Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

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Fuego sobre el bosque

Se abrió la ventanilla del automóvil y una mano arrojó un cigarrillo encendido hacia el costado. La brasa cayó sobre la gramilla amarilla y seca de la banquina y dio origen a la primera llama que, avivada por el viento, comenzó a expandirse a lo largo de la carretera hasta alcanzar la superficie arbolada del bosque. Para cuando los bomberos fueron advertidos y llegaron a la zona, el fuego ya había arrasado con varias hectáreas y eliminado gran parte de la fauna del lugar, que no había podido escapar del veloz avance de las llamas. La escasa cantidad de agua de las mangueras y los helicópteros nada podían hacer y la única esperanza a la vista era el grupo de nubes que apareció casi espontáneamente sobre el cielo. Los dioses, pensando que se trataba de una inmensa ofrenda, enviaron lluvias para calmar el fuego y bienaventuranzas para quien lo originó.

Problemas de memoria

Su mente absorbía como esponja absolutamente todo lo que sus ojos veían, todo lo que sus oídos escuchaban, todo lo que sus papilas gustativas degustaban, todo lo que él mismo decía. Incapacitada para olvidar, su memoria, aunque privilegiada, atentaba contra su cordura puesto que el contenido de la misma ocupaba demasiado espacio en su cerebro. Recordar en detalle todos los sucesos de su vida, incluidos los más cotidianos, era una verdadera tortura. Cada nombre, cada rostro, cada fecha de cumpleaños, cada festejo, cada lugar, cada patente de automóvil, cada paisaje, cada definición, cada mínimo detalle de lo acontecido; todo se almacenaba en su cerebro sin ningún tipo de filtro y la información acumulada, en su gran mayoría, era totalmente inútil. La única solución consistía, evidentemente, en tratar de olvidar lo recordado y vaciar un poco la mente. Finalmente encontró, en el alcohol, la solución que no podía darle el tiempo.

Mirando hacia abajo

Su larga cola se escapaba por un agujero del pantalón y casi pegada a la espalda, zigzagueaba al compás de sus pasos formando una «s» bien definida. Sus inmensas alas, cautivas debajo del gabán marrón, inflaban el atuendo formándole una inmensa joroba. Caminaba con las manos enterradas en el bolsillo, guardando la cabeza entre sus hombros. Cargaba consigo la postura de quienes tienen frío; se encogía como si siempre estuviera lloviéndole encima; arrugaba su rostro como si alguien estuviese gritándole en el tímpano. Continuamente con la mirada al piso, no perdía el movimiento de sus pasos. Reprimido ante la presión de ser y sentirse diferente, se encerraba en sí mismo hasta que cierto día, aceptó su condición. «Lo exótico tiene lo que lo normal no», pensó para sus adentros y sin más, colgó el gabán en el perchero. Ahora continúa mirando hacia abajo, pero nos observa a todos desde arriba.

Soñando en sueños

Religiosamente me acostaba a dormir la siesta. Con media hora después de almorzar me alcanzaba para recuperar energías y regresar a la oficina. Y cuando yo no podía hacerle caso al despertador, mi mujer me despertaba. ¡Cómo la extraño! A mi querida Marta le falló el corazón y desde que ella falleció, hará dos años, comencé a estirar las siestas. Soñar con Marta era la única forma de sentirla a mi lado, y mientras más dormía, más tiempo pasaba con ella. Comencé a dormir sin parar con tal de encontrarla en sueños, e incluso continuaba durmiendo en las siestas mientras ella intentaba despertarme para que yo pudiera regresar al trabajo. Durante un tiempo, soñando, encontré la felicidad que en la realidad me faltaba hasta que cierta noche, Marta volvió a sufrir un paro cardíaco y nunca más regresó a mis sueños. Se me fue dos veces en una misma vida.

La insistencia involuntaria

Parece —por momentos, aunque sea durante unos pocos segundos— que estoy por alcanzarte. Cuando la fuerza de las olas me empujan hacia la orilla, siento que puedo llegar a tocarte. Pero luego el impulso se debilita, las olas pierden su energía y me freno a unos escasos centímetros de tus dedos. Por más esfuerzo que haga, no puedo evitar alejarme y retrocedo todo lo avanzado, apartándome sin siquiera haberte rozado. Luego el destino juega con mis sentimientos, me ilusiona nuevamente y emprendo otro viaje con las olas, únicamente para estar a punto de acariciarte, fracasar en el intento y volver mi recorrido. Me alejo forzosamente mientras la espuma se ríe de mi desgracia y la arena se ahoga a carcajadas. Las esperanzas vuelven a encenderse una y otra vez, y la cantidad de intentos son proporcionales a las desilusiones. Maldita suerte la mía, al saber que el mar nunca descansa.

