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¿Dará Unidas Podemos de nuevo el poder a la derecha?

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, en el palacio de la Moncloa . Zipi / EFE

Solo quien haya perdido el sentido de la orientación puede imaginar que Pedro Sánchez se avendrá a formar con Unidas Podemos una coalición en la que Pablo Iglesias ocupe la vicepresidencia del Gobierno y se produzca un reparto de carteras proporcional al número de escaños (42 UP, 123 el PSOE). Las razones son obvias, pero no está de más mencionar algunas: en primer lugar, porque existen grandes discrepancias de índole política como la relativa a Cataluña: el hecho de que Iglesias asegure que estará en este asunto a lo que diga el PSOE no quita la evidencia de que el partido UP haya recurrido ante el Constitucional la aplicación del 155 CE (con un recurso rechazado, por cierto, por el alto tribunal), se haya mostrado partidario de reconocer el ‘derecho a  decidir’ –esto es, el derecho de autodeterminación- y denomine habitualmente ‘presos políticos’ y ‘exiliados’ a los soberanistas en prisión preventiva o huidos de la Justicia tras el 1-O.

En segundo lugar, Unidas Podemos y el PSOE, como IU y el PSOE en los últimos cuarenta años (podríamos remontarnos más atrás si fuera necesario), mantienen diferencias relacionadas con el modelo de sociedad y de país, con la particularidad de que es el socialismo el que cabe perfectamente en el marco europeo. Hay infinidad de ejemplos pero quizá el más vistoso es el referente a Bankia: UP propone que el banco nacionalizado para su rescate no sea vendido sino que se convierta en el primer eslabón de una banca pública, peregrina idea que no sería ni siquiera entendida en Bruselas.

Acuerdos y desacuerdos

Entre la socialdemocracia y la izquierda poscomunista cabe, como se ha visto en Portugal, un acuerdo programático profundo ya que, efectivamente, hay muchas coincidencias junto a las numerosas discrepancias. Si lo que busca UP es que progresen algunas de sus tesis tendentes a impulsar la solidaridad, la igualdad, la mejor redistribución, la mejora salarial, la igualdad de género en todos sentidos, la mejora del sistema público de pensiones, de la educación y de la sanidad públicas, etc., puede firmarse un amplísimo acuerdo que sin duda satisfaría a ambas partes. En cambio, si lo que quiere Iglesias es detener la sangría que sufre su partido (y evitar la que se producirá cuando Errejón constituye su “Más País” en todo el Estado) por el procedimiento de investirse de autoridad y de relumbrón en cargos de gran altura, no encontrará receptividad al otro lado.

La falta de cooperación de IU  a la construcción de la izquierda es proverbial. González y Zapatero tuvieron que recurrir al nacionalismo moderado catalán y vasco para estabilizar sus gobiernos en minoría, y Anguita, cuando pudo, se complació formando la pinza con Aznar contra el PSOE en Andalucía… Iglesias, por su parte, ya negó una vez el voto al PSOE en 2016, cuando Pedro Sánchez pudo llegar a la presidencia del Gobierno tras su pacto con Ciudadanos, lo que le permitió a Rajoy sobrevivir un tiempo más políticamente…

Nuevas elecciones, un regalo para la derecha

Así las cosas, unas nuevas elecciones parecen inevitables. Y aunque supongan la destrucción material de UP, no sería extraño que fuesen también un regalo para la derecha, que explotará lógicamente la desmovilización del electorado progresista ante la incapacidad de la izquierda para ofrecer una opción viable, y que tomará previsiblemente un conjunto de decisiones y medidas necesarias de integración para no verse de nuevo debilitada por el fraccionamiento de la oferta.

Esta es la expectativa que Iglesias ha sembrado con su apelación desleal a las bases a través de un plebiscito que es un insulto a la inteligencia, y que cierra muy probablemente todas las vías de entendimiento con el PSOE, lógicamente indignado por esta jugarreta pueril.

