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La fiesta de los que no éramos invitados a la fiesta

Juan Andrés Teno (@jateno_)

 

Al principio no había diferencias, sólo juegos. Con el baby todos éramos iguales, no había sexos, ni colores, sólo eran importantes los tesoros guardados en los bolsillos. Antes de salir al recreo nos daban una botellita de leche y nos sentíamos héroes de una historia jamás imaginada.

Carreras en el patio y muchas risas. Cuando aprendimos a leer, Mari Carmen llevaba un libro de Los Cinco, que recreábamos una y otra vez en el rincón más alejado, en medio de enormes piedras que nacían del suelo no hormigonado como montañas de paisajes lejanos.

Un año llegó una pelota y el fútbol. La unión instintiva entre amigas y amigos desapareció. Los chicos debían jugar al futbol y las chicas a sus cosas. Lo intenté, intenté divertirme dando patadas a un balón y meterlo en la portería. Pero esa dinámica impedía las conversaciones y las risas, que eran sustituidas por la competitividad y ser el mejor. Lo intenté, pero no pude.
Y no jugué más al futbol.

Seguía siendo enormemente feliz, deseando que mi madre me levantara por las mañanas para ir al colegio con mis amigos. Hasta que llegó la palabra “marica”. Parecía que no era un término al azar que se incorporaba a nuestro creciente vocabulario, ya que sólo era utilizada para referirse a mí. Al principio sonreía cuando me lo decían, porque si mis amigos me llamaban así tendría que ser necesariamente algo bueno. No sabía que significaba.

Poco tiempo después la palabra iba acompañada, primero de risas, luego de caras turbias y al final actitudes de rechazo. Seguía sin saber lo que significaba pero ya no era tan feliz. Si esa palabra solamente me la decían a mí era porque yo era diferente, distinto. Y eso no me gustaba.

Cuando empecé a percibir que era un insulto, asimilé que algo en mí no funcionaba bien, que no era lícito, que en mí habitaba un pecado muy poco común. Pero seguía sin saber su significado. Es muy triste abandonar la infancia intuyendo que hay algo malo en ti. Primeras lágrimas.

Aun hoy intento averiguar cómo mis iguales sabían algo de mí que yo desconocía o de donde habrían sacado esa actitud homófoba ante alguien que solo quería ser un niño y ser feliz.

Al llegar la pubertad no solo descubrí el significado de la palabra sino mi orientación sexual. No suponía un conflicto interno, te asumes tal y como eres, pero también aprendes a rumiarlo en soledad.

La palabra cada vez estaba más teñida de odio y se entrelazaba peligrosamente con manos y pies demasiados ligeros que siempre acaban chocando con mi cuerpo.

Fueron pasando los años hasta llegar a la veintena. Mi adolescencia y primera juventud fue un tiempo robado, me robaron la posibilidad de ser, me robaron el primer beso en la boca, me robaron las mariposas en el estómago, me robaron el amor del primer novio, me robaron la posibilidad de ir cogidos de la mano, me robaron el descubrimiento del sexo… me robaron la posibilidad de ser querido.

Vivir una adolescencia secuestrada es una de las experiencias más amargas a las que te puedes enfrentar, un periodo de la vida en la que inventas realidades, te escondes, ocultas tu esencia por miedo. Estos años que me sustrajeron no son recuperables, nunca podrán volver.

La violencia existió en el colegio, en el instituto y en la universidad. Violencia ante la que única respuesta era el silencio por que tu integridad física corría peligro, por que no había apoyos exteriores en los que pudieras estar seguro para poder gritar quien eras.

Un día, pasada la treintena confiesas entre lágrimas a tu madre que eres homosexual, que estás enamorado de un hombre que ella creía tu amigo. Y lloras por miedo, por el temor al rechazo, por que quiera esconderte, porque te deje de querer. Entonces tu hermana, sabedora de la salida del armario le dice a tu madre que en esos momentos en cuando más debía quererme. Y tu madre sólo responde: “no puedo quererlo más de lo que lo quiero”. Y un gran suspiro sale de tu alma y te relajas al saber que las cosas pueden empezar a ir bien, que es posible de la felicidad, que vas a poder contar con tu familia.

Y al final del verano te vas a vivir con tu novio, aunque sabes que nunca te podrás casar y que no podrás ser padre de ninguna manera. Y guardas los besos y las acaricias a tu hijo en el bolsillo de las esperanzas y lo canalizas hacia otros tipos de afectos. Asumes que vuelves a ser feliz pese a que nunca podrás ser como lo son los demás, que eligen libremente el unirse legalmente a otra persona por amor o disfrutar dando un biberón a tu criatura.

Pero la vida a veces te sorprende con situaciones inesperadas. Hace 16 se aprobó de repente el matrimonio igualitario y la posibilidad de adoptar (aunque el movimiento LGTB llevaba años luchando para conseguirlo). Con el tiempo límite pisándote los talones te casas e inicias el proceso de adopción. Y llega tu hijo. Y crees que es imposible ser más pleno y más feliz.

Pero, a pesar de ello, te sueltas de la mano de tu marido allí donde no tienes la seguridad de ser aceptado, evitas muestras de afecto en público en lugares que no conoces, en espacios acotados, en escenarios sin luz. Y este ejercicio es diario en tu ciudad, cuando te desplazas a otras localidades, en tu lugar de vacaciones. Sigues teniendo miedo, estás siempre alerta como una presa que puede ser cazada. Y no sólo lo haces por ti o por tu pareja, sino por el niño que llevas en el carrito al que sabes que tienes que defender y aislarle de cualquier situación conflictiva derivada de la orientación sexual de sus padres.

Lo peor de toda esta historia es que sus protagonistas, además de los hombres que hemos nacido en la década de los 60 del siglo pasado, son también los nacidos en la década de los 70, de los 80, de los 90, los del nuevo milenio. Y más terrible es saber que las palabras “marica” y maricón” se siguen escuchando hoy en los patios, los pasillos o los aseos de los colegios, que hay niños que las incorporan a su vida sin saber lo que significa y que luego la asimilan como una señal de estigma, en el mejor de los casos, o de violencia en la mayoría de ellos.

Por todo ello deberían callar para siempre quienes se siguen preguntando el porqué de que salgamos a las calles en el Orgullo LGTBI para reivindicar nuestros dignidades y derechos, porque no todo está conseguido, porque nuestra infancia sigue sufriendo, porque estos niños necesitan ser felices en su infancia para ser plenos en su madurez y no llegar mutilados, como hemos llegado muchos, con vacíos que no pueden ser llenados y con cicatrices que no desaparecen.

Hace unos días Javier Ambrosi decía que el Orgullo LGTBI es “la fiesta de los que no éramos invitados a la fiesta”. Parafraseándole, en esta sociedad existir debe ser la vida de los que no somos invitados a la vida.

Y a pesar de todo, estas situaciones cotidianas las visualizamos como un regalo aquellos que vamos cumpliendo años y consiguiendo metas de respeto. A no ser que no seas invitado a la fiesta y a la vida, porque tienes 24 años, vives en A Coruña, te llamas Samuel y te asesinan a golpes mientras te escupen en la cara la palabra “maricón”.

 

JUAN ANDRÉS TENO

Periodista y activista LGTBI especializado en Diversidad Familiar

Cuenta en Twitter: @jateno_ 

Blog: https://familiasdecolores.wordpress.com/