El final del bipartidismo, en las elecciones del pasado 20 de diciembre, apenas ha corregido uno de los efectos perversos de nuestro sistema electoral: la baja proporcionalidad que existe entre votos y escaños, por nuestros sistema de muchas circunscripciones muy desiguales en población, y las pequeñas muy bonificadas en escaños.
Hace cuatro años, en las elecciones generales de noviembre de 2011, tanto PP como PSOE resultaron sobreprimados en el reparto de escaños. El PP, con el 44,62% de los votos, se llevó el 53,1% de los asientos del Congreso: 8,5 puntos porcentuales más. El PSOE, con el 28,7% de los votos, se hizo con el 31,4% de los escaños: casi 3 puntos porcentuales más. Al mismo tiempo, a IU y a UPyD les pasó lo contrario. IU, con el 6,92% de los votos, sólo logró el 3,14% de los escaños. UPyD, con el 4,69% de los votos, sólo tuvo el 1,4%.
Ahora, en las elecciones de diciembre de 2015, las cosas han cambiado poco. El PP, con el 28,7% de los votos, ha logrado 123 escaños, que es el 35,1% del total de escaños del Congreso: 6,4 puntos porcentuales más. El PSOE, con el 22% de los votos, ha logrado el 25,7% de los escaños: 3,7 puntos porcentuales más. Los emergentes se han visto penalizados. Podemos y sus socios, ligeramente: con el 20,66% de los votos ha conseguido el 19,7% de los escaños. Ciudadanos, aún peor: con el 13,93% de los votos, ha logrado el 11,4% de los escaños: 2,5 puntos porcentuales menos. Y para IU, la mayor desproporción: con el 3,67% de los votos sólo ha alcanzado el 0,57% de los escaños.
Hay otra manera de medir la desproporción entre votos y escaños: las papeletas que le cuesta un escaño a cada formación. Al PP, cada escaño le ha salido ahora a 58.664 votos. Al PSOE, a 61.453. A Podemos y sus marcas asociadas, a 75.210. A Ciudadanos, a 87.514. Y a IU, nada menos que a 486.470 votos.
La ley electoral pide más que nunca una reforma. Ya no vale la excusa de que el actual sistema potencia la gobernabilidad de la institución para la que se celebran las elecciones, al primar a las listas más votadas y facilitar la obtención de mayorías, aunque sea a costa de la proporcionalidad entre los votos de los ciudadanos y los escaños a que dan derecho. Ahora, con la fragmentación del voto, no hemos ganado en proporcionalidad ni hemos conservado la gobernabilidad. Si hemos entrado en un periodo de más diálogo, más negociación y más pactos, mejor que sea entre formaciones que realmente tengan una fuerza similar en votos populares y en escaños, mejor que todos los votos valgan igual, mejor que ningún votante -elija lo que elija- se sienta discriminado.