Un microrrelato por día y cada uno de 150 palabras. Ni una más, ni una menos.

Archivo de noviembre, 2010

Las palabras del ajeno – Segunda Entrega

Leer la primera entrega.

Saber lo que dice la gente es mi especialidad, mi droga y mi devoción. Conocer los secretos de las personas al verlas hablar, es exótico. Se experimenta una sensación única al meter la vista en los labios ajenos que están a unos cuantos metros de distancia. Escucho sin oír y empiezo a sentir que las palabras son mudas. El murmullo del ambiente se apaga y el mundo parece callar por completo. Todos los sonidos desaparecen cuando me desentiendo del sentido del audio. Agudizo la vista, enfoco, y sobreviene el implacable silencio. En ese estado de concentración soy capaz de percibir un único par de labios. Lamentablemente, ayer, en el confesionario, pude observar algo que no debería de haber visto. Aquel hombre le confesó un asesinato al párroco delante de mis propios ojos. Fue particularmente gráfico el verlo narrar los cuchillazos sobre el pecho de su víctima mientras masticaba un chicle.

Las palabras del ajeno – Primera Entrega

De todos los idiomas que tenía ganas de aprender, el lenguaje de señas era el que más me llamaba la atención. Creo que tiene cierta mística poder comunicarme con gente que no lo hace tan fácilmente como todos. Por aquellos años estaba convencido de que lo hacía por pura bondad. Emprendí la ambiciosa tarea y a los pocos años ya era todo un experto en entablar conversaciones sin mover la boca. Pero en medio de todo ese proceso de aprendizaje surgió la curiosidad por aprender a leer los labios. No tardé en darme cuenta de las ilimitadas ventajas de saber lo que hablan dos personas, con tan solo mirarlas conversar desde lejos, sin oír ni una pizca del sonido de sus voces. Ahora, desde hace unos meses, no resisto las ganas de ir a la iglesia y pararme cerca del confesionario. El párroco admira mi supuesto fervor por la oración.

Las piezas de marfil

—El destino siempre estuvo delante de los sucesos más horrorosos de la historia universal. Calculo que también fue el destino aquello que colocó su torre ante los ojos expectantes de mi caballo, mi querido Rey —dijo el Conde mientras derribaba los muros con las patas aplastantes de un pura sangre inglés que poseía más de mil batallas.
—En esta gran sala bañada en oro, yo soy el Rey, mi querido Conde. Me ofende al pensar que voy a ser tan ingenuo como para permitirme desproteger tan magnánimo palacio. Las batallas muchas veces deben ser perdidas. Una torre no es nada comparada con todo mi reino y por lo tanto no me duele verla derrumbarse. Es más, me alegro de haberla sacrificado. Desde los primeros movimientos supuse que su caballo era bastante ansioso. Ahora su Reina, mi querido Conde, tendrá un destino similar al del elefante que fue sacrificado para moldearla.

El gen del altruismo

—No hay mejor manera de ganarse la vida que la de ser un hombre que oficia de altruista —le dije, y me estiré para estrecharle la mano. Él me correspondió el gesto y desde ese preciso instante sellamos un trato. Los años fueron pasando y aquel niño que me salvó la vida al sacarme de la calle se fue convirtiendo en un hombre. Yo nunca le perdí el paso. Fui más fiel que su propia sombra y él, por pura bondad, me ofreció techo y comida. En ese acto desinteresado me di cuenta de que hay personas que dan mucho sin pedir nada a cambio. Aprendí de él, y por lo tanto seguí su ejemplo. Ahora lo protejo del peligro, caminando a su derecha, mostrándole los dientes a cualquier persona que se acerque algunos pasos. Lo cuido, a cambio de nada. Él me rasca las orejas, a cambio de nada.

Bajo la sombra de un árbol

Estaba tan aburrido en su casa que le pareció buena idea salir a pasear un rato. Después de un tiempo, la caminata sin rumbo definido desembocó en un parque y como el recorrido había sido agotador, decidió sentarse a descansar. El día era soleado y el árbol que estaba a su espalda le ofrecía una abundante copa de hojas verdes que daban buena sombra. Se cruzó de piernas y abrió los brazos estirándolos a lo largo del respaldar del banco, como queriendo ocuparlo por completo. Luego inclinó la cabeza hacia atrás, mirando hacia el cielo y el resplandor del sol hizo que se cerraran sus ojos. Cuando volvió a abrirlos, pudo notar que el copioso árbol se había secado por completo. Las hojas, muertas y amarillas, comenzaron a llover a su alrededor, hipnotizándolo con sus danzantes bamboleos. Aquella tarde, al otoño le tomo apenas unos minutos enterrarlo hasta el cuello.

