Archivo de la categoría ‘Lucía Rodríguez’

Cuando ya no se tiene edad para ser amada

Por Lucía Rodríguez Sampayo (@rs_lucia)

 

ESMULES (Espacio de Mujeres Lesbianas por la Diversidad ) es uno de los pocos espacios de activismo por los derechos LGBTI de y para mujeres lesbianas en El Salvador. Es una ONG que trabaja la formación, la sensibilización, la incidencia, y que en mi opinión destaca por su trabajo en pro de la visibilización específica de las mujeres, y sus esfuerzos por la investigación. Los datos objetivos, el análisis técnico y sistemático de la realidad de la población LGTBI es una herramienta potente para la incidencia, necesaria si queremos que las políticas respondan de verdad a las necesidades e intereses de la población.

Hasta la fecha, ESMULES ha realizado 4 estudios, y el pasado 10 de abril presentó el más reciente, que para mí resulta tan interesante como revolucionario -por lo innovador-: Situación de la población Adulta Mayor LGBT en El Salvador .

La raíz de la exclusión y la vulnerabilidad especial de la población adulta mayor LGBTI está, como bien explican en el documental “Tí@s”, en la propia naturaleza de una “civilización pensada para enaltecer la juventud”, una “sociedad falocéntrica y machista” que aparta a quienes ya no sirven para producir. Es ahí donde nace la doble discriminación, doblemente preocupante, a la que como sociedad condenamos a nuestras abuelas y abuelos. Lee el resto de la entrada »

En campaña no te canses, llámalo ‘princeso’

Lucía Rodríguez Sampayo (@rs_lucía) sigue contándonos historias desde El Salvador, ese país chiquito del que poco se habla excepto en nuestro blog…

Fotografía de Lucía RS
Fotografía de Lucía RS

Hemos pasado unas elecciones movidas en El Salvador. Tras una jornada electoral más o menos tranquila, sin altercados graves, varios errores y problemas en el Tribunal Supremo Electoral impidieron la publicación de resultados preliminares y hoy, 18 días después, seguimos sin resultados definitivos completos.

Muchas mujeres trans pudieron votar, más que en elecciones anteriores, gracias al apoyo de diversas organizaciones y de parte de la institucionalidad, principalmente de la Procuraduría para la Defensa de los DDHH. Por otra parte, demasiadas mujeres trans han seguido muriendo a manos del odio que se aviva ante su visibilidad.

Pero hoy quería hablarles del odio latente, ése que parece que hace menos daño porque no mata, pero que sin que apenas nos demos cuenta consolida actitudes y comportamientos que a la larga y en situaciones extremas generan muerte.

El Salvador es un país muy polarizado, por muchas razones. La desigualdad es obscena, la guerra demasiado reciente, la amnistía ofensiva, la memoria se ahoga día a día. Y en esta situación no hay lugar para la moderación de los discursos, para el reconocimiento de adversarios. El debate político se vuelve un campo de batalla en el que todo vale. Y si el candidato del partido denostado tiene todas las de ganar, lejos de buscar fallas en su programa o en su discurso, rebuscamos en nuestros odios para desacreditarlo.

Si el aspirante se llama Nayib Bukele es fácil: llamemosle musulmán. En un país mayoritariamente conservador y cristiano puede ser un “gran insulto”. He visto panfletos en los que no sólo lo tachaban de infiel, también lo acusaban de querer instaurar el Estado Islámico en San Salvador, donde todo indica que fungirá como alcalde por el partido de izquierda los próximos tres años. Podemos decir que es absurdo, pero las mentiras cien veces repetidas se vuelven verdades, y estoy segura de que demasiados votos se vieron influidos por estas acusaciones y difamaciones.

Podemos tratar de consolarnos pensando que la derecha siempre ha jugado sucio (que sí), que el conservadurismo y su falta de argumentos hacen obligatorio el recurso a la descalificación xenófoba y clasista (que también), pero en ningún caso deberíamos consentirlo. Tampoco cuando criticamos a malos gobernantes, aunque sean nada carismáticos, aunque no tengan programa de gobierno, aunque sean hijos de genocidas.

Roberto D’Aubuisson, hijo de quien fuera Mayor de la Guardia Nacional, fundador de ARENA y responsable -según la Comisión de la Verdad– del asesinato de Monseñor Romero y de la organización de los Escuadrones de la muerte; será el nuevo alcalde de Santa Tecla, una de las ciudades más importantes del país, poniendo fin a 15 años de gobierno del FMLN. Y le han llovido muchas críticas desde la izquierda.

