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Fingir orgasmos es de perdedores

Fingir una reacción fisiológica de tamañas dimensiones como es el orgasmo no es tarea fácil, y aunque tanto hombres como mujeres lo hacen, en el caso de los primeros la evidencia les delata y la eyaculación es un signo inequívoco de que han llegado, con lo cual es más difícil pegársela a la otra parte.

Pero hoy me voy a centrar en las mujeres que se encomiendan al Sistema Stanislavski para regalarle los oídos al partener que se esmera en complacerlas sin resultado.

Y es que los orgasmos se tienen o no se tienen, y no es lícito gritar como una grulla hasta agotar los sentidos del vecindario si las horas exigen bajar los decibelios y lo único que deseas es escapar de las sábanas y darte una ducha que te haga olvidar el mal trago y tus malas artes escénicas.

Gemidos sobreactuados y de dominio público se camuflan a través de las paredes de las viviendas junto a otros más sinceros y gratificantes, que son los que suman y no restan.

Todas deseamos experiencias intensas que nos pongan la piel de gallina y hasta doblar los dedos de los pies, pero en la vida hay que ser práctica y no engañar con los ojos en blanco al pobre, o a la pobre, que pretende hacernos alcanzar la gloria bendita con un falo o con la yema de los dedos.

De verdad, es absolutamente comprensible no llegar de vez en cuando al clímax, pero no por ello debemos fustigarnos y crear falsas expectativas haciendo temblar con espasmos musculares vaginales y sprints -antes incluso de calentar-, las esperanzas de quien nos acompaña y no sabe de lo que somos capaces.

Yo nunca he fingido un orgasmo. No es culpa mía si alguna vez no lo he tenido -y no pretendo herir el ego masculino-, pero sinceramente nunca podría ser acusada de este delito, ni siquiera en grado de tentativa.

Por un lado, carezco de ese instinto altruista e inconfesable que busca que la otra persona se sienta mejor si consigue un final feliz, y por otro no necesito disfrazar una inseguridad que no siento o buscar atajos para terminar cuanto antes, ya que si algo no me apetece no lo llevo a cabo.

Otra cosa es que tengamos el día teatrero y nos apetezca exagerar un poquito, pero mentir siempre es mala cosa. Liarla con los orgasmos es un caldo de cultivo nefasto si la relación continúa y deberíamos pensar en modificar las bases del juego.

Tampoco debe preocuparnos que haya meses en los que el sexo nos apetece más bien poco, ocurre muy a menudo y no debemos fustigarnos ni imaginar por ello que nuestra pareja va a pensar que somos frígidas. El respeto consiste en tener en cuenta en todo momento los deseos del otro y no forzar situaciones.

Fingir orgasmos es de perdedores: fuera trucos, la magia es ser uno mismo.

(Anna Dart)

Avec tout mon amour,

AA

El medio de transporte más utilizado y seguro: los ascensores

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No hacen cabriolas como las motos, ni derrapan como los coches, pero los ascensores viven en un constante viaje vertical, libre de vértigo, gracias a las paredes opacas y llenas de espejos para presumidos y fóbicos.

En ellos no es frecuente maldecir o chillar excepto si la yema de tu dedo índice acaricia el botón con restos de caramelo derretido de algún “hijo de vecino” al que le gusta el dulce en todas partes o te quedas encerrado entre dos pisos -como en la película Being John Malkovich-, con la vejiga a punto de inundar tu cuerpo y buscando sofocado en tus bolsas de la compra una botella donde aliviar el ímpetu.

Pero sí, pese a lo gratuito, seguro y utilizado que es este transporte, qué duras son las conversaciones anodinas que tienen lugar en ese habitáculo que va de los bajos fondos al cielo y del cielo a los bajos fondos. Es por eso que casi siempre procuro emprender el viaje sola, máxime si no conozco a mi compañero de viaje.

Y es que perfeccionar las técnicas del escapismo es la única manera -aparte de optar por ejercitarnos en las escaleras e ir encendiendo luces- de evitar la liturgia del silencio que acaparan estos modernos canastos con cuerdas, esas frases que hablan del tiempo que poco importan o tener que echar mano del móvil.

Porque reconozcámoslo, con todo lo que fardamos de cordiales, cuántas veces en el portal de nuestra vivienda, a escasos metros del ascensor, bajamos la mirada y nos cercioramos de que somos lo suficientemente torpes como para no abrir la puerta del bloque a la primera y así no compartir perfumes -en el mejor de los casos- con el vecino que nos espera. Y si somos nosotros los que aguardamos dentro del ascensor, qué arte el nuestro moviendo las manos como si estuvieran locas tratando de detener las puertas que se cierran sin éxito, con ensayada cara de pena.

Las cartas del buzón son otra fórmula infalible para detener el tiempo, en mi caso, aunque las recoge siempre portería, me tiro en plancha a la ranura del primer compartimento que encuentro, que se apellida Sánchez, y hago un gesto con las manos para hacerles saber que aquello me llevará tiempo.

Ahora que ya no es un secreto, la próxima vez que evite coincidir con alguien en el ascensor, ¿qué milonga me invento?

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Avec tout mon amour,

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