Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de marzo, 2011

Pensar el doble

«Dos cabezas piensan más que una», dijo para sus adentros el científico y sin dudarlo, comenzó con sus investigaciones. Entusiasmado leyó algunos libros y manoseó algunas células madre hasta que finalmente logró clonar su cráneo. Luego, mientras mantenía su segunda cabeza en formol, continuó con las investigaciones para realizar el injerto. Durante varios meses hizo pruebas con tortugas hasta que finalmente se sintió seguro para agregarle un segundo cráneo a su propio cuerpo. La cirugía, practicada por él mismo en un acto de soberbia autosuficiencia, duró un día completo. El resultado fue un éxito total. «Efectivamente dos cabezas piensan más que una», corroboró el científico haciendo uso de sus dos mentes con las que luego reflexionó sobre algunos detalles estéticos en los que no había reparado. Junto con el cerebro, también vienen adjuntos dos ojos, dos orejas, una nariz y una boca. Ahora que puede pensarlo dos veces, se arrepiente.

Leyendo en sueños

Leer antes de acostarme es una buena costumbre que de tanto practicarla, terminó por convertirse en una necesidad. Hoy día no puedo cerrar los ojos sin antes haberlos refregado por algunos párrafos de un libro. No importa el cansancio; siempre leo algo aún cuando el sueño no me deja interpretar la lectura. Suelo avanzar de letra en letra sin entender ni media palabra, y eso me alcanza para poder descansar tranquilo. Por eso es que anoche no sabía si estaba soñando, o si lo que sucedía estaba sucediendo de verdad. Cuando abrí el libro donde señalaba el marcador, noté que la historia había desaparecido. No había nada para leer. Las letras habían sido borradas de las hojas y todas las páginas estaban completamente en blanco. Incrédulo —y bastante asustado— cerré el libro con fuerza, esperé unos segundos y luego volví a abrirlo. La historia había vuelto. Sólo hacía falta reiniciarla.

Muy lejos para escucharte

—…siempre con la misma historia. No la aguanto más. ¿Me estás escuchando?
—…
—¿Me estás escuchando sí o no? —y la voz aguda de mi mujer me devuelve a la tierra. —¿Estás sordo? ¡En qué estabas pensando me querés decir! —insiste agudizando aún más el tono de voz. El grito se asemeja al ladrido de un caniche toy y me hace doler los tímpanos.
—En nada —aseguro.
—¿Y escuchaste lo que te conté?
—Sí.
—¿Si? Y decime qué te conté entonces.
—Que no la aguantás más.
—¿A quién?
—…
—No ves, siempre me hacés lo mismo. No te importa nada de lo que te cuento. No sé si estás sordo, o estás practicando para idiota.
—Perdón —digo bajando la mirada.
—Perdón las pelotas. Yo te estaba contando mis problemas en el trabajo y vos estabas en la luna.
—¿Cómo lo supiste?
—¿Cómo supe qué?
—¿Cómo supiste que yo estaba en la luna?

El combo de la felicidad

Continuaba en viaje y hacía desde la madrugada que no probaba bocado, así que cuando leí el cartel que decía «hamburguesas» al costado de ruta, estacioné el camión en la banquina. El hombre que estaba detrás del mostrador tenía una larga barba y el negocio —tres chapas para las paredes y una para el techo— no se veía muy higiénico que digamos. No me importó. Ordené el «combo de la felicidad», donde entraba una hamburguesa con queso, unas papas y una gaseosa. Algo sencillo como para salir del apuro, pero cuando estaba por pagar, el vendedor me ofreció agrandar el combo. Por cinco euros más me daba un bolso lleno de dinero. Sacó el bolso, lo puso sobre el mostrador y lo abrió. Cinco euros más y me hacía millonario. La oferta era tan tentadora, que me vi obligado a desconfiar. «Sólo el combo», aclaré, y lo pedí para llevar.

