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Archivo de agosto, 2018

La silenciosa lucha contra el olvido de las mujeres refugiadas en Grecia

Texto y fotografías: Beatriz Garlaschi Rodríguez, Cruz Roja Española. Atenas, 10 de Agosto de 2018

Verano de 2018, Grecia. En este país balcánico viven alrededor de 60.000 personas refugiadas, y aunque las cifras de llegadas a las islas del mar Egeo han caído durante 2018, todavía hoy, decenas de personas se embarcan en Turquía en lanchas endebles y llegan a las idílicas Quíos o Lesbos, lejos de la atención de los grandes medios de comunicación.

Cruz Roja trabaja con personas que han tenido que huir de países como Sudán, Siria, Afganistán o Irak, y en ambos lados del Mediterráneo. No solo es en España donde trabajamos, Grecia es otro de esos lugares en los que se extiende la actividad de la organización con las personas refugiadas. Cada día escuchamos las historias de naufragios, de las pocas posibilidades que tienes de mantenerte a flote en el mar, de noche, solamente con tu suerte como equipaje. Son relatos que no dejan de conmovernos.

Nuestra obligación es hacer de altavoz de este sufrimiento. Se trata de seres humanos con un futuro incierto: la mayoría no podrá volver a sus pueblos y ciudades de origen, y una vez desembarcados en Europa, es difícil terminar de llegar a corto plazo.

Las organizaciones humanitarias tenemos la obligación de hacer de altavoz del sufrimiento de las personas refugiadas.

Es una lucha callada e invisible para todas las personas refugiadas, pero sobre todo para las miles de mujeres afganas, iraquíes o sirias que, solas o acompañadas por sus maridos u otros familiares, buscan una forma digna de subsistir en Grecia.

En el Centro de Multiactividades de Cruz Roja* ubicado en el corazón de Atenas, seis mujeres, procedentes de Afganistán, Irak, Siria y Armenia nos cuentan cómo es su vida en la capital griega. Este centro es un oasis en medio de la locura de la ciudad. Aquí, las personas refugiadas se sienten a salvo, protegidas, y reciben asesoría legal, ropa, o simplemente vienen a descansar un rato de la caótica ciudad.

Para Tina Agerbak, jefa de la delegación de la Cruz Roja Danesa en Grecia, “además de la asesoría paralegal o el apoyo psicológico, las personas que vienen al centro valoran también la tranquilidad de encontrarse en un sitio protegido, poder tomar un té o encontrar con quién charlar”.

Duha, Neda, Naira, Hamida, Manal y Nour, desconocidas entre ellas hasta hoy (salvo Manal y Nour, que son amigas sirias), entrelazan los relatos de sus vidas, deteniéndose en las coincidencias de sus experiencias, en el trato recibido en determinados sitios, en los detalles de la peligrosa travesía por el mar. Cuando están acompañadas de sus maridos, es muy difícil que las mujeres refugiadas cuenten cómo se sienten sin interferencias ni interrupciones. Es solo en las actividades entre mujeres cuando son capaces de revolver en sus recuerdos y poner voz a emociones y vivencias muy fuertes que se mantienen latentes en su día a día.

“Cuando están acompañadas de sus maridos, es muy difícil que las mujeres refugiadas cuenten cómo se sienten sin interferencias ni interrupciones”

Para Manal, este centro de Cruz Roja es un alivio, pues es un lugar de referencia en el que encuentran caras amigas y ayuda: “Si no fuera por sitios como éste no sé qué sería de nosotras”. Todas ellas son mujeres migrantes o refugiadas de la guerra, de la violencia generalizada de grupos armados, y algunas, hasta refugiadas del maltrato de sus propias familias, como Neda, de Afganistán.

Entre las dificultades con las que se encuentran las personas
refugiadas en Grecia, está la gestión de multitud de trámites hasta alcanzar su estatus de solicitante de asilo. Es algo que lleva mucho tiempo y esfuerzo y en lo que también es necesario apoyar para que su integración sea más rápida. En la foto, proceso de entrega de artículos de higiene en un campo de refugiados.

