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Leona, Sonrisas de Bombay y Arquitectura sin Fronteras.

Archivo de junio, 2017

La migración: una lucha por sobrevivir

Por Aina Valldaura de la Fundación Vicente Ferrer.

El mes de mayo es uno de los más calurosos en el distrito de Anantapur (India) con temperaturas que alcanzan los 45 y 46 grados. Se trata del mes previo al monzón y de vital importancia para el cultivo de las cosechas, al menos así era antes de la sequía severa que desde hace tres años afectara la región. En el último año prácticamente no ha caído ni una gota durante la temporada del monzón, las cosechas se han perdido y en su lugar, la migración se ha impuesto como una necesidad.

Cuando llegamos al pueblo de Pillagundla, en la región de Madakasira, uno de las zonas más afectadas por la sequía por su carácter eminentemente rural, un grupo de mujeres mayores, niños y niñas nos estaban esperando. Nuestro objetivo era hablar con una familia en la que algunos de sus miembros hubieran migrado debido a la sequía, dejando atrás a la gente mayor y a los hijos de menor edad. Lo que no nos esperábamos era descubrir que el pueblo entero cumplía con ese perfil.

Mucho se ha escrito sobre el fenómeno migratorio: su impacto, las condiciones en las que viajan los migrantes, los motivos por los que se van y los abusos que a menudo les esperan cuando llegan a su destino. Pero, ¿qué pasa con los que se quedan? ¿Qué pasa con aquellos y aquellas que viven día a día con esa ausencia?

En el distrito de Anantapur en los últimos años han migrado 480.000 personas, lo que equivale al 10% de la población. Después de años de sequía y la pérdida del 90% de las cosechas, las opciones en las áreas rurales se reducen a dos: sentarse y esperar que llegue el monzón o migrar.

De las poco más de 70 familias que viven en la aldea de Pillagundla todas han asumido la migración como una necesidad. En todas ellas como mínimo uno de sus miembros ha migrado en busca de un futuro mejor, mientras que cinco ya han abandonado el pueblo de forma permanente.  Menores y ancianos son los únicos testimonios de este cambio en la realidad social del pueblo. Son muchos los ejemplos que podríamos enumerar, y Pillagundla, es una aldea más de esta lista, pero sus habitantes tienen mucho que decirnos.

“Mi marido y yo tenemos dos acres  (0.8 hectáreas) de tierra, pero ¿qué hacemos con ella si no llueve?”, cuenta Pushpa, una joven de 30 años y madre de dos hijos en la entrada de su casa ahora cerrada con candado. Hace cinco años tuvo que migrar de Pillagundla en busca de un futuro mejor. Ser propietario de tierras de cultivo ya no es suficiente para poder llevar una vida digna.

Los hijos de Pushpa ahora viven con su abuela Anjinamma de 65 años, quien se hace cargo de dos nietos más. Los cinco conviven en una casa de una sola habitación. Anjinamma hace años que ha asumido el rol de madre, padre y abuela, así como la responsabilidad y cuidado de los pequeños. “Cuidar de ellos es mi trabajo, lo he hecho toda mi vida, y además ahora mis vecinos me ayudan. Somos muchas las que estamos en una situación parecida”, añade la anciana.

Pushpa espera con ansia el día uno de cada mes, cuando puede ir al pueblo a visitar a sus pequeños y recoger los alimentos subvencionados que les otorga el Gobierno. Cuenta con tristeza el trabajo que tiene en la ciudad: hacer ladrillos. Trabaja 12 horas días, los siete días de la semana, por poco más de 7.000 rupias al mes (96 euros). Su marido, por el simple hecho de ser hombre, cobra 9.800  (135 euros).

Le cambia el tono de voz cuando le preguntamos por el futuro de sus hijos. Quiere que estudien, encuentren un buen trabajo y, al contrario que ella, no tengan que depender nunca de la lluvia para poder comer. “Quiero que sean doctores”. Pushpa dejó la escuela con solo 10 años y quiere evitar por todos los medios que a sus hijos les pase lo miso. Aunque el precio sea, estar lejos de ellos.

  • Todas las imágenes son de Constanza González/Fundación Vicente Ferrer.

Las huellas de Boko Haram, primera parte

Por Laura Rubio, UNICEF Comité Español, desde Chad.

Hace unos días estuve con UNICEF en la zona del Lago Chad, entre las fronteras de Chad, Níger, Nigeria y Camerún.

Antes del viaje me hice con informes y datos, leí artículos relevantes, hablé con otras personas que habían estado recientemente en la zona, vi fotografías y mapas del sitio. Yo diría que iba bien documentada. Todo apuntaba a que iba a ser un viaje complicado, pero ya el bofetón de aire caliente mezclado con la humedad sofocante, nada más bajar del avión, fue el primer aviso de que lo que estaba por venir iba a ser aún más sobrecogedor. En realidad, la situación allí es mucho peor de lo que me esperaba.

Las huellas de Boko Haram, Primera parte.

