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El exhibicionismo que reina en los vestuarios de los gimnasios

adrianagim

Puedo afirmar categóricamente que he regresado a los gimnasios. Desde hace varios meses la nuestra era una relación de virtuosísimo desapego: cada uno en su orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.

Y aunque no sé qué empuja a los individuos a acudir a estos templos de tortura en los que la gente sufre y regurgita pavo, en octubre he recuperado los guantes anticallos, mi inseparable plátano negro que me acompaña en una bolsa de plástico durante días y mi flamante tarjeta de socia en la que se me ve con un entusiasmo inusitado, pese al esfuerzo que me supone acudir regularmente a desgastar las articulaciones, ya que lo más parecido a las odiosas series de repeticiones que hago en mi vida diaria es cuando saco del carro de la compra los yogures.

Así pues, tras meses atrincherada a los triglicéridos que tanto me gustan, vuelvo a familiarizarme con los que convocan las orejas vecinas levantando pesas y dificultad respiratoria, los sudorosos sin toalla y los de tirantes ínfimos que andan inflados y garrosos, todo humildad

Pero lo que más me perturba, sin duda, es el momento vestuario, motivo por el que ya decidí hace tiempo no hacer gasto de agua e irme cuanto antes a casa. Porque vamos a ver, compañeros y compañeras de gimnasio, una cosa es ir a la ducha desnudos y otra hacer vida social en paños menores o con el badajo a la fresca. Lo sé porque en la primera toma de contacto con mi gimnasio, todavía perdida, me introduje con paso decidido y frialdad clínica al vestuario de hombres, en vez de al que me correspondía (en el mismo lugar, pero en diferente planta) y al verme en mitad de un “huerto de pepinos”, me di cuenta de que debía correr hacia la salida antes de poner cara a esas hortalizas y que cambiara todo para siempre.

En el de mujeres, la cosa no mejora. Es agacharme a coger un calcetín y, a lo que me descuido, toparme con un culo en pompa a escasos centímetros de mi cara, mientras me pregunto dónde quedó la distancia de seguridad necesaria para evitar sobresaltos.

Y ojo, que está muy bien que vivamos la naturalidad de los cuerpos desnudos como animales gregarios que somos en un vestuario, pero a las adelfas que optan -todo betacaroteno y piel marrón – por secarse el pelo en pelotas, mientras se les va la vida en un espejo y te chocan, como si de una palmada se tratara, con los implantes mamarios en el lavabo, mientras te escoras pudorosa, las condenaría a ganar grasa en las caderas hasta no encontrar vaquero.

Por otro lado, tan extendida está la depilación integral entre nosotras, que miedo me da que vuelvan las melenas y en esos montes ya no surja la vida, como cuando te arrancas por error un pelo de la ceja y ya no vuelve a crecer.

En el lado opuesto, están todos aquellos que, más chulos que un ocho, después de una clase de spinning con un body y pantalón, lo hacen multifunción como las navajas suizas y abandonan el vestuario, sin desvestirse, en dirección a la piscina con su “bañador” resudado, mientras tú recoges los enseres y juras no meterte en esa misma charca a no ser que se eche tal cantidad de cloro que creas tener un unicornio en el establo. Apercibimiento máximo.

Vamos, que no sé que es peor.

Os deseo una maravillosa semana mientras sufro el vaivén de los cuerpos de vestuario, ahora que el deporte alumbra mi camino magro.

adrianagim2

Avec tout mon amour,

AA