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Mi nueva esposa

Aunque se vea idéntica, sigue siendo falsa. Clonar a mi mujer se veía como una buena idea al principio —principalmente para que nuestro hijo no tuviera que lidiar con la muerte de su madre— pero ahora me doy cuenta del grave error que he cometido. Desde que está con nosotros en nuestra casa, no hago más que arrepentirme. La pobre no se da cuenta de por qué la desprecio, pero si supiera que en realidad no es ella, seguramente entendería lo que siento cuando intenta besarme, cuando intenta acariciarme, cuando intenta iniciar una conversación. Desde hace meses, acostarme a su lado se siente como tener un billete de 100 euros de color rojo. Hoy me preguntó por qué intento esquivarla todo el tiempo. «Ya estás muerta» debería de haberle contestado, pero no me atrevo a herirla. No puedo decirle eso a mi esposa, por más que ella no lo sea.

La repentina ausencia

A mucha gente comenzó a llamarle la atención que no se viera ninguno por ningún lado. Todos, absolutamente todos habían desaparecido sin dejar rastro alguno. «Especialmente ahora que estamos en pleno verano», decía la gente sin poder explicar el extraño fenómeno. Y después de varias semanas de ausencia, comenzaron a leerse los titulares en la portada de algunos diarios: «Se extinguieron los mosquitos», se anunciaba con mayúsculas sensacionalistas sin preguntarse si la afirmación era correcta o no. Pero lo cierto era que no se veían ni por casualidad. Extrañamente exterminados de un día para el otro, en las noticias no había más que especulaciones y no existía ni siquiera una teoría lógica que pudiera explicar la ausencia de los molestos insectos. Algunos periodistas, a falta de información, dijeron que se habían metido con la persona equivocada. Los pobres mosquitos, por lo visto, habían picado a alguien que no debían picar.

El acto de dormir

Todas las luces del teatro se apagan y en una completa oscuridad, sin que nadie pueda distinguirlo, se abre el telón. De repente un reflector se enciende y un decidido haz de luz cae sobre el medio del escenario, iluminando una cama de madera. El murmullo del público se apaga y el artista, vestido con un pijama a rayas y pantuflas, aparece de entre las sombras. Estira un poco los brazos, bosteza, se sienta sobre el colchón, se descalza, le pega varios golpecitos a la almohada para engordarla y se acuesta frente a su público para comenzar a dormir. Pero antes de taparse con las sábanas, saca un pequeño grillo de su bolsillo y lo deja libre sobre el suelo. En medio de un armonioso, suave y somnoliento frotar de alas, el artista se duerme por completo, entregándole al público sus sueños. 45 minutos después, los aplausos vuelven a despertarlo.

Puntadas en el pecho

Cuando terminé de contarle a mi doctor sobre las puntadas en el pecho, hizo algunas anotaciones y luego sacó una tela del cajón de su escritorio. —Este vendaje cura todo tipo de heridas —me dijo mientras depositaba la extraña tela en la palma de mi mano. Regresé a mi casa, apresurado por probarla, y comencé a seguir las indicaciones de uso que me había dado: desenrollé el vendaje a la altura del pecho, cubriendo bien cubierto el corazón, y luego lo dejé trabajar. Llegada la noche me acosté a dormir y al día siguiente ya se notaban algunos leves cambios. Hacía meses que no despertaba con una sonrisa. El vendaje estaba haciendo efecto y no solo empecé a sentir que se comenzaban a curar las heridas recientes, sino también las del pasado. Hoy, después de varios días de tratamiento, la aguda puntada de aquel viejo amor no correspondido, finalmente ha desaparecido.

La pareja perfecta

Gracias a un meticuloso análisis de las casi infinitas bases de datos de hombres y mujeres albergadas en las diferentes redes sociales, la pareja perfecta comenzó a estar al alcance de un simple click. Las personas comenzaron a buscar el amor únicamente en Internet, de acuerdo a la cercanía geográfica primero y los intereses compartidos después. Los gustos musicales, las preferencias en las comidas, los sabores predilectos, los gustos literarios, las películas favoritas, las edades, las series preferidas y, por supuesto, las preferencias sexuales, eran algunos de los datos básicos a los que se recurrían para unir a dos personas. Los avances en los espacios sociales que facilitaron las conquistas, incentivaron a que todos pudieran conocerse y enamorarse gracias a un certero algoritmo matemático que funcionaba como una especie de consejero sentimental. Paradójicamente, nunca más importaron los sentimientos, ya que solo se analizaban y calculaban los gustos de la gente.

