Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de enero, 2011

El fantasma de la casa abandonada

La fachada de la casa estaba tan abandonada como el hombre que la habitaba. Mi familia y yo vivimos toda la vida en frente —cruzando la calle— y haciendo memoria, no tengo recuerdos de haber visto ese lugar arreglado. Las paredes, oscuras de tanta humedad acumulada, fueron juntando moho hasta convertirse en el perfecto estereotipo de una casa embrujada a la que todos los niños del barrio le temen. Pero más allá de los mitos de la descuidada vivienda y su dueño, lo más llamativo de aquel hogar abandonado es la plantita. Sobre el techo ha crecido una alta y solitaria rama que ha germinado en la tierra acumulada de la canaleta y aún hoy sigue creciendo ya que desde la muerte del dueño, nadie más quiso la casa. Todos se imaginan que un fantasma habita en ella y lo que es peor, se trata de un fantasma bastante abandonado.

La llegada de la niebla

De vez en cuando una niebla tan densa y absoluta como la oscuridad envuelve el pueblo por completo. Llega siempre desde el norte, avanzando como una avalancha gigante, comiéndose la luz a su paso. Primero cubre las calles y aceras y luego se escabulle por todos los rincones del pueblo hasta que no existe lugar que quede sin ser rellenado. El extraño fenómeno dura apenas unos minutos en los que no vemos ni nuestros propios pasos y cuando la niebla se aleja hacia el sur, simplemente resta hacer el conteo para saber quién ha desaparecido. Hace varios años que perdemos habitantes, pero hoy el fenómeno cambió su rutina. Ya hace una hora y media que la niebla no se retira y si bien al principio tenía la esperanza de que estuviese tardando en seleccionar a su víctima, ahora la esperanza se ha desvanecido. No encuentro paredes. Nadie escucha mis gritos.

La fuente de la vida

Muchos han sido los que se aventuraron a la búsqueda de la fuente de la juventud con intenciones de rejuvenecer, dejar de envejecer y, por supuesto, vivir por siempre. Yo mismo fui uno de esos osados caballeros que con gran valor nos internábamos en los más recónditos lugares tratando de dar con nuestro destino. Por aquellas épocas, en mi rostro no había rastros de arrugas, mi espalda no se quejaba, mis manos no temblaban y la memoria no me jugaba malas pasadas. Aún así, soñaba con bañarme en aquellas aguas curativas —sin tener que curarme de nada— y beber el elixir que me otorgaría la vida eterna. Aposté todos mis años a la búsqueda de una fuente milagrosa —como la idealizaba en mis sueños— sin darme cuenta de que envejecía en el proceso. Obsesionado, desperdicié absolutamente toda mi vigorosa juventud tratando de alcanzar lo que en ese momento ya poseía.

La mudanza del sospechoso

El hombre se mete al baño público de la estación de tren y le pone traba a la puerta. Se desnuda por completo, toma un bisturí y coloca el afilado instrumento sobre su frente. Presiona sobre la piel y comienza a realizar una incisión. El corte atraviesa su rostro, bajando luego por el cuello, pecho y abdomen. La segunda y tercera incisión las realiza a lo largo de sus piernas y los siguientes tajos los practica sobre sus brazos, desde el hombro hacia la muñeca. Al terminar, comienza a desprenderse de su piel. En carne viva abre el bolso de viaje que trae consigo y saca una funda para su cuerpo. La nueva piel que se coloca —tal si se vistiera con pantalón y camisa— es más morena. Zurce las uniones, tira los restos por el inodoro, se viste y se aleja tranquilo. Es imposible que la policía lo identifique.

Un brebaje para la caída del cabello

Era de noche cuando un extraño personaje, flaco, pelado y con una pronunciada nariz aguileña, vestido con un sobretodo negro se me plantó adelante y abrió su vestimenta hacia ambos costados. En el interior de la prenda había cientos de frasquitos colocados en hilera. Los pequeños tubos de vidrio —finos y alargados— estaban tapados con un corcho en el pico y contenían un líquido de tonalidad azulada. «Son para la caída del cabello», me dijo. Yo ya había probado de todo para recuperar el pelo perdido. ¡Qué me podía hacer un producto más en la cabeza! Pagué unos euros, fui a mi casa, me apliqué el brebaje e instantáneamente el poco pelo que me quedaba se debilitó y cayó al suelo. Furioso y profundamente amargado salí a la calle y busqué al estafador hasta encontrarlo. «Yo le dije que era para la caída del cabello, no para su recuperación», justificó.

