La defensa de los animales está presente en el libro ‘Vástagos’, con el relato ‘Lala’

La publicación de hoy se sale bastante de la norma del blog, aunque cierto es que hay un animal abandonado. Lo que hoy os traigo es un relato en el que quise afrontar el reto de aunar protección animal, maternidad, autismo y un elemento fantástico o de ciencia ficción, los temas sobre los que suele orbitar todo lo que escribo, sea o no ficción.

El relato se llama Lala y nació gracias a una propuesta de Next Door Publisher, de hecho es el que abre su libro recopilatorio de diez relatos Vástagos, un libro creado con mimo y cuya lectura os recomiendo. Resulta sorprendente comprobar como las diez autoras tenemos tanto en común y a la vez hemos traído al mundo una colección de relatos tan diversa.

Las otras escritoras de Vástagos, y estar en su compañía es todo un honor, son Carmen Agustín, Lía Álvarez, Deborah García, Catalina González, Clara Grima, María José Mas, Helena Matute, Angélica Pérez y Ana Ribera.

El libro, con diez ilustraciones de Mónica Lalanda (podéis ver en este post la que creó para Lala), cuesta 15 euros. El prólogo es de Paloma Bravo y también lo tenéis disponible para su lectura.

Os animo a darle una oportunidad, porque es una delicia.

Y ya sin más, os dejo con mi relato. Ojalá disfrutéis con su lectura tanto como yo lo hice escribiéndolo:

LALA

Eligió el asiento situado junto a la puerta y se sentó con el bolso sobre el regazo. La mujer sentada a su lado derecho estaba atenta a su móvil y no se molestó en retirar su abrigo, así que Paula se colocó encima. La única ventaja que era capaz de encontrar al hecho de tener que levantarse a las cinco de la mañana para entrar a las seis a trabajar era poder elegir dónde sentarse en el metro. Cuando entraba a las nueve era un milagro el simple hecho de encontrar una superficie vertical en la que apoyar el culo para no encontrarse con respiraciones sospechosas en el cuello.

Paula se estremeció con disgusto al recordar aquella vez, camino de la universidad, en la que un chaval de su edad había permanecido todo el trayecto, unas cuatro paradas, pegado a su espalda. Sus manos nunca llegaron a tocarla, el roce de su cuerpo no fue mayor que el de otras aglomeraciones a hora punta, pero su aliento cada vez más agitado en su cuello, era algo que jamás olvidaría. La toma de conciencia de la excitación ajena y no consentida la paralizó. Fue incapaz de hacer nada más que quedarse quieta, viendo cómo la gente iba abandonando el vagón y aquel chico no se separaba de ella pese a que había más espacio. Al llegar a su parada volvió a recuperar el control de su cuerpo y salió de allí, arrepentida de no haberse apartado antes, de no haber dicho nada, de no haberle puesto en evidencia, de no haber interpretado mejor la situación y reaccionado en consecuencia a tiempo, de haberse dejado hacer sin más.

El vagón vacío era la única ventaja de aquel horario que se veía obligada a cumplir hasta que Marta regresara de sus vacaciones. Sí, llegaba antes a casa. A priori podía parecer también ventajoso, pero la realidad era otra. Llegaba antes pero para realizar el resto de sus obligaciones: hacer compra, preparar comidas, bregar con Carmen, con Lucas, y ahora, con Lala. Llegaba antes y más cansada. Se hacía de noche, los niños se acostaban a la misma hora y ella también. Exhausta, de peor humor, temiendo el momento en que sonase el despertador a la mañana siguiente.

La mujer se levantó y sacó a Paula de sus reflexiones y al extremo de su abrigo color camel de debajo de Paula. Su parada era la próxima, así que ella también se puso en pie, bien sujeta a la barra, en cuanto el tren volvió a ponerse en marcha.

Ocho horas pasaban volando. A las tres de la tarde estaría de nuevo inmersa en la locura. Una locura que la rebasaba desde la llegada de Lala.