CUANDO NO PUDISTE SER NIÑA

Neda pasaría por ser una chica griega, con vaqueros, mochila, camiseta y coleta, pero no, es una chica afgana de 27 años y su vida es un largo listado de sufrimientos y situaciones inhumanas, por ser refugiada pero también por ser mujer. Una mujer superviviente cuya fuerza interior le ha hecho renacer de un verdadero infierno que comenzaba en su propia familia.

“Me quedé embarazada con 13 años, y yo no sabía nada de la vida. No entendía cómo era un embarazo, nadie me lo había explicado”.

Neda viajó a Irán cuando tenía nueve años, pero allí le fue muy difícil vivir como niña refugiada: “Nunca pude ir al colegio, ni a la universidad, y tampoco pude trabajar en ese país. Siempre estuvo en mi mente la idea de irme. Las mujeres no tienen derechos en ese país. Con tan solo nueve años me obligaron a llevar el Nikab, a mí no me gustaba, y me rompieron un dedo como lección para que no me lo quitara. Me violaron con nueve años también…”, nos cuenta Neda mientras clava su mirada en sus atentas interlocutoras.

“Con 13 años me obligaron a casarme, el chico tenía 36, y tenía otras mujeres. Me quedé embarazada siendo menor de edad, y yo no sabía nada de la vida. No entendía incluso cómo era un embarazo, nadie me lo había explicado. Aborté, el niño murió”.

Hay muchas maneras de vivir tu infancia, también tiene malos recuerdos de su niñez Manal, siria, de Damasco: “No tengo ningún recuerdo bonito de mi infancia, no me acuerdo de nada, incluso cuando era niña tuve que cuidar de cuatro hermanos”, cuenta con amargura. Nour, de Raqqa, Siria, 27 años, que llegó hace seis meses a Grecia, después de un largo camino con una lista de dificultades e incidentes enormes, empezando por la toma de Raqqa por parte del Estado Islámico, cuenta, sin embargo, que echa de menos todo de Siria y de su niñez: “Tuve una buena infancia, la vida no era tan difícil como lo es aquí, aquí en Grecia estoy viviendo los peores momentos de mi vida”.


“Mi vida era nada, y sigue siendo nada”, dice Manal: “Mi familia me sacó de la escuela y me casó con un hombre que ya tenía cinco hijos, yo tenía que hacer todo, en casa, en el negocio, todo. Tuve una hija, pero terminé divorciándome”.

Una Neda ya adolescente, con 15 años, después de que su marido la pegara y de denunciarlo a la policía sin éxito, fue condenada a ser enterrada y lapidada por su propia familia. Consiguió divorciarse, pero lo peor es que el sufrimiento venía desde dentro de la familia: “La gente de mi propia sangre fue quien más me hizo sufrir”. Y decidió escapar: “Quería encontrarme a mí misma. Yo no podía hacer todo lo que me decía un hombre, llegué a no saber quién era realmente. Y decidí marcharme, quería ser yo, no vivir para un hombre, ni para una familia, ni para un gobierno, ni para nadie”.

“He empezado a escribir sobre mi vida”, cuenta con un gran suspiro, haciendo una pausa en su relato. “Y me pregunto qué será lo siguiente, pero para mí, lo siguiente es vivir la vida como la vivo ahora, porque no tuve infancia, es como si estuviera naciendo en este momento… Gracias por dejarme abrir mi corazón y que otros puedan conocer mi historia”.

Hay muchas guerras diferentes. Tu propia guerra puede estar en tratar de escapar de un marido al que no quieres porque en realidad te han casado con 13 años y, a esa edad, el matrimonio es una aberración. Neda pasó por todas estas batallas, y de todas consiguió escapar.

