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Si la arquitectura te rodea, deberías empezar a fijarte en ella

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De la arquitectura oral al juicio anal

En la obra se habla mucho. De más.

Nuestros cinco de segundos de gloria están a la vuelta de la esquina y todo el mundo quiere soltar la cojofrase. El axioma definitivo. Twiter se dio cuenta de esto y se está forrando.

Pero en arquitectura no podemos permitirnos semejante dispendio. Mi amigo y socio lo expresa muy bien:

La arquitectura que empieza de manera oral, suele terminal de manera anal.

Y es que cuando hay que explicar a otro lo que se debe hacer de manera verbal, lo mejor, lo único posible para evitar errores es plasmarlo con un dibujo en un papel en blanco. De ahí que tantas veces vemos al arquitecto llegar con su cuadernillo de esa marca que todos conocemos y su lapicerillo -regala un portaminas a un arquitecto y lo tienes entretenido una temporada, hasta que se le acabe la mina- dibujando cosas con y sin sentido por toda la obra.

Cualquier momento es bueno para soltar la mano

Cualquier momento es bueno para soltar la mano

Tengo tendencia a hablar mucho. Por eso en las obras hablo poco. A estas alturas conozco el valor de los silencios y el riesgo de todo lo que digas y no escribas. Aquel juego del teléfono escacharrado se ha perfeccionado mucho en el mundo laboral y no es de buena educación llevar permanentemente una grabadora -ya sabeis que a nadie le gusta escuchar luego su propia voz- así que no queda más remedio que dibujar muy claramente aquello que hay que hacer, por muy sencillo, simple  o incluso insultante que pueda parecer al interlocutor. Siempre es mejor que no tenga que interpretar nada.

Cuando el de enfrente, que tiene generalmente un interés opuesto al del que diseña el proyecto, se dedica a interpretar, puede surgir el problema que finalmente y tras muchas peleas y discusiones, nos lleve a comprender el significado del título de este post, cosa que no deseo a nadie.

Personalmente siempre me ha gustado dibujar y escribir, de hecho esto lo escribí hace algún lustro que otro:

Si hay algo que me produce un escalofrío de placer desde que era un chaval es un papel en blanco.

Me gusta la página derecha de los cuadernos. Virgen, sólida. Incólume.
Cuando, en el colegio había que volver la página, para escribir por detrás, la sensación era desalentadora. Esa página, traslucía los garabatos inversos que, a la vuelta, ya no parecían tan atrayentes, y más bien se convertían en sucios renglones que estropeaban el manto blanco del papel sin contar.
Ahora, ya mayorcito, -por no decirme a mí mismo algo más hiriente- me sigue encantando ese papel en blanco. Un montón de diez o veinte folios. Ordenados. Esperando que yo deslice mi mano sobre ellos para quitarles un polvo inexistente y los mancille con ideas, dibujos, notas, proyectos.

¿Veis como hablamos de más? Menudo ladrillo de viernes os lleváis hoy, majetes.

Nota del arquitectador: Viene todo esto a que he recordado que tengo a las premiadas del concurso sin dibujo. Queridas, os tengo en mis oraciones pero estos días primaverales distraen mi atención constantemente y mi productividad baja de manera notable. Que si una minifalda por aquí, que si un ataque de alergia por allá, que si tengo los ojos llorosos y enrojecidos y la nariz como una berenjena. Pero tranquilas estoy en ello. Os recompensaré debidamente.