Esta niña tuvo que huir cuando se recibió el aviso de que Boko Haram estaba a punto de atacar su aldea / ©UNICEF/2017/Bahaji

Una zona olvidada en un país que sufre una crisis sin fin te planta cara y, sin necesidad de hurgar demasiado, te muestra sus heridas, aún abiertas. Y es que, aunque quisiera esconderlas, no podría.

En el Día Mundial del Refugiado, recuerdo que en Chad hay unas 600.000 personas desplazadas, refugiadas o que han regresado al país a causa de la violencia en los países fronterizos. Más de 4 millones de personas sufren inseguridad alimentaria y cerca de la mitad de los niños y niñas en edad escolar no van a la escuela. En la zona del Lago, esta cifra alcanza el 84%.

Violencia de Boko Haram. Lo que he visto y oído

Una buena amiga con la que comparto preocupaciones y charlas en las que arreglamos el mundo, me preguntó el otro día a propósito de mi viaje: “¿Pero en realidad qué es Boko Haram?” En ese momento le di una respuesta rápida y le prometí explicaciones a la vuelta.

Desde hace unos años, con los primeros ataques y secuestros del grupo terrorista, el mundo es consciente de la violencia y la crueldad de sus acciones. Se sabe que suelen atacar por la noche, que llevan el rostro cubierto y que van armados hasta los dientes; que saquean aldeas enteras y se lo llevan todo, todo, incluso, a las mujeres y los niños; que dejan una estela de destrucción y muerte, y un olor del que los sentidos difícilmente se pueden desprender jamás.

Y estando ahí, hundiendo mis pies en la misma arena caliente en la que ellos han hundido los suyos, pude sentir y ver las huellas del daño que esa violencia salvaje ha provocado en las familias y los niños en la zona del Lago. De una manera u otra, todos están marcados.

Boko Haram se nota en la voz apenas perceptible y los ojos tristes de los niños que nos contaron su huida de manos de los terroristas. Pudieron escapar en un descuido de sus vigilantes, o aprovechando el caos de los enfrentamientos con fuerzas militares. El ataque, el secuestro, el sometimiento, la huida, y el ser consciente de que aún no se está a salvo es demasiado peso para llevar encima. Y es evidente. Les cuesta levantar la mirada, no saben muy bien qué pensar sobre su futuro, y apenas esbozan algo parecido a una sonrisa cuando están tranquilos. Después de lo que han vivido, los veía ahí, recogiendo su dignidad, en un campo de desplazados en medio de la nada. Ahí, donde los niños no juegan, estos chicos se pasan los días sin apenas alicientes para revivir al niño moribundo que llevan dentro.

Es un proceso lento y largo el que deben seguir para conseguir sanar poco a poco las heridas. La liberación y la reintegración a sus comunidades es solo el comienzo. Nos lo contaban nuestros compañeros de UNICEF que apoyan el trabajo para la recuperación de estos niños, que pasa por la reunificación familiar, la educación y el apoyo psicosocial.

Tienen pesadillas por las noches. No quieren acercarse al lago a pescar ni alejarse demasiado de la aldea para buscarse la vida porque tienen miedo de volver a caer en manos de los terroristas, que pueden estar escondidos en cualquier sitio.

Y es que los radicales de BoKo Haram no son solo gente de fuera. ‘Los malos’, como los llaman muchos, sin más, para no invocarles, han conseguido colarse en los pueblos y reclutar a jóvenes locales que, seguramente atenazados por la pobreza y el desánimo, se convierten en presas fáciles y manipulables a los que utilizan para sus ataques.

Se te cae el alma al suelo cuando te cuenta el director de una escuela en el campo de desplazados de Yakoua (Bol) que todos los días, antes de entrar al recinto, los niños tienen que esperar en fila su turno para ser registrados por alumnos más mayores. Estos comprueban que los que están ahí son los que deberían e identifican casos sospechosos, posibles niños y niñas bomba.

Me preguntaba cómo se explica eso a los críos, qué entenderán de todo eso. No sé qué pasará por sus cabecitas, pero está claro que son conscientes del peligro. No eran el típico grupo de niños que cuando te ven llegar se lanzan a saludarte, curiosos y alegres, y que te cogen de la mano y te sonríen. No. Se mantenían a distancia, serios y cautos. Apenas hacían ruido y marchaban como soldados, firmes y en silencio, a recoger ordenadamente su ración del almuerzo. Para muchos, su única comida del día. Pasado un rato empiezan a juguetear y a acercarse, pero les cuesta, viven en alerta.

Los cacheos están establecidos también el día de mercado en Baga Sola. Otra localidad muy cerca del lago. En una de las entradas al mercado vimos un ‘puesto de control’ (una simple cuerda atada a un lado y a otro), donde un hombre mayor con turbante, una mujer y un niño, revisaban a ojo carretillas, triciclos y enseres de todas las personas que iban entrando, incluso miran entre las ropas de los niños y niñas por si llevaran escondidos explosivos. Según datos de los que dispone UNICEF, desde enero de 2014 se han utilizado 117 niños y niñas en los denominados ataques suicidas en los cuatro países afectados por la crisis.

En la zona del Lago Chad te das cuenta de que para Boko Haram las vidas de los niños, a los que tratan como objetos, no tienen valor.

