La llegada de Luis Enrique este verano me recordó, en cierta manera a la de Guardiola. Me explico. Después de un ciclo triunfal como el tuvo en el Barça Frank Rijkaard, un año de absoluta displicencia y dejadez provocó la salida del holandés y la llegada de Pep. Lo primero que hizo el nuevo técnico fue anunciar que no contaba con Ronaldinho, Deco y Eto’o, tres pilares básicos del equipo que había sido campeón de Europa hacía solo dos años.
De los dos primeros se deshizo el primer año, del camerunés el segundo. Guardiola no quería ni rastro de los que consideraba culpable de que el equipo se abandonara y los resultados fueron espectaculares. Recupero el hambre de un equipo que seguía siendo el que más calidad tenía en Europa y los títulos llegaron en cascada.
Cuando Luis Enrique aterrizó en el banquillo azulgrana quizás no fue tan contundente como Pep, pero sus intenciones fueron evidentes. No quería a Xavi en el equipo o, al menos, no como una pieza importante. Cuando el capitán siguió, el banquillo fue su habitat natural en el inicio de temporada.
Gerard Piqué, quizás el que mejor simboliza el cambio entre el Barça campeón de todo y el actual, también empezó la temporada como suplente. No está al nivel que le convirtió en uno de los centrales del mundo, y su entrenador no lo dudó.
El mensaje pareció claro. El equipo también venía de un año de dejadez, de no trabajar como antes y Luis Enrique potenció en su llegada un cambio de rumbo en el que el esfuerzo era tanto o más importante que el talento individual.
Y he aquí que llegamos al clásico. Y, de repente, todo lo visto en el inicio de temporada en las intenciones de Luis Enrique se vino abajo. Piqué y Xavi, titulares. El central volvió a exhibir su mal estado de forma, mientras que al centrocampista la gasolina le duró media hora. Nada sorprendente.
Hubo una época en la que el triángulo Busquets-Xavi-Iniesta dominó el mundo con su fútbol. Se juntaban en el centro del campo con Messi (con Alonso en España) y mareaban a un rival tras otro, lo doblegaban sin piedad hasta que el gol llegaba tarde o temprano sin apenas conceder ocasiones al rival. Eso pertenece a la historia y el Bernabéu certificó, por si había alguna duda, la decadencia del mejor centro del campo que quizás se haya visto jamás. Y Luis Enrique lo sabía y lo permitió.