Incorporar a Lala a la familia había parecido una buena idea. Todos la habían recibido con entusiasmo. Durante un breve período de tiempo había llenado su hogar de alegría. La obsesión de Carmen con Abraham Mateo y el móvil parecía haber remitido, volvía a jugar y a reír como la niña pequeña que era hace no tanto y se sumaba con gusto a los paseos familiares. Antonio volvía antes del trabajo, sonreía más y planificaba excursiones por la sierra que podrían hacer todos juntos cuando Lala creciera un poco, recordando el tiempo en el que era un joven vigoroso que escalaba y recorría la montaña todos los fines de semana, antes de que una capa de grasa y otra de rutina le transformaran. Lucas no hacía demasiado caso a Lala, se limitaba a mirarla de soslayo, con interés y, a veces, la sombra de una sonrisa que a Paula le daba a entender que habían hecho bien, que Lalita le vendría bien a Lucas, que le ayudaría. A fin de cuentas, Lala había entrado en casa por Lucas. Incluso debía su nombre a una de las pocas sílabas que su hijo sabía pronunciar.

En apenas tres meses la situación había cambiado bastante. Carmen seguía dedicando ratitos puntuales a Lala, pero había vuelto a su móvil y su música, a pegar portazos, estar de morros y dar malas contestaciones. Antonio ya no hablaba de parajes escondidos y torcía el gesto cada noche que le tocaba hacerse cargo de ella o ante cualquier estropicio que hubiera protagonizado, por pequeño que fuese.

Con Lucas la cosa era aún peor. Había pasado de no hacerle prácticamente caso a volverla loca con sus reacciones. Se acercaba corriendo y le chillaba en la oreja, o la sacudía para despertarla cuando la veía dormir. La tocaba en los lugares menos indicados y con demasiada fuerza.

Lucas tenía ocho años, el pelo muy negro y autismo. No hablaba apenas. «Agua», «pan», «hola», «adiós» y poco más. Iba a un colegio especial desde las nueve hasta las cinco y media de la tarde y era muy inquieto. En casa era raro verle sentado tranquilo en el sofá, no paraba de moverse. Se subía a la estantería del salón, saltaba frente a la puerta de cristal de la terraza, ponía las manos sobre la tele, corría por el pasillo ululando, se lanzaba sobre el sofá, abría el grifo de la cocina riendo y vuelta a empezar. Lala formaba ahora parte de esa yincana.

Y la pobre Lala se ponía histérica. Lo mismo le huía que corría tras él. Se enfadaba, lloraba, se sobreexcitaba… y todo esto se traducía en que no había forma de educarla.

Lala era el equivalente a una adolescente, con el pelo muy negro y demasiada energía. Era alegría pura y todo lo que había a su alcance era un juguete. Ya había destrozado tres cojines, cinco zapatos de diferente tipo, dos peluches y una columna decorativa que había en el salón. Había hecho desaparecer el yeso hasta llegar al encofrado. Aún se le escapaba el pis en casa y por mucho que habían intentado enseñarle a hacerlo en la cocina, ella había elegido para depositar sus charcos de orina un rincón del salón en el que el parqué ya estaba negro y levantándose.

La presencia de una no beneficiaba al otro. Justo al contrario, se estaban perjudicando. Y no solo entre ellos. En casa se había incrementado el número y volumen de los gritos, de las lágrimas, de los silencios hoscos. Antonio llamaba a Lala la talibana. Carmen pasaba de adorarla a no querer saber nada de ella, pero la defendía a muerte cada vez que liaba alguna. Y a Paula se le partía el alma. Una situación familiar compleja se había complicado aún más con la llegada, unos meses atrás, de aquel cachorro precioso, adorable y juguetón.

Tenía que haberlo pensado antes, tenía que haber escuchado a aquella mujer, la que hacía terapia con perros en el colegio de Lucas, cuando le contó que habían reservado un cachorro de labrador, de la misma raza que los animales que ella empleaba pero negro, en lugar de dorado como los suyos.

