100.000 a 400.000 habitantes en pocos días. Como muchas de las casas en las que vivían eran de adobe, el agua se las ha llevado y pasará tiempo antes de que puedan volver a sus lugares de origen. Hay una quincena de proyectos como este en distintas zonas del país.

Hay que trabajar urgentemente para prevenir y tratar los casos de diarrea, de desnutrición, de enfermedades respiratorias, para aportar agua en condiciones aceptables a los desplazados y de ofrecerles alguna clase de cobijo a las familias.

Como en Haití, detrás de la inmensidad de las cifras, hay nombres, familias, situaciones personales y futuros que recomponer.

Y vuelta a empezar.

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Foto 1: Un pequeño paciente del hospital de MSF en Carrefour, Puerto Príncipe.

Foto 2: Personal haitiano de MSF trasladando a un paciente en el hospital de Carrefour.

Foto 3: Vicente Rey con uno de los pacientes del hospital.

(Todas © Vicente Rey.)

Haití, siete meses después

  Por Juncal González Carmona (Haití, MSF)

Sí, son siete, y hay que seguir hablando y escribiendo sobre Haití. ¿Por qué motivo? Porque las condiciones de las personas siguen siendo las mismas o peores que las del mes febrero.

En las primeras semanas después del terremoto, se repartieron plásticos y tiendas de campañas, que eran tan sólo una solución a medio plazo, puesto que no dejan de ser más que unas lonas, que aguantan sólo unos meses y no son unas estructuras en la que instalas definitivamente tu hogar.

Era solamente una respuesta a la urgencia, y desde entonces había que empezar con un segundo plan más duradero. Ya sé que es muy fácil escribir “hay que limpiar la ciudad y construir casas”, y que la realidad es mucho más difícil, por cuestiones como la propiedad de los terrenos, y porque la ciudad está llena de escombros y casas medio caídas.

Y se habla mucho de que si el dinero ha llegado o no ha llegado… Llevo seis meses en Haití, y os aseguro que dinero ha llegado, que se ha respondido a muchas necesidades básicas en distintos ámbitos: construcción de hospitales, en los que se han tratados miles de heridos y enfermos, escuelas para que los niños pudiesen retomar las clases, y letrinas, y se han hecho distribuciones de agua y comida, además de un largo etcétera. Pero del dinero que se prometió para la reconstrucción de las viviendas, sólo ha llegado una pequeña parte.

Por eso, siete meses después del terremoto, sales a la calle y te sigues encontrando con carreteras y plazas ocupadas por tiendas y plásticos, bajo las cuales viven familias enteras. Ya hace meses que está lloviendo, y las condiciones de vida de todas estas personas se van deteriorando cada vez más. Las tiendas ya no son tan impermeables, el agua se acumula en las puertas… “llueve sobre mojado”, y nunca mejor dicho…

Esta ha sido una de las mayores emergencias vinculada a una catástrofe natural devastadora desde hace muchos años, y parece que la ayuda se ha quedado a medias, que nos hemos “desinflado”. Qué dolor… dolor para todos los haitianos que no sólo lo perdieron todo (imaginaos que de pronto se desplome tu casa, sin avisarte), sino que luego se tienen que pasar siete meses debajo de una tienda o de un plástico.

Quizás por todo lo que se escuchó en los medios después de los seis meses -que todavía quedaban más de un millón de personas viviendo en condiciones de extrema precariedad-, parece que este último mes sí que hay más personas trabajando en los edificos derrumbados. Son grandes equipos con camisetas de coloricos que distinguen a la organización con la que trabajan, y que van sacando los escombros a mano.

Y no podría terminar este balance “a los siete meses” sin explicaros algo que no deja de sorprenderme, y que no es otra cosa que el ánimo de los haitianos. Sí, están cansados de las condiciones en que viven, y enfadados por tantas promesas incumplidas del gobierno y de la comunidad internacional, pero su fortaleza y coraje son realmente admirables.

Hasta dentro de un mes,
Juncal.

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Foto: Casseus Guiteau, uno de los cientos de miles de haitianos que perdieron sus casas en el terremoto y que desde entonces viven en plena calle, muestra los agujeros de la tienda que apenas le cobija de la lluvia.