Esperando el castigo divino

Apretó demasiado la soga y acabó con la vida de su víctima. La verdadera intención era asustarlo, enseñarle que no le convenía meterse con él, demostrarle lo que podría pasar la próxima vez. La muerte por asfixia fue algo que no estaba planeado. Pero si bien fue un error, fue uno de los que no se perdonan. Limpió meticulosamente los posibles detalles que podían llegar a incriminarlo, ordenó los muebles que se habían corrido en el forcejeo y se fue de la casa. Los investigadores no descubrieron ninguna pista y la justicia ni siguiera llegó a interrogarlo, pero él no pudo con las insistentes preguntas de su conciencia. Estaba arrepentido y sabía que tenía que ser castigado, pero no se atrevía a entregarse. A cambio, decidió esperar el merecido castigo divino y al ver que nunca llegaba, optó por adelantarse al juicio. Se quitó la vida para acelerar los trámites.

La subasta de la escultura que camina

La sala estaba repleta de personas y algunos millonarios excéntricos resaltaban del resto. Entre ellos había un anciano calvo, con bigotes y monóculo, una señora con un caniche toy dentro de su cartera y un llamativo personaje con camisa hawaiana y pantalón corto que resaltaba entre los trajes de etiqueta. De repente, la escultura que camina entró a la habitación y se dirigió pausadamente hacia el centro del escenario. —¿Cuánto ofrecen? —preguntó finalmente el subastador y la escultura que camina dibujó un gesto de preocupación en su rostro metálico. Todos guardaron silencio hasta que el hombre del monóculo rompió el hielo y gritó la primera oferta. Mientras los demás participaban fervientemente de la subasta y le otorgaban un ostentoso precio a la escultura, yo no pude emitir palabra. Me pareció demasiado de mal gusto comprar una figura viviente para tenerla encerrada en mi casa por miedo a que se escape.

Adicción a la siesta

La reacción era espontánea; cuando el reloj marcaba las 15:00 horas, 2 horas después de haber almorzado, su cuerpo se rendía ante los renovadores placeres de la siesta. Tener que dormir aunque sea unos minutos a la tarde le era obligatorio. Su organismo se lo pedía y si él no respondía a la solicitud, si no estaba recostado en una cama o sentado en algún sillón preparado para dormirse, terminaba impactando contra el suelo. Su cuerpo parecía desconectarse o apagarse por sí mismo. Al principio le eran necesarias dos o tres horas de sueño para recuperarse y poder continuar el día con toda normalidad, pero luego comenzó a necesitar más y más tiempo y la siesta terminó por convertirse en parte del descanso nocturno. Hoy día duerme durante 23 horas y solo una permanece despierto. De continuar su adicción al sueño, no le faltará mucho para quedarse dormido por siempre.

La casa embrujada

Por aquella época no tenía lugar donde vivir, mi economía no daba para pagar un piso como la gente y finalmente tuve que conformarme con el alquiler de una casa embrujada. El lugar, aunque se encontraba bastante alejado de mi trabajo, era cómodo y me sacaba del apuro. Pero desde el momento en que fui a verlo, supe que el espectro que habitaba la casa iba a ser un problema. Carlos, el fantasma, al principio era insoportable. Nunca dormía, se quejaba de todo y se divertía cambiándome las cosas de lugar. El fantasma tenía un temperamento como pocas veces he visto, pero poco a poco se fue acostumbrando a mi presencia y finalmente terminamos siendo muy buenos amigos. Al tiempo logré conseguir un trabajo mejor remunerado y al mudarme, le propuse llevarlo conmigo a la nueva casa. Nunca más nos separamos. Hoy se cumplen 234 años desde que nos conocemos.

Un desconocido cuerpo eclipsante

Me encontraba cautivo en una gran habitación con ambas manos anudadas detrás del respaldar de una silla. Después de haber soportado varias horas en aquella incómoda posición, alguien se paró delante del reflector que apuntaba a mi rostro, eclipsando la luz que me cegaba. La definida silueta mostraba el físico bien formado de un cuerpo robusto que después de unos segundos, me dirigió la palabra. Su voz grave y pausada que al principio tenía cierto tono afectivo, comenzó luego a alterarse ante la ausencia de respuestas satisfactorias. No conforme con mis repetidas explicaciones, la tortura se hizo inevitable y después de varios golpes y la intervención de una tenaza, seguía sin comprender lo que me preguntaba. Se notaban claramente los signos de interrogación al final de las oraciones, pero no tenía capacidad para interpretarlos. En mi vida había escuchado un idioma tan extraño; calculo que él tampoco reconocía el mío.