«Mis perros vienen de una línea de trabajo muy bien controlada. Y aun así, no todos valen. Y detrás de todos y cada uno de ellos hay muchas horas de trabajo y muchas más mías de formación. Puede que convivir con un perro le venga genial a tu hijo, pero no por tener un labrador va a tener un perro de terapia o asistencia. Y pensad bien que cualquier perro requiere mucho trabajo, hay que educarles y dedicarles tiempo. Necesitamos conocimientos y recursos para darles lo que necesitan y responder a los retos que nos planteen. Los cachorros son, además, especialmente exigentes. Y no se sabe nunca del todo cómo saldrán. ¿No sería mejor que adoptarais uno adulto y tranquilo en alguna protectora? ¿Uno que ya se sepa que tiene buen carácter para que pueda ser un buen perro de familia? Yo puedo acompañaros».

No le había hecho demasiado caso. El cachorro ya estaba encargado en la tienda de mascotas y a todos les hacía mucha ilusión la llegada de aquel peluche. Además, estaba claro que los labradores eran perros muy buenos. Eran los que siempre aparecían trabajando con personas con discapacidad, los que conseguían cosas maravillosas en esos vídeos de internet tan bonitos que la emocionaban casi hasta las lágrimas.

Ahora se arrepentía, y se sentía como en aquel vagón de metro veinticinco años atrás. Petrificada, incapaz de moverse en ninguna dirección.

La cabeza del tren entró en la estación y Paula se acercó a la puerta dispuesta a apretar el pulsador que abría las puertas.

Ya bastantes problemas tenía ella. No podía más. No podía con más. Se habían planteado ir a un adiestrador, pero se informaron un poco y vieron que costaba un dineral y que se requería más tiempo del que tenía. Había sido un error y había que asumirlo. Lala no encajaba con Lucas ni con las necesidades de su familia.

Paula salió al andén. Ella sola. Debería subir las escaleras normales para hacer un poco de ejercicio, pero estaba demasiado cansada, así que se encaramó en las mecánicas y se dejó elevar mientras se colocaba bien la bufanda y se cerraba el abrigo.

Al menos Antonio había asumido las consecuencias de su equivocación. Él se encargaría de solucionarlo. «Yo me encargaré del puto perro», habían sido sus palabras exactas un par de días atrás. Lo haría esa misma mañana, después de dejar a los niños en sus respectivos colegios. La repentina ausencia de Lala no iba a causar problemas con Lucas. Con Carmen iba a ser otro cantar, pero ya lo capearían como pudieran.

Cuando Paula era pequeña también hubo un perro en casa, un mestizo pequeñajo que no paraba de ladrar. Vivió con ellos cuatro años y un día, justo antes de que sus padres iniciaran una reforma en el piso, el animal desapareció. Le dijeron que se lo habían regalado a unos parientes que tenían un chalé con terreno, que estaría mejor con ellos, y jamás volvió a verlo. Nunca supo realmente cómo se encargaron sus padres de Golfo para evitar líos con los vecinos y desperfectos en la vivienda recién arreglada. Tampoco sabía cómo se encargaría Antonio exactamente del «puto perro». Ni lo sabía ni se había atrevido a preguntarlo. Exactamente igual que cuando tenía doce años.

Salió al exterior. Aún era de noche y las calles estaban desiertas. El aire olía a frío, al humo de las calefacciones en funcionamiento y al del tubo de escape de un autobús casi vacío que se alejaba, y a la tierra húmeda de un parque cercano.

Avanzó extrañada. Algo no era como tenía que ser. Algo no iba bien. Nada de lo que la rodeaba le resultaba familiar. ¿Se habría equivocado de parada? Caminó un poco más mirando a derecha e izquierda y luego volvió sobre sus pasos. Estaba empezando a asustarse. Aceleró el paso para llegar cuanto antes a la boca del metro y subsanar su error. Casi corría cuando se detuvo de nuevo. No podía estar tan lejos. Tenía que habérsela pasado. O tal vez se había desorientado y se había lanzado por una calle distinta.

Vio a una mujer caminando por la acera contraria. Ella sabría indicarle dónde estaba la parada de metro. Cruzó la carretera hacia ella.

—Disculpe. Creo que me he perdido. ¿Podría indicarme…?

La mujer le echó un rápido vistazo y siguió su camino, ignorándola. Paula se quedó tan sorprendida por cómo la había mirado, como si fuera algo sucio e irrelevante, que ni siquiera terminó la frase.

