Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de diciembre, 2010

En casa de herrero

La dentadura del dentista me impactó. Por lo general los practicantes de esta profesión que calculo yo, en otras vidas habrán sido verdugos, suelen tener una dentadura impecable. Sospeché, por lo tanto, del exceso de sarro que se acumulaba en los incisivos superiores de aquel que tenía que realizarme un tratamiento de conducto.
—El Doctor Domínguez tuvo un inconveniente y yo estoy reemplazándolo —explicó, y mientras analizaba una radiografía me recosté sobre la camilla. Al instante siguiente lo llamó la secretaria y al ausentarse, el asunto del sarro siguió dándome vueltas por la cabeza hasta que finalmente tomé una decisión: «mejor salgo urgente de esta sala de torturas» pensé, y cuando apoyé los pies sobre el suelo, el dentista entró nuevamente al consultorio.
—¿Te estás escapando? —peguntó mostrando sus oxidados dientes.
—Voy un segundito al baño —justifiqué, y me alejé apresurando el paso, espantado por aquel insólito dentista con sarro.

El rostro de la princesa

El príncipe comenzó a subir las escaleras con el entusiasmo de un adolescente. Sabía que dormir era uno de los más naturales tratamientos de belleza y seamos sinceros, ¿qué otra cosa podría hacer una princesa encerrada en un castillo? Únicamente él sabía por lo que había pasado para poder rescatarla y finalmente estaba a punto de recibir su merecido premio. Un beso, un simple beso pagaría todos los pesares pero antes de entrar por la puerta de la habitación más alta del castillo, supo que ya era demasiado tarde. El olor a putrefacción era insoportable. Aún así, completó los últimos peldaños tapándose la nariz con el antebrazo simplemente para confirmar aquello que presentía. Al entrar al cuarto vio que el cuerpo yacía sobre la cama. Algunas moscas revoloteaban sobre el azulado rostro ya casi deformado de la princesa, a quien el acto de dormir ya no le retribuía en belleza.

Un árbol en el bosque

El niño fue alejándose poco a poco de su casa mientras trataba de cazar una colorida mariposa. La persecución fue conduciéndolo hacia el bosque y la muy escurridiza no se dejaba atrapar. Después de mucho intentar, agitado de tanto perseguirla, decidió sentarse a descansar al costado de un frondoso árbol. Miró un rato hacia el cielo mientras observaba cómo se las ingeniaba el sol para gambetear las hojas de las tupidas ramas, y luego se quedó dormido mientras buscaba formas de animales entre las nubes. Estaba haciéndose de noche cuando abrió los ojos nuevamente y al querer usar sus brazos para estirarse, con gran sorpresa notó que una parejita de gorriones habían anidado en la palma de su mano. Al intentar espantarlos se dio cuenta de que sus manos se habían endurecido. Asustado intentó salir corriendo hacia su casa, pero el esfuerzo fue inútil. Sus piernas ya habían echado raíces.

Como un pez sin su pecera

Después hacer la oferta me abrí el pecho, me arranqué el corazón con la mano y lo puse sobre el mantel. «Te doy mi vida para que hagas con ella lo que quieras», repetí después de unos segundos de silencio esperando a que ella reaccionara. Los latidos de aquel musculoso pedazo de carne se iban apagando a medida que avanzaba el tiempo y ella tardó demasiado en dar una respuesta. En ese momento, el inútil bombear del órgano apenas se notaba y los movimientos del mismo se asemejaban a los espasmos de un pez fuera de su pecera. «No puedo aceptarlo», sentenció. Luego pellizcó la vena cava superior —apretándola con el pulgar y el índice— y estiró la mano para alejar el corazón de su cuerpo. Las gotas de sangre marcaron su recorrido hacia la cocina. Tenía la cara arrugada del asco cuando arrojó mi oferta al tacho de basura.

La indiferencia de los cuervos

Los pájaros se paraban sobre el muñeco que cumplía la función de espantarlos. Aquel palo en forma de cruz, clavado al suelo y con las manos extendidas, paralelas a los surcos de trigo, velaba por la seguridad de la cosecha. Fue un trabajador incansable que al llegar a viejo se vino a menos, sus trapos se deshilacharon, su relleno fue desapareciendo y poco a poco comenzó a decaer la efectividad de su función. Recordaba los viejos tiempos en los que gritaba y agitaba las manos, asustando y alejando a las aves que se alimentaban de la siembra. Pero los negros bichos no tardaron en entrar en confianza y la técnica del espantapájaros terminó por volverse inútil. Rendido ante la ineptitud para con su razón de ser, arrancó espigas, rellenó sus brazos y torso, abultó su cabeza, guardó algunos tallos en el bolsillo y emprendió viaje. Ningún cuervo notó la ausencia.

