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El River-Boca en Madrid: no quiero (más) ultras pelotudos

Por Susana Gozalo, jefa de cierre de 20 Minutos

Hinchas de Boca, en el Santiago Bernabéu (EFE)

No me gusta el fútbol. Nunca lo ha hecho. Cada vez menos. Lo detesto desde que los domingos soporto a toda pastilla las televisiones de mi redacción con dos o tres partidos simultáneos. Cuando los gritos de Edu Casado alteran mis tímpanos y mi ritmo cardiaco. Depende del día y de si he logrado, o no, esquivar al equipo de sus amores: el Atlético. No lo soporto desde que las madres de jugadores infantiles se lían a golpes en las gradas. Menos aún desde que la afición ‘machirula’ da por hecho que las árbitras son, en general, «pasadas por la piedra del vestuario».

Pero que no me guste el fútbol no nubla mis entendederas ni el sentido común que debería regir las decisiones de las máximas autoridades deportivas y gubernamentales.

El River-Boca es un partido de riesgo. De máximo riesgo. De altísimo riesgo. El país de una de las dictaduras más férreas que ha conocido la historia reciente, Argentina, se declara incompetente para controlar la violencia de sus aficiones. Sí, ese país en el que policías y militares no se andan ni han andado nunca con chiquitas a la hora de controlar al que se desmanda, ya sea disidencia política o barras bravas deportivos.

Por eso, por la violencia extrema y etílica que destila el choque entre estos dos equipos de los arrabales bonaerenses, me niego a que ese encuentro se celebre en España. Y más aún, me niego a que se celebre en Madrid el día que las familias cierran un puente festivo.

No quiero compartir espacio ni aceras en plenos días de ocio con quienes no respetan al prójimo. Con quienes usan el deporte para la gresca. Para el cuerpo a cuerpo. Para ver quién es el más macho. En realidad, el más boludo. El más pelotudo de la fiesta. Que en todas hay uno o varios de esos.

El sector de la restauración se frota las manos. Los hoteleros se preparan para hacer caja. El turismo deportivo dejará miles de euros en la ciudad y, por extensión, en el país: vuelos, conexiones, trenes, quizá algunos de los cafres (los menos) aproveche para hacer turismo. Lo dudo. No va con ellos. Se trastornan con el simple rodar de un esférico. No dan para más, ni para menos.

Pero el fin nunca justifica los medios. Publicitar al reino como meca del deporte, como cuna del fútbol, es un argumento irrisorio para brindar nuestra casa a lo peor de las ajenas. Quienes viajarán al encuentro son ultras. Son extremistas. Son violentos. Son aquellos a los que Macri no puede controlar. Son incontrolables. Y los españoles, como siempre, los jaimitos. Todo sea por hacerse la foto. Y si puede ser con las gafas. Y mejor a bordo del Falcon. Porque esto va de eso, de la foto.

Esperemos que no haya que lamentar la imagen contraria. La de un agente muerto en la contienda (ya nos pasó en febrero en Bilbao en el choque entre el Athletic y el Spartak de Moscú). Al buen hombre le dio un infarto por la angustia de semejantes bestias descontroladas. Los hinchas del equipo ruso se entrenan con técnicas paramilitares cual guerrillas. A esos sí les abrimos la puerta.

Ya nos pasó cuando murió uno de su calaña, Jimmy, un aficionado extremo (como se dice ahora tras la irrupción de Vox, que es «derecha extrema, no extrema derecha»). A este hombre le tiraron sin miramientos al río los ultras del Atleti. Habían quedado para pegarse. Y le costó la vida. No me duele por él, sino por la familia que le llora y que dejó atrás. Padres, viuda y huérfanos.

Y antes que él también pagó con la vida un buen hombre: Aitor Zabaleta. Se equivocó de bar y él, aficionado de la Real, decidió tomarse algo en el nido de hinchas del Frente Atlético. También lo pagó con su vida

Pue eso… que no tengamos que lamentar.