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La guerra de los impuestos

Casado y Rivera insisten en que bajarán impuestos en comunidades y ayuntamientos en que gobiernen

Albert Rivera impuestos

Albert Rivera junto a la candidata al Congreso por Madrid, Sara Giménez | EFE

Es una puerilidad: el próximo gobierno español, socialdemócrata, ya ha manifestado que se propone recuperar los niveles de bienestar y equidad anteriores a la gran crisis 2008-2014, que ha producido un deterioro de los grandes servicios públicos, una caída espectacular de la inversión en educación, en sanidad y en infraestructuras, una asimetría salarial insoportable, una pobreza laboral crónica y un desempleo estructural, agravado en el sector de los jóvenes, que requiere costosas políticas activas para remitir.

Para conseguir estos objetivos, son necesarios recursos, ya que no es posible alcanzar estándares de calidad europeos con una política fiscal tercermundista. La presión fiscal sobre el PIB fue en 2018 del 34,5%, 6,9 puntos inferior a la media de la zona euro. Y quienes van a formar el nuevo gobierno han adelantado, con realismo para no deteriorar el crecimiento económico, que sigue notablemente por encima de los promedios comunitario y de la eurozona, que crearán nuevos impuestos —sobre las transacciones económicas y las grandes tecnológicas, además de los inconcretos todavía ‘impuestos verdes’—, que elevarán la tarifa de las rentas altas —con ingresos anuales de más de 150.000 euros— y fijarán un mínimo del 15% a la tarifa real del impuesto de sociedades a las grandes compañías.

¿Qué significan, en fin, la protesta de PP y C’s y su contraoferta de rebajar la presión fiscal para contrarrestar la subida estatal? Es de suponer que ningún gurú liberal de los que les asesoran se atreverá a defender todavía en público la falacia de la curva de Laffer, según la cual una bajada de determinado impuesto incrementa la recaudación. Y si lo que realmente se quiere es debilitar aún más el ‘estado mínimo’ actual, el mensaje que se lanza es inadmisible: se relega y se desprecia la mejora de los servicios públicos, cuya calidad es el fundamento de la existencia del ascensor social y la base de la igualdad de oportunidades en el origen, a cambio de mantener el objetivo abstracto de mejorar el crecimiento, aunque este esté gravemente desequilibrado.

Acaba de conocerse que Nueva Zelanda será el primer país del mundo con un presupuesto que se medirá no por el crecimiento económico (PIB) sino por el bienestar de su ciudadanía, con criterios que van desde la identidad cultural hasta el medioambiente, desde el acceso y calidad de la vivienda a los vínculos sociales, pasando por parámetros vinculados a la pobreza, la salud mental, las personas sin hogar, la rehabilitación de presos maoríes, etc. En otras palabras, hay quien ya considera una perversión alegar el crecimiento en valor absoluto para justificar la insuficiencia de los salarios o los recortes de la acción social.

Europa y las políticas públicas

Europa ha establecido un terreno de juego basado en la ortodoxia y la estabilidad presupuestarias, y en ese marco han de desenvolverse  las políticas públicas de todo los socios. Pero sin engaños. Porque, por ejemplo, las primeras medidas fiscales adoptadas en Andalucía tras el reciente cambio de mayoría son una irónica estafa a las clases medias: la desaparición del impuesto de transmisiones patrimoniales cuando ya estaban exentas las herencias de hasta un millón de euros es sencillamente un regalo a los ricos, en una comunidad postrada en que ciertos indicadores de desigualdad son simplemente escandalosos.

No hay mucho margen para actuar sobre el sistema fiscal ya que la auténtica soberanía financiera, también en este asunto, está en Bruselas. Pero sí es posible influir positivamente para reducir la precariedad en el empleo, incrementar la productividad estructural (único medio para reducir para siempre el crónico desempleo estructural), fortalecer los servicios públicos y recuperar unas clases medias que se han proletarizado con la crisis, de la que desde luego no fueron responsables.

No se haga, pues, demagogia con el asunto, lo que no significa que haya que eludir la crítica, siempre legítima e incluso necesaria, pero que debería ejercerse desde la honradez intelectual y no sobre el más descarado populismo.

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