Mientras Neda prosigue con el relato de su experiencia, Naira, de Armenia, dos niños, otra de las mujeres migrantes que ha llegado hasta Grecia, no es capaz de asimilar la lista de dramas relatados por su compañera afgana. No hay dos vidas iguales: “Mi vida es muy distinta”, nos comenta Naira entre lágrimas después de escuchar la historia de Neda. “Soy migrante en Grecia por casualidad, por haberme casado con un hombre de Costa de Marfil a quien no le está permitida la entrada en mi país. Pero mi existencia actual en Grecia, aunque no haya vivido los dramas de Neda (había oído cosas, pero conocer a alguien tan de cerca que haya pasado por todo esto me rompe el corazón) también difiere mucho de mi vida anterior en Armenia cuando trabajaba como investigadora y periodista. Es muy difícil todo cuando ya te han etiquetado como migrante”.

Desde Siria e Irak: recordando cómo tu vida puede saltar por los aires en cuestión de días

Naira y Neda son dos versiones muy diferentes de las vidas de personas migrantes y refugiadas, cada una es única y sus historias, con menor o mayor sufrimiento (un sufrimiento difícil medir realmente) están llenas de recovecos y vicisitudes. Para Duha, Irak, 21 años y una niña de un año con una enfermedad cardiaca, llegó de Irak a Grecia en 2017 después de dos intentos, la primera vez por tierra y la segunda, por mar.

El peor recuerdo de Duha está en su travesía marítima hasta llegar a Grecia: “Estábamos completamente solos en el mar, de noche. Estábamos perdidos. Las olas eran enormes e inundaban la barca”. Tuvieron la suerte de que un barco alemán pudo rescatarlos, mientras la guardia costera griega los acompañó después hasta la isla de Samos. “Por eso ya no me gusta el mar, incluso durante el día no puedo verlo”, nos cuenta esta joven mujer de ojos verdes, como ese mar al que no puede mirar.

Depender de las organizaciones humanitarias, al contrario de lo que se pueda pensar, te ayuda, pero también te convierte en alguien dependiente del apoyo externo, lo que limita tu autonomía personal.

La vida de Duha y su familia en Samos estuvo llena de dificultades, luego se trasladaron a Atenas. Su trayectoria ha sido una sucesión de situaciones siempre al amparo de organizaciones humanitarias, lo cual, al contrario de lo que se pueda pensar, te ayuda, pero también te convierte en alguien dependiente del apoyo externo, lo que limita tu autonomía personal.

Ya hace un año de la llegada de Duha a Grecia, y aún no ha conseguido hacerle una ecografía a su hija, cuando necesita un seguimiento continuo por su enfermedad del corazón. Y es que los servicios de salud se encuentran colapsados en Atenas desde hace meses, y si ya es complicado para los ciudadanos griegos acceder a sus hospitales y cuidados de salud (sobre todo para los enfermos crónicos). “Para las personas refugiadas es aún más costoso, porque se enfrentan a un idioma, a una cultura y a unos procedimientos que desconocen”, comenta Iria Folgueira, jefa de la delegación de Cruz Roja Española en Grecia.

“Hay demasiados reportajes y demasiadas fotos sobre nosotros, y todos cuentan lo mismo”.

Es lo que te puede pasar si tu vida salta por los aires, en cuestión de horas o días, y sientes que todo lo que te sustentaba, que la sociedad sobre la cual organizabas tu vida y tus necesidades ya no existe: “Mi marido perdió su tienda cuando llegó el ISIS a Raqqa, ya no hay vida allí. Yo era profesora y me ordenaron cerrar el colegio. Si te negabas, te decapitaban. Ya nadie quiere compartir estas historias, porque hay demasiados reportajes y demasiadas fotos sobre nosotros, y todos cuentan lo mismo”, nos comenta Nour, siria de Raqqa, dos hijos.

