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Mi cicatriz de chica mala

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Ahora que me han abrochado por el cuello, siento que me posee el espíritu rebelde de Bonnie and Clyde. Me veo a mí misma como una chica mala que escribe con su dedo índice en el vaho de un espejo y roba en gasolineras, pequeños bancos y en tiendas de alimentación.

Vivo estos días en una bella mentira de olas de siete pisos de altura, en la que podría calentar mi lengua con un mechero y abrir cervezas con mi boca.

A la gente le da morbo que le hablé de mi cicatriz, como si allí escondiera mi software rubio.

Aún me impresiona tocarme el cuello y ayer dormí por primera vez de lado, toda una proeza, ya que hasta ahora lo había hecho como si fuera a apretar el gatillo en cualquier momento: recta, con las manos sobre el pecho y prácticamente sin respirar.

Mención aparte merece la peluquería, a la que no he ido por temor a que en el lavacabezas me quedara mirando el cielo. Pero como tengo más raíces que una planta del desierto, no me quedará más remedio que confiar en que mi cuello no se abra como la Bocca della Veritá, en Roma, y alguno pierda su mano en el interior, por repartir mentiras.

Pero de lo que no cabe duda es que una cicatriz es como una medalla que te acerca ese sentimiento de valentía que te embargaba cuando tu clase tapizaba de firmas el blanco yeso de tu escayola; o ese chorro de mercromina que iba acompañado de unas palabras que sanaban más que esta: “No es nada, no llores, ya ha pasado”.
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Mareo todas las marcas que hay sobre mi piel y vienen varias a mi mente, aparte de las que pudieron ser.

Una horizontal en mi tobillo, confeccionada con la hélice de una lancha, al subir a la cubierta. Hasta entonces pensaba que pertenecía a la realeza, pero mi sangre es roja y mis huesos de color blanco roto, como el vestido de las novias que no se atreven a vestir vírgenes.

Y hablando de vírgenes, tendríais que haber visto cómo mis piernas se despeñaron sobre la cabeza de un compañero de pupitre, al tirarme a la piscina del parque de atracciones, en una excursión de fin de curso. En la enfermería sólo les faltó celebrar una ceremonia de despedida a mi niñez.

Y quién no se ha estampado en bici, con destino a ningún sitio. De todos estos costalazos sobre ruedas, que fueron muchos, no acumulo un triste punto, ese sí es un misterio.

Las cicatrices confieren cierto atractivo que no logro explicar.

Y aunque sé que un día no muy lejano la mía será imperceptible -porque así lo quiere mi piel, la rosa mosqueta y mi cirujano- espero haberos convencido de que soy una temeraria.

Aunque más temerarios sois vosotros, por leerme.

Avec tout mon amour,

AA