Maquinaria

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras) 

Desde que volví a Puerto Príncipe, me choca la ausencia de maquinaria pesada para desescombrar. Prácticamente no se ve ninguna excavadora, y todavía no he visto ninguna grúa.

 Lo que sí se ven son muchas cuadrillas de desescombro, unos con camisetas amarillas, otros verdes o de otros colores. Pero el trabajo es manual, piedra a piedra. Van quitándolas de las ruinas y poniéndolas en mitad de la calle más próxima, esperando que un día de estos un camión pase a recoger los cascotes.

A este ritmo tenemos desescombrado para mucho tiempo.

Noche de guardia

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)

Mi noche de guardia en el hospital comenzó muy «animada». Llegaron tres pacientes en estado grave al mismo tiempo. Tras estabilizarles, los médicos deciden que hay que trasladar a dos de ellos a otro de los hospitales de MSF en Puerto Príncipe.

 Me pongo manos a la obra para preparar las ambulancias, para asegurarme de que estén equipadas con oxígeno y todo el material necesario para su traslado. En cada ambulancia viajarán además una enfermera y un camillero. Según van saliendo de quirófano, los pacientes son trasladados a la ambulancia y el vehículo sale de inmediato hacia el hospital donde pasarán el post-operatorio.

La calma vuelve hacia las dos de la mañana. Pero cuando estoy a punto de acostarme, me asomo al patio del hospital desde el piso superior, y veo llegar a un hombre andando, con la cabeza envuelta en trapos ensangrentados. Las enfermeras le atienden enseguida y, al ver lo calmadas que están, asumo que su estado no debe de ser muy grave y me acuesto.

Pero no pasan ni tres minutos antes de escuchar pasos rápidos que suben las escaleras. El hombre al que acabo de ver ha recibido dos machetazos, uno en la cabeza y el otro en un brazo. Necesita neurocirugía urgente. Como antes, le estabilizamos y le enviamos de inmediato al otro hospital, donde están los especialistas que pueden operarle.

Al día siguiente, nos informan de que ha salvado el brazo (temíamos que tuvieran que amputarle), y que se recupera bien de sus heridas en la cabeza. Me siento aliviado.

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Foto: estabilización de un paciente con herida de bala en el Centro de Rehabilitación de MSF en Pacot, Puerto Príncipe (© Guillaume Le Duc/MSF, abril de 2010).

Recuerdos del terremoto

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras) 

 Ahora que se cumplen seis meses del terremoto que devastó Puerto Príncipe y varias ciudades de sus alrededores, me viene a la memoria una conversación que mantuve hace pocos días.

En casa, antes de cenar, me siento a hablar con los guardas. Me enseñan a jugar a las cartas, a hablar ‘créole’. Me cuentan también lo que pasa en los barrios donde viven y, así, intento hacerme una idea de lo que ocurre en la sociedad en la que estamos inmersos.

En la conversación, el recuerdo del momento del terremoto surge con facilidad: Francky se encontraba en Grand Goave el 12 de enero. Toda su familia estaba en su casa de Carrefour, un barrio de Puerto Príncipe, a más de 30 kilómetros. Las sacudidas le hicieron caer al suelo al menos cuatro veces: se levantaba para volver a caer.

Me cuenta que cuando la tierra dejo de temblar, intentó llamar a su mujer, sin éxito, y no se lo pensó ni un momento: echó a andar. Anduvo y anduvo durante más de siete horas, encontrando a su paso «casas caídas, muertos y gente herida durante todo el trayecto». Pero me dice, como justificándose: «¿Sabes? Yo no estaba cansado». Y termina: «cuando me vieron llegar, todos se pusieron muy contentos».

Destine tiene 24 años y es el encargado del almacén médico. Me dice que no está bien, que sufre, porque no ve ningún futuro en su vida. Cuando llegó a su casa el día 12, encontró a su abuelo muerto. Hasta hoy no ha podido encontrar el cuerpo de su novia, que sigue entre los escombros. Él estudiaba Economía en una escuela universitaria pero también la escuela desapareció en el mismo minuto, con todo lo demás.

Dice que, con la situación actual, no consigue imaginarse ningún futuro. Y para rematar, el otro día, al volver del hospital, asaltaron a punta de pistola el autobús en el que iba y le quitaron todo lo que llevaba.