Hamida, con tres hijos, calmada, escuchando uno a uno los testimonios de sus compañeras, recuerda que en Siria tenían “una buena vida, mucho mejor que la de ahora”. Hamida ha pasado por fases similares a las de cualquier familia refugiada cuando llega a Europa, como Duha y su familia, que han tenido que cambiar de casa tres veces. En cada alojamiento encontraron una dificultad, un obstáculo que les hizo cambiar, además, su marido tiene una discapacidad y le es muy difícil vivir en un edificio sin ascensor. “Así que la vida es muy difícil para nosotros –dice Duha–. Salgo a repartir folletos, y a veces me llevo a la niña conmigo a trabajar, pero es que no tengo otra opción, necesito complementar la ayuda que nos dan“.

Otro de los riesgos a los que se enfrentan los menores y mujeres en las guerras es al tráfico de personas, algo de lo que no se está exento en los países europeos tampoco. “En Raqqa había mujeres europeas a las que habían lavado el cerebro para que fueran a la guerra en siria y se convertían en víctimas de trata, sobre todo eran francófonas. Una vez allí, buscaban traficantes para salir de Siria, pero durante la guerra había “mercados” en los que vendían a las mujeres también y una vez con los traficantes era muy complicado salir de allí”, nos cuenta Nour.

Depender de la ayuda humanitaria no es la solución

Para la mayoría de las personas refugiadas, Grecia es un país amable que les ha tendido una mano, pero en el que no ven claro su futuro, y su horizonte vital se encuentra más allá de sus fronteras.

Algo positivo que les aporta su estancia en este país es que “nos sentimos a salvo y los niños van al colegio. Es lo único bueno. Lo que me tiene enferma es que no tenemos una casa digna donde mis hijos tengan un sitio higiénico, una cocina, un baño…Los niños están desarrollando alergia. Y pensar que yo tengo mis propiedades en Siria y aquí no tengo nada”, nos cuenta Nour con desesperación.

“Estuvimos intentando escolarizar al niño y nos decían que iba a ser más fácil si vivíamos en un campo de refugiados, pero no queríamos vivir en un campo de refugiados. Vivimos en un apartamento, quinto piso sin ascensor, en un barrio en el que se ven cosas que mis hijos no tienen por qué ver. Se vende droga, por ejemplo. ¿Cómo se van a integrar mis hijos en un lugar así? Lo único que tenemos bueno es que el colegio está bien y los niños pueden llevar una vida más o menos normal”, concluye Nour.

“A veces salíamos del campo de refugiados solo para oler la comida que se cocinaba en las casas, porque teníamos hambre”.

Para Nour, el cambio radical de vida que ha supuesto la guerra para su familia es muy difícil de asimilar, y es especialmente difícil para ella aceptar que alguien te tenga que ayudar: “Imagina que en los campos de refugiados, como teníamos hambre, salíamos del campo solo para oler la comida que se cocinaba en las casas. Yo antes en Siria ayudaba a la gente y ahora soy yo quien necesita ayuda, es algo que me cuesta mucho aceptar”.

“La ayuda no nos llega para vivir, son 370 Euros por familia. No tenemos nada más, no tenemos trabajo. Tenemos que comprar leche para la niña, y no nos llega ese dinero para comer, esa es la razón por la cual la gente se quiere ir de Grecia. A las personas con necesidades especiales deberían darnos un trato especial”, comenta Duha a sus compañeras de conversación. Todas asienten, porque la comprenden, y viven esta situación de manera muy similar”.


“En Siria yo ayudaba a la gente, y ahora soy yo quien necesita ayuda, es algo que me cuesta mucho aceptar”.

Para las personas refugiadas que llegan a países extranjeros, encontrar una mano amiga y una sonrisa es a veces tan importante como la asesoría legal en su proceso de acogida. Para las mujeres refugiadas, además, tener sus propios espacios en los que poder compartir sus vivencias supone un apoyo fundamental para reconstruir sus vidas y dejar de ser personas “vulnerables”. En la fotografía, una mujer refugiada kurda acude a una sesión sobre salud materno infantil
impartida por la Cruz Roja en Grecia.


LA PALABRA ‘REFUGIADA’

“La palabra refugiado significa todo y nada a la vez. Para mí es una palabra con un fondo enorme, porque siempre he vivido bajo esa condición. Siendo refugiada te sientes sin derecho a nada, siempre piensas que eres menos que los demás. Es una palabra difícil de definir, yo lo que hago es intentar ser fuerte siempre y aprender a vivir con todo mi dolor”, comenta Neda.

