¡Que paren las máquinas! ¡Que paren las máquinas!

¡Que paren las máquinas! El director de 20 minutos y de 20minutos.es cuenta, entre otras cosas, algunas interioridades del diario

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Cómo empezar una novela

«Cené con dos amigos, R. y K., y éste nos contó que anda escribiendo su primera novela. Ya lleva unos 50 folios.

Yo intenté varias de joven, a mis veintipocos años, y completé dos: una erótica, mediocre, con algún pasaje interesante; y otra entre existencialista y política, pretenciosa, engolada, mala como un dolor, pero que llegó a ser finalista en un concurso de cierto prestigio.

Aconsejé a K. que se trabajara mucho el arranque, las primeras frases, el comienzo. Hay novelas de las que sólo recordaremos eso, y ya es bastante. Acabamos enumerando y reconstruyendo entre los tres, casi al detalle, varios arranques de novela que nos engancharon…

El muy citado y celebrado de Cien años de soledad, de García Márquez.

«Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».

El del Quijote, claro:

«En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor».

El de Ana Karenina, de León Tolstoi:

«Todas las familias felices se asemejan; pero cada familia infeliz es infeliz a su manera».

El de Pascual Duarte, de Cela.

«Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo».

Luego, en casa, busqué entre mis libros la literalidad de otros arranques que sabía que me habían impactado.

El de La Regenta, de Clarín:

«La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles, que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina, revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles».

El de Corazón tan blanco, de Javier Marías:

«No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados».

El de La metamorfosis, de Kafka:

«Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia».

El de El extranjero, de Camus:

«Mamá murió hoy. O tal vez ayer, no lo sé. Recibí un telegrama del asilo ‘Madre fallecida. Entierro mañana. Sentidas condolencias’. Eso no quiere decir nada, tal vez era ayer.»

El de Pedro Páramo, de Juan Rulfo:

«Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera».

¿Cuál de todos estos te seduce más? ¿Recuerdas otros?