Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de febrero, 2011

El truco de los pañuelos

Mete su mano en el bolsillo del pantalón y saca un pañuelo. Lo tira al suelo. Luego repite la acción una y otra vez, sacando más y más pañuelos hasta formar una montaña de tela sobre el escenario. «Un truco estúpido», piensan algunos espectadores hasta que el mago los invita a revisarse los bolsillos. Sorprendente; los pañuelos del auditorio están todos apilados en un único lugar. Si bien a algunos no les hace mucha gracia, el público queda maravillado con el truco. El mago continúa con las ilusiones básicas de su rutina. Corta una persona al medio, vuelve a unirla, hace desaparecer a su secretaria y hace aparecer un tigre. Para finalizar saluda a todos, agradece la convocatoria, levanta una capa negra delante de su cuerpo y luego la suelta. Al caer la tela, el mago ya no se encuentra. Junto con él, desaparecen las billeteras de todos los presentes.

El rugir de los ronquidos

Son incalculables los divorcios causados por los ronquidos, pero Mabel continúa fiel al marido, intentando conciliar el sueño a su lado. La mayoría de las veces lo logra, aún cuando sus hijos, a dos habitaciones de distancia, se ven afectados por el maquiavélico fenómeno nocturno que les impide cerrar los ojos. Con una perseverancia admirable y una tolerancia que muy pocas mujeres son capaces de pulir, Mabel logra desentenderse de la tenebrosa y obscura cueva que ruge a su costado. Noches y noches de un forzado e inevitable entrenamiento han formado en ella un oído educado y unos nervios de acero, ayudándola a ignorar, a veces, el motor que vibra a su costado. Mientras que otra mujer se volvería loca de remate, presa de un ataque de nervios en plena madrugada, Mabel suele contar hasta que se le acaban los números. Luego, cuando logra dormirse, sueña que duerme en silencio.

Sola en la ancianidad

La anciana no tiene horarios. El día o la noche le son indistintos y para ella lo mismo da un desayuno que una cena. De todas formas no prueba bocado. Las ventanas de su casa siempre están cerradas. Ni siquiera la luz del sol logra entrar a las húmedas habitaciones bañadas por la tenue luz amarilla de las bombillas. Indiferente a los abriles, parece no envejecer. No siente calor ni frío, no transpira ni tiembla. Simplemente se sienta en su habitación, como si fuera un busto esculpido en piedra, y permanece inmóvil. Al no dormir, tampoco suele despertar. Sin pegar los ojos permanece encerrada en su casa, exiliada de este inmenso planeta donde ya nadie se acuerda de ella. Hace años que no sale de su cuarto, lugar donde vela su propio cuerpo que yace sobre el suelo, tendido al costado de la cama, rodeado por un par de pastillas.

Recorriendo el camino

A su espalda se pierde la huella que el caminante va marcando en el camino de tierra. Cansado de tanto andar, deja el cajón en el suelo para poder sentarse durante unos minutos. A sus costados, detrás de los alambrados se hamaca el trigal con el viento. El sol del mediodía cae de lleno en la cabeza del caminante al que ni siquiera lo acompaña su sombra. El suelo está húmedo por la reciente lluvia que regó el campo y la humedad del ambiente se le sube a los hombros. Ya ha recorrido bastante y la larga travesía que le depara le estira la cara de desgana, pero luego de recuperar las fuerzas, se para nuevamente y vuelve a aferrarse a su ataúd. Sosteniendo la manija de uno de los extremos, lo levanta y comienza a arrastrarlo. El caminante continúa marcando su huella, dibujando la estela de su propia muerte.

Un único amor incondicional

Habiendo pasado los cuarenta, aburrido y cansado de la vida en matrimonio terminó por separarse de su segunda mujer. Se dividieron los bienes, alquiló una casita a las afueras de la ciudad y aprovechó para comprarse el deportivo que tanto quería. Por aquella época ninguna mujer le venía bien y desaprovechaba cada una de las oportunidades de salir con una, ya que sólo tenía un único e incondicional amor. En la soledad de su hogar, solía masturbarse pensando en él mismo. Él, acariciándose, besándose, penetrándose. Se imaginaba llegar a su casa y encontrar el cuerpo de un hombre desnudo esperándolo en su cama; un hombre idéntico a él, con un cuerpo idéntico a su cuerpo, con un rostro idéntico a su propio rostro. No existía acto de amor más ególatra que aquellas tardes de invierno en el dormitorio de su casa, donde se imaginaba siendo amado por su propio clon.