“Si te conviertes en migrante o refugiado, es como si perdieras tu identidad, porque ya no tienes nada material”.

Neda, Nour, Duha, Hamida, Manal y Naira, todas ellas mujeres excepcionales y supervivientes que luchan contra el olvido y la catarsis que la inmigración ha impuesto en sus vidas. No importa si eres refugiado o migrante. Si has tenido que escapar, escapas para sobrevivir, llámalo guerra, o como quieras. Pero cada persona migrante o refugiada que se va de su país lo hace porque no ve otra alternativa. En mayor o menor grado, su vida o su salud corren peligro y lo que buscan las personas refugiadas son derechos. “Parece que solo eres alguien si vives en el lugar en el que naciste, pero si te conviertes en migrante o refugiado, es como si perdieras tu identidad, porque ya no tienes nada material, muchos ya no tienen ni siquiera donde volver”, concluye Nour.

*El Centro Multiactividad de Cruz Roja realiza sus actividades con la ayuda de los fondos provenientes de ECHO (Ayuda Humanitaria y Protección Civil de la Comisión Europea).

Juntas somos más fuertes

Emilia Sánchez, directora de Incidencia Política de Plan International

Un año después de la crisis rohingya, aproximadamente un millón de personas están viviendo en el mayor campo de refugiados del mundo, en Cox’s Bazar, Bangládes. La situación es crítica para todas estas personas, pero lo es especialmente para las niñas y adolescentes.

Después de huir de Myanmar por culpa de la violencia extrema, las jóvenes han seguido altamente expuestas a la violencia y los abusos durante su desplazamiento hasta llegar a los campamentos; y también una vez instaladas. Las niñas y las adolescentes se encuentran atrapadas en tiendas minúsculas, donde tienen que convivir hacinadas con desconocidos. Muchas de ellas están solas y viven con miedo, sin el acceso necesario a la educación, la comida, el agua potable o las letrinas. Todo ello las hace estar enormemente expuestas a los abusos, la violencia física o sexual, el matrimonio infantil o el tráfico de personas.

Así lo recoge nuestro estudio ‘Adolescentes en Emergencias: Voces de Bangladés’ donde contamos cómo es el día a día de las jóvenes rohingya en los campamentos. Queríamos hablar personalmente con las chicas para conocer cuáles son sus necesidades, sus miedos, pero también sus sueños, y así enfocar nuestros programas a lo que ellas demandan. Las jóvenes desean poder ir a la escuela, tener aseos cercanos a sus tiendas y sentirse seguras en los campamentos.

En Bangladés hemos creado espacios dedicados únicamente a las adolescentes, para que las chicas tengan un lugar en el que recibir apoyo psicológico y hablar de las cuestiones que más les preocupan, como puede ser el abuso sexual. También hemos construido letrinas cerca de las tiendas para que no tengan que adentrarse dentro del bosque por la noche, algo que tal y como nos han dicho, les da miedo.

Pero más allá de nuestro trabajo, me ha llamado extraordinariamente la atención la solidaridad entre ellas, cómo las chicas han creado comités de bienvenida a las chicas nuevas que llegan al campamento, cómo comparten su comida para que ninguna pase hambre y cómo han desarrollado estrategias para sentirse seguras. Cuando les preguntamos por qué hacían esto nos respondieron: “Porque hemos descubierto que juntas somos más fuertes”.

Sin duda, tenemos mucho que aprender de las adolescentes rohingya y su resiliencia ante esta situación de emergencia. Es imprescindible que se las escuche y se las tenga en cuenta en los programas de ayuda humanitaria. Ellas nos han dicho que el apoyo psicológico, la familia o poder tener relaciones de amistad con sus iguales, son para ellas igual de importantes que el agua potable o los alimentos. En nuestra mano está apoyarlas.