El llanto continuo

El sol de un domingo a la tardecita caía lentamente cuando sin otra cosa que incentivara la tristeza, una lágrima bordeó su tabique, subió sobre su pómulo, pasó a unos milímetros de la comisura de sus labios y luego tomó rumbo hacia la pera donde finalmente se soltó del rostro para caer libre y estallar sobre el suelo. Desde aquella primera gota, su llanto fue continuo e imparable. Nunca más dejó de llorar, ni siquiera por unos pocos minutos. Las lágrimas caían y caían con tanta frecuencia que incluso varias veces estuvo al borde de la deshidratación. Falleció llorando un domingo a la tardecita, como era de esperarse, con un llanto cargado de sensacionalismo; pero a nadie se le hubiese ocurrido que después de muerta su ataúd iba a terminar inundándose con el chorrear de las lágrimas que parecían llorar su propia muerte. Algunos aseguran que fueron lágrimas de alegría.

Los fantasmas del objeto muerto

Mi hermano pegó un pelotazo imposible de atajar y la pelota entró por el ángulo derecho imaginario del arco, metiéndose por la ventana de casa que estaba entreabierta. Lo que no se salvó fue el florero que había adornado las mesas de tres generaciones. La antigua pieza de cristal había pasado de madre a hija hasta llegar a las manos de mi madre, a la que casi le agarra un ataque al sentir la explosión y desintegración del objeto sobre el suelo. La inmensa cantidad de fragmentos de cristal pertenecientes al florero, yacían desparramados sobre la alfombra y desde ellos comenzaron a emerger pequeños espíritus traslúcidos —casi invisibles a la vista— con la forma original de su antigua función. Nosotros veíamos desde el patio cómo los espectros del florero se elevaban hacia el cielo mientras mi mamá, entre llantos y gritos, hacía un esfuerzo inútil por atrapar los minúsculos fantasmitas.

El trueque de los desesperados

Después de varios meses disfrutando de sus besos, caricias y abrazos, ella rompió su corazón apartándolo de su vida y él, con la esaza esperanza que le quedaba en el bolsillo, decidió recuperarla. Probó con flores, bombones, alhajas y cartas de amor pero nada dio resultado. Desesperado y con la soga al cuello, su alma le pareció un precio bastante justo para volver a disfrutar del amor de su vida. El diablo se encargó de redactar el contrato. Ahora, habiendo alcanzado su sueño, caminando de la mano con su amor recuperado y gozando además de los favores económicos que puede otorgar el infierno, espera temeroso el momento en que las brasas abracen su cuerpo. Incapaz de disfrutar de los pocos años que le quedan de vida, teme por su futuro y despierta por las noches, bañado en sudor, con la imagen de su socio recibiéndolo en las puertas del infierno.

Un combustible de vida

El alcohol en exceso, además de alejarlo de su familia, había afectado su pulso y avejentado su rostro. A todos lados llevaba su petaca de whisky. Era el combustible que necesitaba y por lo tanto no podía arriesgarse a salir a la calle sin él. Lo llevaba dentro del bolsillo interior derecho de su saco para tenerlo a tiro y cuando sentía que se le terminaban las fuerzas para seguir caminando, recargaba el cansado organismo. Su mano reaccionaba de memoria y se dirigía mecánicamente hacia la ancha botella de acero inoxidable que contenía el líquido capaz de lograr la combustión interna necesaria para mantener el paso. La derecha desenroscaba, la izquierda inclinaba el pico y la castigada garganta parecía cicatrizar ante el firme caminar de Johnnie Walker. En los últimos años de su vida, no podía avanzar ni cincuenta metros sin desenroscar. Falleció en una esquina, al pinchársele el tanque.