El primer paso es aceptarlo

Llegué a la reunión y ya todos estaban sentados en círculo. El humo de los cigarrillos encendidos formaba una tenue niebla sobre la única lámpara que iluminaba el salón. Fui el último en llegar. Había un molesto murmullo en el aire y eso me hizo sentir mucho más incómodo de lo que ya estaba. La mía era la única silla abierta que faltaba ser ocupada para completar el círculo. Después de hacer una breve introducción, el coordinador del grupo que seguramente era psicólogo, me invitó a presentarme, a sincerarme conmigo mismo, y a sincerarme con el grupo. Dijo que «aceptar el problema es el paso más importante para superarlo». El silencio se hizo algo molesto y todos me miraban morder mi labio inferior hasta que por fin tomé coraje. —Hola, mi nombre es Pac-Man y soy adicto a las anfetaminas —confesé con un hilo de voz, mirando hacia el piso.

Cuando el cuerpo reacciona

Fue la memoria muscular, calculo, lo que me hizo llegar hasta su casa. Caminaba perdido en mis pensamientos cuando de repente vuelvo a la realidad y me encuentro golpeando su puerta como en los viejos tiempos. Nos habíamos peleado hacía varios meses y por lo visto todavía no había logrado olvidarla, ni a ella ni a la rutina. Mientras andábamos de novio yo salía todos los días del trabajo, pasaba por su casa, almorzábamos y luego volvía a la oficina. Nos peleamos por cansancio, o porque soy un despistado, ciertamente no lo recuerdo. Lo cierto es que abrió la puerta y se sorprendió con mi presencia tanto como yo lo estaba.
—¿Qué hacés acá?
—No tengo idea.
—¿A qué viniste? —insistió.
—La verdad no sé. Creo que mi cuerpo te extraña —especulé. A ella le pareció una mala excusa y cerró la puerta. Mis piernas regresaron solas a la oficina.

Sobre el camino marcado

Por aquella época sufría las desgracias cotidianas que traen consigo las rutinas. Estaba tan acostumbrado a la monotonía que no podía diferenciar un sábado de un miércoles. Hacía mi trabajo de forma automática con tanta precisión que hasta podría haberlo hecho con los ojos vendados. Recuerdo que nunca me había salido del camino que recorría a diario, pero el lomo, las gambas y la cola de la yegua del rancho vecino, me hizo abrir los ojos. Relinché, me paré en dos patas, me liberé de la gorda que me montaba y troté. Hacía años que no trotaba; años que no salía del camino marcado por mis propias herraduras. Tenía los músculos débiles y estaba fuera de estado, pero eso no me impidió saltar el alambrado, pararme a su lado e invitarla a trotar conmigo. Fue imposible convencerla. Ella tenía su propio camino, y demasiado miedo como para salirse del mismo.

Cascada de dientes

Estoy placenteramente recostado en el sofá cuando siento una sensación en los dientes. Me toco la dentadura y noto que mis colmillos están flojos. Uno de ellos se me desprende y luego siguen cayendo los demás, uno tras otro como si llovieran desde mi boca. Me doy cuenta de que estoy en un sueño cuando reflexiono que ya se me han caído muchas más piezas dentales de la que pueden albergar mis encías. Me vuelvo a dormir, me despierto, me baño, me tomo el subte, llego al trabajo y me saco la duda. «Soñar con dientes caídos» escribo en google y después de leer algunos resultados, aprendo que la caída de los dientes puede significar el presagio de la muerte de un familiar. «No es muy buena señal», pienso, y suena el teléfono de mi oficina. Es mi madre que quiere hablar conmigo. La secretaria me dice que está llorando.

Muerto de risa

El brujo, usando retazos de jean, comenzó a trabajar sobre el diseño y confección de un muñeco. Con tijera, aguja e hilo le dio forma a las piernas, los brazos, la cabeza y el torso. Luego rellenó todas las partes del cuerpo con goma espuma y las unió. Con el muñeco terminado se dispuso a caracterizarlo. Usó tinta china para pintarle el rostro: una sonrisa de oreja a oreja, una naricita diminuta y un par de ojos grandes y saltones. Habiendo terminado, lo colocó sobre la mesa para empezar a trabajar sobre la víctima. Levantó el brazo del muñeco y haciendo uso de una pluma, comenzó a acariciarle lentamente la axila. A varios kilómetros de distancia, un hombre empezó a reirse sin parar, se le cerró el pecho y ante la falta de aire, cayó al suelo. La víctima, como todas las otras, murió a causa de una intensa carcajada.