Ante una legislatura de cuatro años

Hay que formar grandes mayorías, más allá de la investidura

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, en el palacio de la Moncloa . Zipi / EFE

En un escenario fragmentado en cinco organizaciones estatales, Pedro Sánchez ha conseguido una considerable minoría mayoritaria —123 escaños— que, sumados a los 42 de Unidas Podemos, ofrece una mayoría suficiente para gobernar más o menos apaciblemente y con notable estabilidad durante la legislatura. UP no está en condiciones de regatear este apoyo, ya que sería la segunda vez que Pablo Iglesias frustrase un gobierno progresista, y porque en su precariedad actual, unas nuevas elecciones reducirían todavía más la representación de UP, que había logrado 71 escaños en 2016 (ha caído por tanto 29).

En definitiva, el bloque de izquierdas PSOE+UP está formado por 165 diputados, a 11 de la mayoría absoluta. Con ese apoyo, Sánchez tiene fundamento para formar un gobierno estable, salvo imponderables. La cuestión es con quién, ya que en principio el PSOE preferiría no contar con los nacionalistas catalanes, es decir, con los 15 escaños de ERC-Sobiranistas, ni con los 7 de JxCAT. Tampoco con los 4 de EH Bildu, cuya abstención puede darse sin embargo por automática, dada su alergia a las opciones conservadoras.

Al margen de estas organizaciones, algunos de los once escaños que necesita Sánchez para la investidura, además de los procedentes de la suma PSE-UP, pueden obtenerse de las minorías: PNV (6), Compromis (1) y PRC (1). Muy difícil seria alcanzar los dos de CC (2), que no quiere saber nada de Podemos, y es imposible contar con los de Na+, coalición navarra de UPN con el PP y C’s. Con lo que si bien es complicada la investidura en primera vuelta, parece que será fácil de obtener en la segunda, cuando el bloque PP-C’s-VOX (146 escaños), que votará en contra, suscitará bien pocas adhesiones.

No hay, pues, razones objetivas para que el PSOE haya reclamado a sus antagonistas, PP y Ciudadanos, que le dejen gobernar y le presten su apoyo para dar estabilidad al futuro gobierno, que es capaz de estabilizarse solo. Tampoco parece necesario amedrentar a Podemos con la amenaza de elecciones, que le serían letales, porque Iglesias, aunque poco fiable, no tiene demasiado margen para la pirueta en este caso.

Además, dígase lo que se diga, el objetivo de esta legislatura es integrar la política catalana en la estatal, por lo que en algún momento habrá que contar con los 15 votos de ERC (menos previsible es lo que pueda pasar con el pospujolismo, cuya irreductibilidad dictada por el prófugo de Waterloo depende sobre todo de las negras expectativas personales del expresidente de la Generalidad, condenado a permanecer fuera de España o ingresar en prisión).

Habrá, en fin, gobierno, y para una legislatura continua de cuatro años, apenas con los hitos intermedios de las autonómicas catalanas, gallegas y vascas. Nunca se había abierto una oportunidad tal dilatada de forjar ciertos consensos que permitirían grandes pactos de Estado, sin repercusiones electorales que pudieran condicionarlos. Por ejemplo, un gran pacto educativo, la reforma a fondo y definitiva de las pensiones y del sistema de previsión en su totalidad para los próximos veinte años, un gran plan de infraestructuras que permitiera la culminación equilibrada de nuestras redes de transporte, un gran pacto de transición ecológica y de reforma energética, etc.

Es evidente que el PP habría de ser el principal invitado a semejante ceremonia, y de este modo la gran fuerza de centro derecha, hoy en sus horas más bajas de su historia, podría recuperar el papel y la prestancia. Analistas de peso sostienen que el viejo bipartidismo podría rehacerse si las grandes formaciones recuperaran la iniciativa y la capacidad de representación. PP y PSOE tienen, en fin, la gran oportunidad de volver a ser lo que fueron. Y más.