Un hombre de unos sesenta años asomó por la esquina de la siguiente bocacalle y Paula se dirigió directamente a él intentando dibujar la mejor de sus sonrisas. Se frenó en seco cuando aquel tipo respondió con una mueca de asco y con un ademán del brazo espantándola, como quien aleja a una mosca molesta. Tras la sorpresa subió por su garganta un sollozo. Estaba sola, perdida en el frío y en la oscuridad en un sitio que le resultaba completamente extraño y nadie parecía dignarse a prestarle ayuda.

El olor a humedad se intensificó. Alzó la vista y sintió en la cara las primeras gotas. Miró a su alrededor y vio un portal que la resguardaría de la lluvia. Se apoyó contra las grandes puertas de madera, conteniendo el llanto.

El móvil. ¡Eso era! Bastaba con mirar Google Maps para saber dónde estaba y cómo llegar al trabajo. O para llamar directamente a Antonio y que fuera a buscarla. Él nunca la abandonaría. Pese a los problemas que pudieran tener, se querían y confiaba en él.

Quiso introducir la mano en el bolso para coger el teléfono y acabar con aquella situación incomprensible y tan dolorosa. Pero no había bolso. No había teléfono.
Miró su mano. Era más oscura de lo que recordaba. ¿O tal vez es que no recordaba bien? Elevó la vista. Los edificios también le resultaron distintos. Más altos tal vez. Estaba confundida. Fue incapaz de hacer nada más que quedarse quieta. Congelada por dentro y por fuera.

Algo sí sabía. Su familia vendría a ayudarla. Solo tenía que esperar y vendrían. Ellos nunca le fallarían.

Su mano… La miró de nuevo y lamió su pelaje húmedo, negro y brillante, sintiendo la rugosidad de los adoquines desiguales bajo sus almohadillas.

Y se tumbó a esperar, junto a la fe y al miedo.

3 comentarios

  1. Dice ser Laura

    Me ha gustado muchísimo, Melisa, me ha parecido un relato precioso que transmite muy bien lo que quieres contar. Gracias por compartirlo en tu blog.

    31 agosto 2017 | 9:33

  2. Dice ser Patricia

    ¿Sabes? Es un relato corto pero duro. Duro cuando has recogido literalmente de la calle a un perro echado a ella como basura; duro porque sabes que, en un momento de su vida, tu perro (el que es como un hijo, como un niño pequeño por más que crezca) se quedó esperando en mitad de la nada a que volviera «su familia» o la que él, unilateralmente, creía que era su familia.

    Lleva 6 años conmigo y aún se me retuercen las entrañas de imaginar lo solito que se tuvo que sentir cuando lo arrojaron desde un coche, cuando le atropelló una moto persiguiendo a la familia que iba en ese mismo coche del que le habían echado como un estorbo, cuando vio que -su familia- le dejaba atrás, herido, cuando nadie de la calle (incluso testigos del atropello) le ayudaba y le espantaban porque estaba sucio de sangre y grasa.

    Aún tiene pesadillas mi criatura e imagino con qué. Pero me pasaré toda mi vida o la suya adorando y cuidando lo que otros consideraban un estorbo. Todos mis peludos, mis niños, son (o han sido) adoptados de la calle. Ni siquieran llegaron a estar en una protectora o perrera.

    Ojalá vivir en tu propia carne lo que siente un gatete o un perro cuando les arrojas a un mundo tan hostil para ellos. Ojalá se conviertan en sus propios animales abandonados como en este precioso e ilustrativo relato.

    Esta lectura ha removido mi interior al recordar la experiencia de mi Dukete y la de tantos Duketes que no tienen final feliz. Espero que remueva la conciencia de quien se deshace de su familiar peludo como si fuera basura.

    31 agosto 2017 | 9:45

  3. Dice ser BGG

    Uff, se me han saltado las lágrimas…a ver si la gente toma conciencia de la responsabilidad que supone tener un animal en casa, con todo lo que ello conlleva…

    31 agosto 2017 | 9:57

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