¡Que paren las máquinas! ¡Que paren las máquinas!

¡Que paren las máquinas! El director de 20 minutos y de 20minutos.es cuenta, entre otras cosas, algunas interioridades del diario

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Manu Leguineche, periodista y buena gente

Guadalajara, su segunda tierra, homenajeó ayer a Manu Leguineche, periodista, escritor, musolari, buena persona. Veo que Manu acudió a la cita en la silla de ruedas en que le ha dejado su salud precaria. Yo no pude ir, estaba en un congreso de periodismo en Cáceres, pero me pidieron hace unas semanas un texto para un libro colectivo en el que muchos colegas escribiríamos sobre Manu y envié estas líneas:

Manu en Cañizar

Arsenio Escolar

Muchos periodistas de mi generación le debemos en parte nuestra vocación profesional a Manu Leguineche. Sus crónicas de los años sesenta y setenta desde algunos de los conflictos más relevantes de aquellos tiempos eran un ejemplo al que los cachorros del oficio nos asomábamos entre estupefactos y sanamente envidiosos.

Uno de mis primeros empleos como periodista fue en Valladolid, a finales de los 70. En las tertulias con copas del España o de El Largo Adiós, en los vinos de El Penicilino, los veteranos del oficio se enorgullecían ante los que aún éramos bisoños de haber descubierto en el diario El Norte de Castilla, que dirigía Miguel Delibes, y de haber enviado a Madrid, a consagrarse, a dos grandes de nuestra profesión: Paco Umbral y Manu Leguineche. Se enorgullecían de ambos, presumían de ambos, pero se les notaba el cariño especialmente con Manu.

Uno de mis primeros libros sobre nuestra profesión fue ‘La tribu’, la ágil crónica disfrazada de novela sobre la caída del dictador Francisco Macías en Guinea que Manu escribió por aquel entonces. Aún tengo un ejemplar de la primera edición (noviembre de 1980) en mi casa de Cañizar, el pueblo de Guadalajara donde desde hace décadas Manu es Manu, sin apellidos ni adendas, y yo soy desde hace sólo años «Arsenio el periodista», porque allí hay otro Arsenio que no lo es.

No sé dónde compré ‘La tribu’, probablemente en la Cuesta de Moyano, barato. Poco imaginaba yo que me lo llevaría a todas mis mudanzas, casi como un libro de cabecera, porque hubo un tiempo en que me preparé para ser corresponsal en el África subsahariana, estudios de swahili incluidos; mucho menos me imaginaba aún que en 1997 iba a comprarme una casa de fin de semana precisamente en el pueblo donde tenía la suya Leguineche.

Tengo el libro delante, ajado, manoseado. En la portada, sobre un fondo amarillo, está la foto de Macías, conducido por alguien que parece un enfermero y por tres soldados, no sé si camino del juicio donde fue condenado o camino del pelotón de fusilamiento. En la solapa de la contraportada hay otra foto, la de un jovencísimo Manu, mucho pelo, gafas de concha, camisa a cuadros, dos anaqueles llenos de libros detrás.

Manu había encontrado en Cañizar «la felicidad de la tierra», como tituló otro de sus libros, de 1999, en el que sale retratado prácticamente todo el pueblo. Desde su casa del Tejar, semiescondida entre robles y encinas, y los olivos un poco más abajo en la ladera, y los corzos y los jabalíes y las ginetas cerca, se ve media provincia de Guadalajara, que parece allí -la imagen es del propio Manu- la mismísima África, las sabanas del swahili: a la derecha el cono de Hita, muy cerca, y los altos que cierran el valle del Badiel, donde estuvo durante meses el frente de la Guerra Civil; de frente la Muela y el Colmillo y los farallones del Henares en la media distancia, la silueta del Ocejón en la lejanía. Al atardecer, el paisaje se incendia. «Estos atardeceres son de tarjeta postal. Los que viven por aquí en general no los aprecian. Forman parte de sus vidas. La postura del sol marca de rojos y dorados toda la cordillera en forma de dientes de sierra. Hemos pasado de los colores crudos, abrasados, al diseño oscuro, a la silueta», escribía Manu, probablemente desde esa casa y con esas vistas.

Cuando yo llegué al pueblo, Manu se estaba yendo, se había mudado a la Casa de los Gramáticos de Brihuega, pero con bastante frecuencia volvía a la solitaria casa del Tejar, y al pueblo, a Cañizar, a jugar al mus en el bar de Julián, en la plaza de abajo; o a merendar con los Tejeros o con algunos otros de los muchos amigos que allí tiene. Los del pueblo le quieren como a un vecino más, pero no por periodista famoso, no por celebridad, ¡por buena gente! Ahora él apenas viene, alguna vez vemos a Rosa, su hermana. Pero en el bar es motivo de conversación cotidiana.

-¿Qué sabéis de Manu, qué tal está? ¡Hace mucho que no nos comemos con él un corderito del pastor de Alarilla!

-¡Vendrá al campeonato de mus, no falla!

15 viajeros al día en una estación del AVE

¿Recordáis Valdeluz, la ciudad artificial montada para ricos en unos terrenos desérticos en Yebes, a unos 50 kilómetros de Madrid, terrenos recalificados entre polémica porque eran propiedad de una tía del marido de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, y a los que el ministro Álvarez Cascos les puso una estación del AVE también entre polémica, porque estaba a 13 kilómetros de Guadalajara?

Hace muy pocos años se presentaba Valdeluz como el no va más de la innovación urbanística, la gestión del territorio y el despliegue de las infraestructuras.

Hace unos días, el diario francés Le Monde envió a un periodista a Valdeluz. Vio aceras y césped impecables, relajantes cascadas de agua, coches de seguridad patrullando constantemente… y muchos carteles de «Se vende» o «Se alquila», calles completamente vacías, ningún comercio; y en la flamante estación del AVE, ni cafetería ni quiosco de prensa ni viajeros: 15 al día.

Valdeluz se programó para 34.000 habitantes, y según el reportero de Le Monde, Jean-Jacques Bozonnet, hoy es una ciudad fantasma en la que viven exactamente 382 personas.