 

La guerra de los impuestos

Casado y Rivera insisten en que bajarán impuestos en comunidades y ayuntamientos en que gobiernen

Albert Rivera impuestos

Albert Rivera junto a la candidata al Congreso por Madrid, Sara Giménez | EFE

Es una puerilidad: el próximo gobierno español, socialdemócrata, ya ha manifestado que se propone recuperar los niveles de bienestar y equidad anteriores a la gran crisis 2008-2014, que ha producido un deterioro de los grandes servicios públicos, una caída espectacular de la inversión en educación, en sanidad y en infraestructuras, una asimetría salarial insoportable, una pobreza laboral crónica y un desempleo estructural, agravado en el sector de los jóvenes, que requiere costosas políticas activas para remitir.

Para conseguir estos objetivos, son necesarios recursos, ya que no es posible alcanzar estándares de calidad europeos con una política fiscal tercermundista. La presión fiscal sobre el PIB fue en 2018 del 34,5%, 6,9 puntos inferior a la media de la zona euro. Y quienes van a formar el nuevo gobierno han adelantado, con realismo para no deteriorar el crecimiento económico, que sigue notablemente por encima de los promedios comunitario y de la eurozona, que crearán nuevos impuestos —sobre las transacciones económicas y las grandes tecnológicas, además de los inconcretos todavía ‘impuestos verdes’—, que elevarán la tarifa de las rentas altas —con ingresos anuales de más de 150.000 euros— y fijarán un mínimo del 15% a la tarifa real del impuesto de sociedades a las grandes compañías.

¿Qué significan, en fin, la protesta de PP y C’s y su contraoferta de rebajar la presión fiscal para contrarrestar la subida estatal? Es de suponer que ningún gurú liberal de los que les asesoran se atreverá a defender todavía en público la falacia de la curva de Laffer, según la cual una bajada de determinado impuesto incrementa la recaudación. Y si lo que realmente se quiere es debilitar aún más el ‘estado mínimo’ actual, el mensaje que se lanza es inadmisible: se relega y se desprecia la mejora de los servicios públicos, cuya calidad es el fundamento de la existencia del ascensor social y la base de la igualdad de oportunidades en el origen, a cambio de mantener el objetivo abstracto de mejorar el crecimiento, aunque este esté gravemente desequilibrado.

Acaba de conocerse que Nueva Zelanda será el primer país del mundo con un presupuesto que se medirá no por el crecimiento económico (PIB) sino por el bienestar de su ciudadanía, con criterios que van desde la identidad cultural hasta el medioambiente, desde el acceso y calidad de la vivienda a los vínculos sociales, pasando por parámetros vinculados a la pobreza, la salud mental, las personas sin hogar, la rehabilitación de presos maoríes, etc. En otras palabras, hay quien ya considera una perversión alegar el crecimiento en valor absoluto para justificar la insuficiencia de los salarios o los recortes de la acción social.

Europa y las políticas públicas

Europa ha establecido un terreno de juego basado en la ortodoxia y la estabilidad presupuestarias, y en ese marco han de desenvolverse  las políticas públicas de todo los socios. Pero sin engaños. Porque, por ejemplo, las primeras medidas fiscales adoptadas en Andalucía tras el reciente cambio de mayoría son una irónica estafa a las clases medias: la desaparición del impuesto de transmisiones patrimoniales cuando ya estaban exentas las herencias de hasta un millón de euros es sencillamente un regalo a los ricos, en una comunidad postrada en que ciertos indicadores de desigualdad son simplemente escandalosos.

No hay mucho margen para actuar sobre el sistema fiscal ya que la auténtica soberanía financiera, también en este asunto, está en Bruselas. Pero sí es posible influir positivamente para reducir la precariedad en el empleo, incrementar la productividad estructural (único medio para reducir para siempre el crónico desempleo estructural), fortalecer los servicios públicos y recuperar unas clases medias que se han proletarizado con la crisis, de la que desde luego no fueron responsables.