Y eso es demoledor.

Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y el Maltrato en la Vejez: la violencia contra las mujeres no tiene límite de edad

Por Amy Heritage, Responsable de Comunicación Digital en Age International, apoya las relaciones de comunicación e incidencia con HelpAge International.

©Roopa Gogineni/HelpAge International

La violencia contra las mujeres no tiene límite de edad; a medida que las mujeres envejecen, se vuelven más vulnerables. Actualmente, miles de mujeres mayores en todo el mundo son atacadas atrozmente –y algunas son matadas– después de haber sido acusadas de brujería. Hablando con algunas de las mujeres mayores de Tanzania, ellas quisieron compartir conmigo sus experiencias y dar a conocer la realidad en la que viven.

“Me cortaron los brazos”

Los atacadores de Deyu le cortaron ambos brazos ©Jeff Williams/HelpAge International

“Cuando me atacaron estaba en casa, cuidando de uno de mis nietos que era solo un bebé. Mi marido estaba fuera”, me explica Deyu. “De repente, personas llegaron a mi casa. Les grite ‘¿quiénes sois?’ pero no podía ver sus caras. Me atacaron y me cortaron ambos brazos. Salí corriendo al edificio de al lado donde estaba un nieto mío mayor y empecé a gritar ‘Me estoy muriendo, me estoy muriendo’ y luego me desmayé. Me levanté al día siguiente en el hospital. Nunca supimos quiénes fueron las personas que me hicieron esto”.

Deyu me cuenta que ha escuchado historias de otras mujeres mayores que fueron atacadas porque se les considera “brujas”, pero ella piensa que esto es solamente una excusa –la verdadera razón, me explica Deyu es “la envidia que le tienen mi familia por buenas cosechas que tenemos”.

“Nadie hace nada para los pobres”

Nyamizi fue atacada con un machete por un hombre cuando regresaba a su casa de noche ©Jeff Williams/HelpAge International

“Soy una buena persona y le caigo bien a la gente”, nos cuenta Nyamizi, 73 años. “Pero tengo un vecino –un hombre adinerado– que tiene un niño enfermo, que al final murió. El vecino dijo que fue por mi culpa”.

“Recibí una carta amenazándome, diciéndome ‘debes abandonar el pueblo, múdate a unos 15 pueblos lejos de aquí o te haremos algo que jamás olvidarás’”. “Llevé la carta al tribunal, pero no se hizo nada. Una noche, estaba regresando a casa y vi a una persona corriendo hacia mí –me golpeó con un machete y me cortó el brazo y me hirió la cabeza. Estaba oscuro, pero pude reconocer a la persona”.

“Durante un día estuve inconsciente en el hospital y estuve internada durante tres semanas. Estaba casi segura que iba a morir”.

“Cuando estaba en el hospital, la policía vino y me preguntó sobre mis vecinos, incluso sobre el hombre que yo sospechaba que me había hecho esto. Cuando me recuperé, recibí una carta de la policía para ir al juicio. La primera vez el juez no vino, y la segunda vez me dijeron que el juicio ya se había solucionado y había perdido, pero la policía nunca me dijo esto. Estuve muy enfadada cuando escuché esto y regresé a la comisaría. Estaba muy enfadada con ellos y regresé a mi casa muy decepcionada. Nunca se volvió a hacer otro juicio”.

“No hay justicia. No pude hacer justicia y ganar el juicio porque no pude pagar por esto. Nadie hace nada para los pobres”, nos relata Nyamizi con lágrimas en los ojos”.

“La mentalidad es que ‘mayor’ significa ‘bruja’”

Nziku recibió cartas con amenazas y fue atacada de noche
Jeff Williams/HelpAge International

“Poco después de la muerte de mi marido, hace dos años, recibí cartas con amenazas”, nos explica Nziku. “Las cartas siempre llegaban de noche, en la oscuridad. Las dejaban en el muro, fuera de la casa, para que nadie supiera quién entregaba estas cartas”.

“Estaba muy asustada. Me mudé a otro pueblo”, relata Nziku.

“Muchas personas piensan que cuando una mujer envejece, se convierte en una bruja. La mentalidad es que ‘mayor’ significa ‘bruja’. ¡No entiendo esto! Soy una persona mayor y ya no puedo hacer algunas tareas –¿cómo podría convertirme de repente en bruja?”.

La vejez trae consigo nuevos tipos de violencia y abuso hacia las mujeres mayores que es muy probable que no se hayan experimentado antes, en etapas más tempranas de la vida de una mujer. Uno de estos tipos de violencia es el terrible abuso debido a las acusaciones de brujería en varias comunidades.

Mujeres de todas las edades pueden ser víctimas de violencia y abuso. HelpAge International, junto con Age International y su contraparte local en Tanzania, trabaja, en línea con el Objetivo 5 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible “eliminar todas las formas de violencia contra todas las mujeres y las niñas”, para ayudar a las mujeres mayores de las zonas rurales de Tanzania, que han sido víctimas de brutales ataques posteriores a las acusaciones que recibían al ser consideradas brujas.