El poder de las flores

A pesar de su alergia, le encanta el aroma que despiden las margaritas y la pobre Mariela nunca puede dejar de disfrutarlo, al mismo tiempo que padecerlo. Así como todo el mundo reconoce que fumar es malo, Mariela sabe que las margaritas le producen urticaria y, según el grado de exposición, asma. Pero las patologías no son nada comparado con el aroma de la flor. Terca como una mula, entierra su nariz en el corazón amarillo para absorber la esencia y luego se prepara para sufrir los ataques. Sin aire y rascándose hasta lastimarse, se considera bien paga. Hoy, el camión de la florería realiza una entrega inusual que estaba programada desde hacía unos días. Los empleados descargan varios kilos de margaritas y ella, rascándose constantemente, arma un colchón de flores sobre el colchón de su cama. Cuando todo está listo, arroja el inhalador por la ventana y se recuesta.

El uso innecesario de las palabras

Desde temprana edad destacaba por parlanchín. Sin dudas le gustaba hablar y ciertamente hablaba demasiado. Nunca se callaba y la mayoría de las veces se lo escuchaba con la garganta carraspeada, agotada de tanto ejercicio oral. Habló, habló, habló y habló todo el tiempo durante toda su vida sin parar un instante. Siempre tenía algo para decir y lógicamente, nunca decía nada. Por lo tanto ya nadie se interesaba por escuchar lo que comentaba. Aun así, siguió insistiendo y hablando hasta que finalmente, terminó enmudeciendo. Se le terminaron las palabras de repente y sus labios no pudieron fabricar más fonemas. Por más que intentó, ya había gastado —a la corta edad de sus 35 recientemente cumplidos—, todas y cada una de las palabras que un hombre puede emitir en su vida. Lógicamente hay una explicación científica, pero lo cierto es lo que se dice: la justicia suele ser poética.

El hombre hilarante

Con tan solo acercársele, inspiraba una carcajada. No era la fisonomía de su cuerpo, no eran los rasgos de su cara, su nariz alargada o sus pómulos pronunciados. Tampoco era su extraño corte de cabello lo que invocaba a la risa. Digno de investigación, los médicos, entre risotadas contenidas y lágrimas de carcajadas, llegaron a una conclusión. Parecía ser una cuestión natural. Su cuerpo emanaba una sustancia contagiosa similar al gas hilarante (o gas de la risa), que inevitablemente tentaba a cualquiera que se le acercara unos metros. Fue conocido en la comunidad científica como «el hombre hilarante», aquel del que todos se reían o mejor dicho, con el que todos se reían. Basta con imaginarse al hombre hilarante viajando en un colectivo, subiendo en un ascensor, rindiendo un examen oral, haciendo una entrevista laboral o coqueteando con una mujer, para darse cuenta de lo compleja que fue su vida.

El pueblo que lo vio nacer

Vicente Cuan era un viajero incansable, un trotamundo que desde temprana edad armó su equipaje y paso a paso fue alejándose, dándole la espalda a su querido pueblo natal. Visitó extrañas aldeas y poblados con sus simpáticas costumbres y misteriosas creencias. Incluso paseó por la ciudad telaraña suspendida sobre un abismo que había visitado Marco Polo en uno de sus viajes. Cierto día, con la barba larga y después de incontables años de caminata, se encontró parado en el centro de una ciudad que le resultaba conocida. Todo estaba tan distinto que tardó en darse cuenta. Su pequeño pueblo había crecido y aquellas casitas de ladrillos, ahora parecían querer tocar el cielo. Finalmente, Vicente Cuan, un visitante del mundo y un enamorado de cada uno de sus rincones, decidió vivir su vejez en el pueblo que lo había visto nacer. Un pueblo que había crecido y aprendido tanto como él.

Desde aquel 8 de octubre

Una extraña mutación genética afecta gravemente a las mujeres del planeta y desde hace treinta largos años, la humanidad reza por un milagro científico. El género masculino ha sobrepoblado el mundo por completo y la raza humana, carente de mujeres capaces de engendrar mujeres, corre peligro de desaparecer. La última hembra del planeta nació tres décadas atrás y desde aquel 8 de octubre, ninguna madre fue capaz de parir a una futura madre. Habiéndose perdido el equilibrio, todos los seres humanos nacen hombres y en este catastrófico escenario, abundan las relaciones homosexuales mientras que las mujeres son meticulosamente estudiadas en laboratorios científicos. Aquellas que se escapan, agotadas de tantos intentos de fertilización, solo consiguen protección bajo la piadosa ayuda de algunas aldeas aisladas que conviven bajo sus propias reglas. El escaso género femenino, sometido, muere paulatinamente y junto con las mujeres, desaparece la esperanza de vida de la especie humana.