Al poco me explica que, trabajando con MSF, va ahorrando un poquito y con eso se quiere ir a estudiar a Santo Domingo y terminar su carrera allí en una buena escuela. Le contesto que me es imposible imaginar hasta qué punto su vida estos últimos meses ha podido ser difícil. Le digo que le admiro porque, a pesar de todo, peleó por conseguir un trabajo con nosotros, y, aunque a ratos le veo triste, no ha habido un sólo día en que le haya visto abatido en el trabajo. Y que si le entiendo bien, tiene la intención de seguir peleando por sus estudios y por lo que venga después. Me mira primero un poco raro, le brillan un poquito los ojos y ahora sí, me sonríe.

Gudu gudu

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)

El otro día, mientras estaba en el taller, lo sentí. El mismo murmullo de la tierra y, durante un par de segundos, la misma vibración se repitió. Esta vez, la conexión entre mis sentidos y mis músculos fue inmediata, y sin duda batí mi récord de salto de longitud para alejarme lo más rápido posible del edificio.

Pero en realidad no era nada, y también eso lo supe al mismo tiempo que mi cuerpo reaccionaba.

Cuando aterricé y miré a mi alrededor, vi que todo el personal del hospital se había juntado con los pacientes alrededor de las tiendas. Los niños miraban con grandes ojos silenciosos y preocupados, y todo el mundo repetía la misma palabra con una risa nerviosa: «gudu gudu».

Es la palabra que se han inventado en Haití para desdramatizar un poco el tema de los temblores. Pero aunque el alivio de constatar que no había pasado nada liberaba algunas risas, el drama de los recuerdos se veía en muchos ojos, y algunos temblaban del susto.

A la mañana siguiente, Venante llega a la lavandería con el pelo cambiado, todo hueco y rizado. Cuando la veo le digo… «¿Gudu gudu?». Y todas las lavanderas se ríen, esta vez con ganas.

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Foto: Edificio destruido por el terremoto del 12 de enero en Puerto Príncipe (© Michael Goldfarb/MSF)

Cherubin: hierros, guitarra y tormenta

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras) 

Cherubin tiene una fijación externa en el brazo izquierdo. Desde que nuestro administrador le trajo una guitarra no la ha soltado ni un momento. La toca sin que los hierros en su brazo le molesten. La guitarra le trae recuerdos, que le torturan, de una vida anterior.

Y Cherubin se pasea todo el día con la mente en otro lado, intranquilo. Cuando los medicamentos no le tranquilizan, va gritando, de un lado a otro, contra aquel que un día le robó o le timó. Cuando me ve y me reconoce, se para y me dice que le quite la fijación, que le hace daño, pero nunca espera mi respuesta, y sigue andando y gritándole en voz alta a sus fantasmas.

Cherubin tiene algo que hace que su fragilidad provoque afecto a su alrededor. Los demás pacientes le han tomado cariño. Cuando los gritos duran toda la noche nadie protesta y simplemente el guarda me dice, por la mañana, que Cherubin ha pasado la noche intranquilo, que habrá que hacer algo.

Le ha tomado afecto a nuestra enfermera y ella tiene poderes mágicos sobre él. En general, cuando ella llega, Cherubin la escucha y se tranquiliza, acepta los medicamentos y las inyecciones.

Una de las noches en que estábamos los dos de guardia, Cherubin no estaba bien. Las inyecciones no le habían calmado, y lo que habría dormido a tres elefantes no le hacía ni parpadear. Gritaba y se paseaba intranquilo por todo el hospital. A medianoche, cuando ya desesperé, le tomé por el brazo y le dije: «ven, ven a descansar». Me siguió dócil hasta su tienda. Y se durmió casi en mis brazos. Poco después yo mismo me tumbé en mi colchón. A los veinte minutos me despertaron sus gritos en mitad del patio.

Tormenta

Desde el balcón de mi habitación veo la tormenta vespertina arreciar, y pienso en toda la gente que la soporta debajo de los plásticos, viendo correr el agua y el barro alrededor, y esperando que hoy los elementos no se enfurezcan demasiado, y rezando para que ni sus cosas ni sus vidas se vayan con la corriente.

Por la mañana el sol brillará como todos los días, y la tormenta parecerá sólo una pesadilla, una pesadilla más, como cualquier otro día.