Los paisajes detrás de sus ojos

Vi que detrás de sus ojos se escondía un universo, una galaxia, un planeta y un sinfín de fantásticos paisajes. Las pomposas nubes viajaban a unos pocos metros del suelo y las algodonadas formaciones solían enredarse sobre las copas de los árboles. También noté que detrás de sus ojos se podía usar una escalera para tocar el cielo con las manos, y subir algunos escalones más para observarlo viajar desde arriba como si estuviéramos mirando el correr del agua de los ríos. Imposible se sentía aquel lugar de tan perfecto, y hechizado por la promesa de sus utopías, curioso me metí en ellos. A caminar por las verdes praderas que albergan, a comer los frutos de sus sueños, a beber las aguas de sus deshielos. Tan placentera fue la experiencia que he decidido quedarme, hasta el final de mis días, viendo cómo pasa su vida desde detrás de sus ojos.

Lo más buscado

Si tenemos que adjetivar la noticia, primero podríamos decir que es desdichada y luego, afortunada. El anuncio que reveló su corta esperanza de vida derivó más tarde en una reflexión que no se hubiese desatado sin la desgracia de su inminente muerte. «¿Qué quiero de mi vida?», se preguntó, y tal cuestionamiento seguramente no encontraría respuesta en google. Si quería descubrir lo que nunca había buscado, tenía que indagar en otros campos. Primero invirtió su dinero en lo básico: diversión, mujeres, drogas, paisajes, sabores, sensaciones y una larga lista de etcéteras que estuvieron lejos de conformarlo. Habiéndolo probado todo, su búsqueda continuó luego por los logros. Decidió que se sentiría completo alcanzado objetivos que tardaría una vida entera en conquistar, y teniendo en cuenta su corta esperanza de vida, triunfar iba a costar el doble. Paradójicamente, ante la latente motivación de la muerte, los proyectos de vida se abrieron camino.

Una historia congelada en el tiempo

El proceso de los hielos derritiéndose mostró el rostro perplejo de un anciano. No fue ningún hallazgo científico de importancia; simplemente un viejo detrás en una inmensa capa de hielo, sosteniendo una petaca y utilizando un rifle a modo de bastón. Parece estar escapando eternamente, cargando una mochila y protegiéndose del frío gracias a una abrigada manta de piel que hace juego con su calzado, confeccionado con la materia prima del mismo oso polar. Por la posición de su cuerpo puede observarse que fue atrapado por sorpresa, sepultado vivo, congelado al instante. Las especulaciones respeto al sujeto son varias, pero la mayor intriga no proviene de su identidad sino de la expresión de terror en sus facciones y la situación congelada en el tiempo. Ahora sólo resta esperar el lento pero constante proceso de derretimiento que con suerte revelará a su depredador, quien lo persigue desde quién sabe cuántos años.

Un bote a la deriva

El bote navega a la deriva, perdido en las anchurosas aguas del pacífico que de pacíficas no tienen mucho. El tripulante se esfuerza por contabilizar los días; cree que ya han pasado unas trece noches. Dos de sus compañeros ya han sido arrojados al mar y aquella contribución a la fauna marina alertó a su predador. Los afilados dientes de un tiburón persiguen con extrema fidelidad el desafortunado navegar de aquella bandeja inflable. Extrañamente, todavía le quedan fuerzas para pararse sobre el bote y sentir un dejo de esperanza al mirar hacia el horizonte. Si bien ha caído en la tentación de beber agua salada, el barco que se acerca a lo lejos es demasiado real como para ser una alucinación. Grita y agita los brazos sacando energías de quién sabe dónde, pero los tripulantes del buque de rescate sólo ven un cuerpo ya sin vida, calcinado por el sol.

Los orígenes extraterrestres del oro

Por todos es conocido el mito de la existencia del planeta de oro y muchos esperanzados de la comunidad galáctica viven para encontrarlo. Viajan incansablemente visitando las galaxias del universo, tratando de dar con el lugar donde se ha originado tan apreciado metal. Los soñadores afirman que en aquel planeta las rocas escasean y a falta de ellas, el oro que reluce en abundancia es el mismo oro que al desprenderse ante el impacto de un meteorito, viajó errante por el espacio, bombardeando finalmente nuestro planeta, regándolo con las nobles virtudes que ayudaron a construir la ciudad de oro donde se hallaron las inscripciones que cuentan parte de esta historia. Sobre el respaldar de un trono de oro sólido, esculpidas a mano resaltan las pepitas que representan el metal extraterrestre lloviendo desde el cielo, desparramándose sobre la tierra, bañando las construcciones de la ciudad que durante tantos milenios permaneció oculta.