No se haga, pues, demagogia con el asunto, lo que no significa que haya que eludir la crítica, siempre legítima e incluso necesaria, pero que debería ejercerse desde la honradez intelectual y no sobre el más descarado populismo.

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La lógica de un gobierno en solitario

Gobierno en solitario

En las elecciones generales del 28 de abril, el PSOE obtuvo 123 diputados y Unidas Podemos, 42. La suma de ambas organizaciones, con 165 diputados, será la base de la investidura de Pedro Sánchez y el fundamento de la estabilidad parlamentaria del Ejecutivo en la próxima legislatura.

Ante esta situación, se plantea un dilema de partida que habrá que resolver en primer lugar. Pablo Iglesias, líder de Unidos Podemos (una alianza de Podemos con Izquierda Unida), pretende formar con el PSOE un gobierno de coalición; el PSOE, según ha dado a entender su líder Pedro Sánchez, prefiere suscribir un acuerdo de programa con UP, conforme el modelo portugués. Como es conocido, en el país vecino, el socialista António Costa, con 86 diputados —ocupa el segundo lugar en unaCámara de 230 escaños—, mantiene acuerdos de programa con el Bloco de Esquerda (BE), con 19 diputados; con el Partido Comunista de Portugal (PCP), con 15; y con el Partido Ecologista Os Verdes (PEV), con 2. Así, con 122 escaños, el Gobierno alcanza el apoyo de la mayoría absoluta, frente a los 108 de la oposición conservadora, liderada por el Partido Social Demócrata (PSD) de Pedro Passos Coelho, que ganó las elecciones con 89 parlamentarios.

Podemos hizo por primera vez acto de presencia institucional en las elecciones europeas de 2014, en las que obtuvo el 7,98% de los votos y cinco escaños. Y llegó a su apogeo en las generales de 2015, en las que, junto a su confluencias, alcanzó el 20,66 %, con 5.198.000 votos y 69 escaños (en aquellas elecciones, IU logró 923.000 votos y dos escaños). En 2016, en cambio, Podemos e IU fueron juntos y perdieron un millón de votos: Unidos Podemos consiguió 5.049.000 votos, el 21,1% y 71 escaños (los mismos sumaron Podemos e IU en las anteriores). Aquella unión de Podemos —una organización teóricamente transversal, según la versión original diseñada por, entre otros, Errejón y Alegre— con la extrema izquierda tradicional convirtió a Podemos en una organización de nicho, confinada en el espacio político que había ocupado la formación aglutinada alrededor del PCE, que seguía siendo su columna vertebral.

Las relaciones históricas del PSOE y el PCE , sin necesidad de invocar el odio leninista a la socialdemocracia, han sido históricamente malas en lo ideológico, por lo que no tendría sentido intentar a estas alturas una conciliación que diera lugar a una coalición. El socialismo democrático y el comunismo que todavía luce en las entretelas de Izquierda Unida pueden llegar a tener numerosos puntos de contacto pero también discrepancias muy notorias. De hecho, IU mantiene rasgos utópicos de los que el PSOE ha prescindido hace tiempo. La socialdemocracia moderna ya no cree, por ejemplo, que el Estado deba aspirar a poseer una banca pública, ni siquiera que sea conveniente que exista un sector público empresarial (salvo excepciones anecdóticas como la empresa que gestiona los Paradores Nacionales). Y los socialistas europeos evolucionados están convencidos de que la igualdad de oportunidades en el origen se consigue mejor mediante unos servicios públicos universales, gratuitos y de gran calidad que a través de una redistribución demasiado ambiciosa de la renta, que puede tener efectos negativos sobre la eficiencia y la productividad de la economía.

La propia existencia del ‘modelo portugués’, que soluciona semejantes incompatibilidades y fomenta la complementariedad allá donde hay coincidencia, es la mejor prueba de que la fórmula adecuada de colaboración es esta, y no una polémica y siempre tormentosa coalición.

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