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Foto superior: Pacientes en recuperación en el hospital Delmas 30 de MSF en Puerto Príncipe (© Brigitte Guerber-Cahuzac/MSF)

Foto inferior: Grafiti en las calles de Puerto Príncipe (© William Martin/MSF)

Preparando emergencias

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras) 

El otro día, el encargado de preparar el plan de MSF de respuesta a las emergencias venideras (huracanes, inundaciones o también brotes de violencia política o social) vino a nuestro hospital. El objetivo es reunir un grupito entre el personal del centro que integre el equipo de MSF en Haití para intervención rápida: gente que sea capaz de movilizarse inmediatamente cuando la situación lo requiera.

En la reunión con los logistas que van a integrar ese equipo, el responsable explica al personal haitiano los riesgos y la flexibilidad necesaria. «Quizás haya que desplazarse, de un día para otro, a la otra esquina del país durante varias semanas. Tenéis que empezar a explicárselo a vuestras familias para que estén preparadas –les comenta-. En caso de huracán, quizás iremos a esperarlo, a ponernos lo mas cerca posible de su trayectoria para así estar más cerca de las víctimas que se puedan producir».

Les preguntamos cómo lo ven, y les comentamos además que, si no quieren tomar parte en el tema, por supuesto no pasa nada y no tienen necesidad ni de explicarlo. Pero en la respuesta que nos dan, entre bromas, se nota el orgullo que sienten de dar el callo en MSF, como ya lo hicieron después del terremoto, ayudando a la gente afectada, y que están impacientes por levantar sus escudos para detener ipso facto granizo, rayos, truenos y viento huracanado.

Les miro uno por uno y luego en grupo. Surgen de la memoria los momentos que viví con todos ellos en los días que siguieron al 12 de enero, y ahora soy yo el que se siente orgulloso de conocerles, privilegiado por haber formado parte del equipo en esos momentos y por seguir aquí hoy trabajando con ellos.

 

Tablón de anuncios

Y además, necesitamos más gente. Puse un anuncio para encontrar personal en distintos puestos de logística: guardas, conductores, operadores de radio, electricistas o fontaneros. Por precaución lo dejé sólo durante 24 horas en el tablón de anuncios en la entrada del hospital, aunque con la consigna de aceptar currículos durante cuatro días.

Desde que puse el anuncio, el conductor de MSF, la anestesista y la lavandera han venido a verme, todos en términos parecidos: «quería discutir un asunto contigo. Tengo un sobrino en casa desde el terremoto, tengo que encontrarle un trabajo, tienes que ayudarme»… La búsqueda de trabajo se ha convertido en algo desesperado. Cada día repito a no menos de diez personas (personal, pacientes, gente en la calle) las reglas que utiliza MSF para seleccionar al personal y que, sintiéndolo mucho, no podemos hacer favores ni excepciones. En este contexto, el éxito de mi convocatoria no es sorprendente.

Leer las cartas que acompañan los currículos tiene su encanto, sobre todo cuando uno encuentra alguna de las perlas. Guy me dice, por ejemplo: «Me permito enviarle mi currículum para el puesto de fontanero o de electricista o  los dos a la vez ya que soy »bicéfalo»». Ahora tengo otro problema… ¿cómo voy a hacer para leer los más de 1.000 currículos que me han llegado? Igual pongo un anuncio para encontrar a alguien que me ayude con ese trabajo… o mejor no.

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Foto superior: Equipo de MSF en los días posteriores al terremoto de enero (© Julie Remy)

Foto inferior: Vicente con James Dufresne, asistente logista (© Vicente Rey)

Dos historias: Thomas y la «orthopedic big band»

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)

Hoy os cuento dos historias cortas.

Conocí a Thomas en mi tercer día en el hospital de Carrefour. Al llegar los médicos me llamaron, «ven, ven a ayudarnos».

Thomas tiene unos 20 años, y una fractura en la pierna. Le colocaron una tracción, es un clavo que atraviesa la pierna y sobresale de cada lado, y un peso (en nuestro caso una botella de plástico con arena) que le obliga a tener los músculos estirados.

