Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de junio, 2011

La última cacería

Con ansiedad cerré fuertemente la mandíbula, clavé mis afilados colmillos en la carne dulce y tierna de su joven cuello y el dolor se sintió hasta en la bolita del ojo. La sangre caliente comenzó a emanar en grandes cantidades pero al no poder soportar la molestia, tuve que parar de beber y el espeso líquido comenzó a rebalsar desde mi boca. Dejé de ejercer presión y solté a mi víctima. La sensación de vacío y ausencia fue instantánea. La vergüenza, absoluta. Uno de mis colmillos había quedado enterrado en el cuello de aquella hermosa campesina que tanto me había costado hipnotizar. Decepcionado volé nuevamente hacia mi castillo, entré a mi habitación por la ventana, dejé el diente al costado del velador y medio enclenque me recosté en el ataúd y cerré la tapa. No tardé en darme cuenta de que ya estaba demasiado viejo para ese tipo de cacerías.

Abrazos sinceros

Aunque fría —particularidad otorgada por el metal con el que estaba construida— la máquina era ergonómica; ideal para una función tan noble como la de dar abrazos sinceros. Y además de noble, económica: una única moneda era un precio tentador para quien necesitara de sus servicios. Sus abrazos eran firmes y muchas eran las personas que los consumían. Por haber escaseado en su infancia, por extrañarlos, por avergonzarse de pedirlos, todos invertían parte de su sueldo en abrazos. Pero las nuevas prestaciones no se hicieron esperar y la ciudad se inundó con un modelo de expendedoras recubiertas con gomaespuma en sus brazos mecánicos. Sin dudarlo, todos comenzaron a optar por un servicio de abrazos sinceros más cálido y acolchonado, y dejaron de colocarle monedas a la vieja máquina. No pasó mucho tiempo hasta que la primera expendedora se oxidó de tristeza. De haberla dejado, ella habría dado gratis sus abrazos.