Las instrucciones del mapa

El paso del tiempo sobre el papel generaban ciertas dificultades para interpretar el mapa. Aún así, metódico, el pirata se las arregló para seguir cada una de las indicaciones. Luego de su desembarco, equipado con una espada y una pala, se internó en la selva y caminó dos kilómetros hasta llegar al «ombú muerto». Las grandes ramas carentes de hojas en medio de un ecosistema tan lleno de vida le causaron cierto temor. Escaló el árbol y desde lo alto alcanzó a divisar la montaña con forma de cola de sirena. Descendió del ombú, emprendió el largo viaje y al llegar a la parte más alta de la isla, se encontró con la roca ilustrada en el mapa. «Caminar 55 pasos hacia el norte», se explicaba en la amarillenta hoja y el pirata, obediente, cayó por el acantilado en el paso número 50. El mapa había cobrado una nueva víctima.

Las ramas pelirrojas

De camino al mercado, una parejita de gorriones anidaron en el matorral de sus cabellos. Se dio cuenta al regresar a su casa y verse al espejo. Ambos gorriones, camuflados en un nido de cabellos pelirrojos, asomaban la cabeza. La noticia no es novedad. Año a año, al inicio de cada primavera, siempre termina hospedando alguna parejita. Se encariña con ellas y todas las noches, al acostarse a dormir, apoya su cabeza en la almohada con la mayor delicadeza posible. A la mañana siguiente, al levantarse, cuida y mide sus movimientos para tratar de no mojar a sus invitados en la ducha. Los días pasan y desde sus rojos cabellos brotan sin parar una multitud de hojitas. Durante seis meses se siente tan radiante como la copa de un frondoso árbol, hasta que el verano se ve interrumpido por la llegada del otoño. Las aves vuelan. Los cabellos se resecan.

Un barrio peligroso

Pasada la tarde, cuando la noche cae sobre las veredas y las pocas luces de las calles ocultan las malas intenciones de quienes las transitan, el barrio se convierte en tierra de nadie. Se traban las ventanas y las puertas y aquellos que se atreven a salir de sus hogares, inevitablemente tienen que lidiar con las consecuencias.
—No se mueva. Esto es un asalto —se escucha en la oscuridad a un asaltante mientras muestra el filo de una navaja.
—Cerrá el pico y dame la billetera. Esto es un asalto —responde el asaltado desenfundando un facón.
—Ustedes dos, levanten las manos. Esto es un asalto —grita un tercer asaltante mientras carga una bala en la recámara y apunta a los dos ladrones.
—Ustedes tres, cállense la boca y levanten las manos que esto es un asalto —se escucha decir a un cuarto asaltante, mientras apunta los caños de sus escopetas.

Club de lectura

En el espacio muerto que se genera después de cenar y antes de acostarse a dormir, aprovecha para disfrutar del final del día. Prepara una buena taza de café, se coloca las gafas para leer, apaga la luz que se desprende del ventilador de techo y la sala de estar queda iluminada por una tenue lámpara de pie que tiñe de amarillo la tela color crema del sillón. Toma unos sorbos de café para poder despertarse un poco, y luego abre cuatro o cinco libros a la mitad y los apoya sobre la mesita. Había aprendido meses atrás, leyendo y opinando en un club de lectura, que leer es una actividad ideal para compartir. Se le ocurrió entonces la posibilidad de dejar de compartir con personas, y empezar a hacerlo con sus libros. Desde ese día, le narra las historias de sus libros a un atento grupo de tapas dudas.

Sobre el escenario

Tengo la imperiosa necesidad de salir corriendo. Me veo tentado a hacerlo e incluso me imagino haciéndolo, pero finalmente no lo hago. Tal actitud sería mucho más bochornosa que mi abucheado desempeño como cantante. Decido quedarme parado en el lugar, enfrentando la situación, haciéndome cargo. La vergüenza se torna insoportable y siento mis mejillas encendidas, pero me esfuerzo para ponerle buena cara a la situación. Soltar el llanto, tirar la guitarra al suelo, taparme los ojos y escapar por un costado del escenario, significarían demasiadas cosas por las que arrepentirme luego. Además, no me queda otra más que aceptar la cruda verdad: soy horrible como cantante y el espectáculo no le gustó a nadie. Ahora tengo que comportarme como el hombre adulto que soy, tratar de esquivar la mayor cantidad de tomates posibles, y esperar a que todos olviden esta situación. Aunque mucho más me gustaría poder olvidarme yo mismo.