Thomas quería irse a casa, lloraba y gritaba y quería arrancarse el clavo. Por lo visto me vieron fuerte, porque me pidieron que lo sujetara para poder ponerle una inyección que le calmase. Le sujeté por los hombros mientras dos camilleros le tenían de pies y manos. Mientras le sostenía, yo intentaba hablarle despacito: «Thomas, tranquilo, tú eres fuerte». Se resistió hasta que la enfermera consiguió ponerle la inyección que le calmó.

Al día siguiente pasé a verlo y me saludó, tan contento. Un día después le vi paseando ya con muletas y últimamente no hace más que andar con ellas de un lado a otro. Le veo varias veces al día en su ir y venir, y me dice siempre «Mwen Thomas» («soy Thomas»). Yo le respondo: «Thomas, twop fo» («Thomas, ¡pero que fuerte eres!»).

 

Orthopedic Big Band

La otra tarde la familia de Antoine, uno de los pacientes de la tienda número 2, trajo una trompeta, y nuestro administrador le prestó su guitarra a Cherubin, un compañero de tienda de Antoine. Cuando empezaron a tocar, cada uno desde su cama, una chica de la tienda numero 1 se acercó y comenzó a cantar. Y se hizo la magia.

Durante el tiempo que duró, el patio se transformó en salón de conciertos y el público acudió: las enfermeras haitianas, los expatriados y los pacientes, que llegaron con sus muletas a escuchar a los músicos. Todos hipnotizados.

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Foto: Niño en rehabilitación ortopédica en el Hospital de MSF en Carrefour, Puerto Príncipe (© Francois Servranckx / MSF)

De la luz y los juegos

Por Vicente Rey Bakaikoa (Haití, Médicos Sin Fronteras)

El edificio de la escuela tiene dos plantas. En la planta de arriba es donde tenemos las oficinas, el laboratorio y la sala de reuniones. En la planta baja se encuentran la farmacia, la radiología, la descontaminación, la esterilización y el segundo quirófano. Desde el pasillo-balcón que corre a lo largo de todo el piso de arriba se puede ver el interior de la primera fila de tiendas.

Paso con distinto material al lado de la tienda más grande y oigo una discusión entre las enfermeras y los pacientes. Al volver la discusión continúa y me decido a entrar. La discusión ha subido de tono y entiendo, en creole, que el objeto de disputa es la iluminación de las  tiendas. Los pacientes quieren que las enfermeras apaguen las luces de las tiendas más pronto, y estas dicen que no puede ser porque la última rotación para distribuir los medicamentos y cambiar las vendas puede alargarse hasta medianoche. 

El tono va subiendo y entonces comprendo que el problema es que todas las luces comparten un solo interruptor y, hasta que no han acabado con la tienda numero diez, todas las otras tienen que soportar la iluminación.  Cuando un paciente requiere una atención más prolongada, las luces no se apagan en toda la noche. En las otras tiendas, a pesar de las escayolas y aparatos de fijación, algunos pacientes se suben a la cama para desenroscar las bombillas. La solución está en mi mano: cada tienda tendrá su interruptor.

También he visto a Martine, una niña de unos 10 años con una fractura, y a Doli, un chaval de 7 años que ha perdido varios dedos de los pies, y que me enseña una hilera de dientes blanquísimos cada vez que le saludo.  Comparten tiendas con varios adultos y con Ali, un niño que perdió a sus padres en el terremoto.  Aunque ya hace días que Ali podría volver a su casa, seguimos cuidando de él, a la espera de que algún otro familiar se presente a buscarlo.

Hace tan sólo unos días, las enfermeras intentaron reanimar sin éxito a uno de los pacientes con los que compartían la tienda.  Les observo mientras pasan el tiempo con un juego de construcción. Doli monta las piezas en una gran torre y después Martine se echa muy quieta en la cama mientras Doli hacer caer las piezas sobre ella. Después repiten el juego y es Doli el que queda enterrado por las piezas.  Después Martine imita los gestos de las enfermeras, reanimando a Doli.

El juego del terremoto se repite, y me deja hipnotizado durante varios minutos. 

 

 

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Foto Superior: Edificio y tiendas del Hospital de MSF en Carrefour, instalado en una escuela de formación profesional  (© Francois Servranckx / MSF)

Foto Inferior: Un pequeño paciente del Hospital Carrefour, con una pieza de un juego de construcción (© Francois Servranckx / MSF)