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Enrique Meneses y el mundo

 

No escribiré a estas alturas nada que no se sepa de Enrique Meneses, que como sabréis falleció el domingo por la noche. Ya se ha dicho suficiente en las últimas horas, aunque sí me ha venido a la cabeza una pequeña reflexión. Porque el día en el que Enrique se fue a fotografiar el otro lado y a contar lo que allí ocurre, leí en Internet un artículo extenso sobre las redes sociales titulado Twitter o Facebook y publicado en un diario nacional (El País, vamos), firmado por John Carlin.

Llegué a él, por cierto, a través de Twitter, porque un colega lo mencionó; lo marqué como favorito en la app de mi móvil para leerlo con el café. Me urgía saber qué decía, por curiosidad y por interés profesional, así que lo devoré en la pequeña pantalla para después ojear con calma, y ya para otros temas, la edición impresa del rotativo. Lo cierto es que se me quedó cara de tonta porque, respetando la opinión del autor sobre la necesidad o no de tener perfil y sobre las satisfacciones y/o utilidades de estas redes, me pareció que, precisamente, se quedaba en esa parte superficial criticada, además de mezclar diferentes conceptos que, entrelazados, en vez de formar un todo desviaban la anteción hacia galaxias lejanas.

Claro, en las redes hay diversión y malas prácticas. Habrá quien se sienta solo o quien viva para los halagos, y muchos periodistas alimentamos nuestro ego con followers aduladores. Y hay deslenguados digitales -casi todos, porque nadie nos ve la cara-, y bulos y gente que se los cree. Tomemos como referencia un grupo de gente cualquiera cuyos miembros tengan algún tipo de relación, aunque sea indirecta: siempre hay alguien a quien le gusta exhibirse, un cotilla, uno que infla las verdades, otro que mete cizaña y un negado social. Los humanos son así ya en la vida real. Siempre hay un cuñado gilipollas, que diría aquella, y si no, se me retrotraigan ustedes a las cenas de hace un par de semanas (todo con perdón).

No hace falta tener un perfil en una red social si uno cree que no le va a servir para nada. Ahora bien, si existe una utilidad, sea emocional, laboral o altruista, adelante. A mí los realities no me aportan nada, no los veo y pago el peaje de no poder participar en decenas de conversaciones sobre ellos; lo mismo me pasa con el fútbol. Pero no me siento rarita por ello. No obstante, las redes sociales son una herramienta y no un contenido en sí (ni la Biblia, ni el BOE), por eso pienso que sí pueden ser útiles para cualquiera. Porque la base de las mismas es compartir y acceder de igual manera a una gran cantidad de cosas y de personas que pueden enriquecernos. Cada uno sabrá qué y para qué. Y también sabrá cómo interactúa (o no).

(Y en este punto es cuando recuerdo que hay muchos tipos de redes sociales).

Enrique estaba enfermo. Sentado en una silla de ruedas y con la botella de oxígeno al lado, estaba permanentemente conectado cuando estaba en su casa. Escribía en su blog, opinaba en Facebook, escrutaba Twitter, leía publicaciones de todo el mundo en la Red, recibía de repente una llamada de una persona de Estados Unidos que quería comprar una de sus fotos, que tiene colgadas en Flickr. Y diréis: vale, no salía de casa, esa era su conexión con el mundo. Os equivocáis. Su blog tiene diez años; «¡Bienvenido a Facebook», le escribía en su muro alguien a principios de 2008; y sí que salía de casa. No es que él accediera al mundo a través de su portátil, es que el mundo accedía a él, a lo que vivió, lo que atesoraba y percibía.

Hasta montó una tele en YouTube, Utopía.

Su vasta red de amigos y conocidos, repartidos por todo el mundo, era anterior, aunque pudo ampliarla hasta límites inimaginables. Pero no era nada tonto, sabía distinguir perfectamente y discriminar lo que no le servía, lo falso y lo insulso, también en las redes sociales. Era periodista, al fin y al cabo, diréis, tenía entrenamiento. Sí, es cierto, pero creo que es un buen ejemplo de adaptación y sobre todo de compresión. En el bar que pueden llegar a ser las redes sociales no todos están borrachos ni han ido a dejarse ver, ni todos engañan al camarero o te roban en un descuido; siempre hay con quién tomarse una cerveza. O mejor: a veces tampoco falta hablar demasiado, con observar un rato podemos llegar a entender.

Los ojos de Enrique te entendían enseguida. Tenía 83 años.

Enrique Meneses, por Jorge París.

Enrique Meneses, por Jorge París.