Malas noticias

La gran cantidad de malas y desgraciadas noticias hacen que las personas se acostumbren a las malas y desgraciadas noticias. El proceso es lento y metódico. De a una cosa por vez el destino le va inyectando desdichas y adversidades a la población mundial; tantas desdichas y adversidades que hacen que todos vayamos acostumbrándonos a que las cosas malas, suceden. Y suceden cada vez con más frecuencia. Y son cada vez más catastróficas y trágicas y fatales. También son ineludibles. Nadie pudo, ni puede ni podrá frenar la ira de la mano del dios que nos azotó, azota y azotará cada vez con más fuerza hasta que el planeta quede reducido a una gran masa amorfa de dolor y lágrimas, de tristeza y lamentos a los que nadie le dará mayor importancia puesto que el dolor, las lágrimas, la tristeza y los lamentos, serán el pan nuestro de cada día.

La mitad de la mitad de un mordisco

Además de ser alérgico, también era adicto. Y las únicas dos debilidades del emperador, eran las que le impedían ser completamente feliz. De pequeño, el consumo levemente exagerado de tan exquisito producto le producía al emperador severas convulsiones que muchas veces lo habían dejado al borde de la muerte, pero con el tiempo aprendió a controlarlo. Supo que para disfrutar del chocolate durante toda la vida, era imperioso, ante todo, mantenerse vivo. «La mitad de la mitad de un mordisco por día», se prometió, y su perseverancia fue intachable durante décadas hasta que finalmente cayó su imperio. En medio de la inmensa desesperación causada por la pérdida, la ingesta de una docena de barras de chocolate en apenas unos pocos minutos, tuvo una única finalidad. Pero el emperador, sin siquiera saberlo, durante años había entrenado su inmunidad y en el momento de mayor tristeza, conoció por fin la felicidad completa.

Mirando las estrellas

«Aquella de allá, la más brillante de todas», apuntaba mi madre para señalarme a mi padre. Yo le pregunté cuándo se había marchado, por qué nos había dejado sin despedirse, por qué se había ido tan lejos. Nunca supo responderme. Le echaba la culpa a las diferencias que había entre él y nosotros, pero a mí no me engañan; sus diferencias no tenían nada que ver conmigo. Aquel día, mientras mi madre había regresado a la cocina para preparar la cena, yo continué mirando a mi padre que brillaba a lo lejos, deseando con todas mis fuerzas que regresara. Nunca lo hizo. Mamá vino a buscarme nuevamente al patio para avisarme que la comida estaba servida y me encontró lagrimeando. «Tenés sus mismos ojos», me dijo, y me dio un fuerte abrazo. —¿Y cómo se llama la estrella, mamá? —le pregunté mientras me abrazaba. —Él la llamaba tierra —me respondió.

Máquina contra hombre

Se disputa la final del torneo de ajedrez “Máquina contra Hombre”. Asiste al evento un estadio completo que observa a los representantes de cada equipo sobre el cuadrilátero. La figura antropomórfica de un androide representa los miles de gigas de memoria que van a competir contra los entrenados músculos de la brillante mente humana. Millones de televidentes siguen el evento. Avanzado el partido, el hombre, jugando con las piezas blancas, hace su movimiento, saca un cuchillo desde su cinturón y se lo coloca en la garganta a su oponente. El jugador de las piezas negras, frío como el acero, se anticipa a la clásica ansiedad de su adversario y con la tranquilidad que sólo puede manejar una máquina, mueve la torre, desenfunda un revolver y apunta a la cabeza del ser humano. Dispara sin dudar. Un pequeño corte se marca sobre la piel artificial que cubre el cuello del vencedor.

Los caprichos de la megalomanía

Al Rey se le antojó tener una montaña con la cima nevada detrás de su palacio. —Quiero contemplar mi palacio, y para embellecerlo aún más necesito tener una hermosa montaña de fondo —dijo el Rey a uno de sus súbditos e instantáneamente se dio inicio a la planificación de tan magnánima y ambiciosa obra. Nadie reparó en gastos, ni en esclavos, ni en latigazos. Se necesitaron varios meses de trabajos forzados para cortar la base de la montaña más alta de la cordillera más cercana, y otros tantos para subirla sobre la base de troncos que luego fue utilizada para trasladar el gigantesco pico de piedras detrás del palacio. No fue tarea sencilla, como se podrán imaginar, pero finalmente valió la pena: el paisaje, sin lugar a dudas, embelleció la fachada dorada del palacio. —No solo la fe mueve montañas —dijo el Rey mientras contemplaba otro de sus tantos antojos.