No seré yo quien defienda a la derecha y sus políticas de pobreza y explotación, de mentira y olvido, pero tampoco puedo mirar a otro lado y no reconocer que hemos caído en la trampa. Pudiendo haber criticado el necio empeño de D’Aubuisson en negar lo mil veces demostrado, su falta de propuestas, su estrechez intelectual, nos hemos ido por el camino más fácil, el de la homofobia. Las redes sociales se han llenado de bromas sobre su voz aguda, sobre su pluma; lo atacamos valiendonos de prejuicios y estereotipos, y nos escudamos en sus carencias para justificar las nuestras.

Tras 23 años de esfuerzos por consolidar una sociedad más democrática, todavía no hemos logrado hacer espacio a la pluralidad. Y no es sólo responsabilidad de quienes hacen política partidaria; también es nuestra, de la gente corriente que se involucra y aporta más allá de los tiempos electorales, tanto la que usa los eslóganes de “recuperemos El Salvador” como la que cree en el “buen vivir”. Defendemos propuestas antagónicas pero lastimosamente coincidentes en un punto: no estamos preparadas para asumir y respetar la diversidad.

El discurso amable de cultura, etnia y clase lo tenemos más o menos controlado, sin duda mucho mejor que quienes siguen considerando un libro sagrado su guía, pero hay cosas que se nos escapan. El respeto a la diversidad sexual todavía no ha logrado un papel protagonista en el manual de lo políticamente correcto, y caemos en el discurso del odio y la exclusión sin que nos demos ni cuenta.

Si presumimos de defender los derechos de todas y todos no debemos olvidar a nadie. Vivir la diversidad en libertad es un derecho de todas las personas, aunque sus ideas no merezcan nuestro respeto. Sólo nuestra coherencia puede cambiar el mundo.

 

Un hombre y una mujer, así nacidos

Por Lucía Rodríguez Sampayo (@rs_lucía)

Fotografía de Chiqui García
Fotografía de Chiqui García

Faltan quince días para una nueva cita electoral en El Salvador, en la que se elegirán diputaciones al PARLACEN, Asamblea Legislativa y Concejos Municipales. Y como cada tres años, desde hace ya nueve, sale a la palestra el matrimonio igualitario. No es un tema que ocupe normalmente titulares de prensa; no se habla de eso en la calle, en los buses ni en los bares; ni siquiera es un tema bien posicionado en la agenda política nacional. Pero ya empieza a ser costumbre que ante cada proceso electoral, el ala derecha de la Asamblea lance su propuesta de invisibilización de las familias diversas.

«Sí a la Vida» fue la organización que -respaldada por algunas iglesias- promovió inicialmente esta propuesta. Una organización cuya presidenta, y portavoz, denuncia a los cuatro vientos que «Las Naciones Unidas han sido infiltradas por organizaciones gay« .

La necesidad de salvaguardar los valores morales y de proteger “a la familia salvadoreña” es la excusa . Y no deja de resultar curioso en un país donde la mayoría de familias reales se alejan mucho del modelo tradicional que supuestamente se ha de proteger; un país repleto de familias monoparentales y diversas, encabezadas por madres, tías, hermanas, y abuelas.

En el año 2009 la práctica totalidad de la Asamblea Legislativa apoyó con su voto la propuesta de reforma que establecería que el matrimonio sólo es posible entre hombre y mujer, así nacidos. La izquierda también la apoyó, tímidamente. Y aunque tiempo después cambió de opinión , probablemente como consecuencia del trabajo de las organizaciones sociales y la Secretaría de Inclusión Social y su Dirección de Diversidad Sexual , promovidas por el Gobierno de Funes (2009 – 2014), siempre ha mantenido una postura tibia, poco firme. A pesar de todos los avances registrados en los últimos años, los diputados del FMLN siguen sin reconocer la legitimidad del amor y de las familias diversas, y hoy por hoy parece que no van a apoyar esa reforma basada en la homofobia y la transfobia, pero no porque quieran defender abiertamente los derechos de la población LGTBI, sino porque no lo consideran una prioridad, y porque la legislación salvadoreña, a través del Código de Familia, es clara en la definición del matrimonio posible únicamente entre un hombre y una mujer .

Todo parece indicar que esta vez tampoco se va a reformar la constitución. Pero el tema seguirá saliendo, estoy segura; los conservadores no se van a conformar. Y yo no puedo dejar de preguntarme el porqué de su interés. ¿Por qué reafirmar lo que ya está prohibido en un país donde no se habla apenas de matrimonio igualitario? ¿Por qué ese empeño en invisibilizar una realidad invisible, en ciudades donde dos hombres, dos mujeres, ni siquiera se sienten seguras para caminar agarradas de la mano?

Parece que quieren evitar la posibilidad de que un matrimonio de dos personas del mismo sexo, legalizado en otros países, pueda adoptar en El Salvador. Quizás su miedo nazca de la remota posibilidad de que utilicemos las trampas de la ley, como hace poco hizo una pareja de mujeres lesbianas en Rusia . Pero también puede ser un intento más de consolidar la discriminación, la exclusión y la invisibilización; de consolidar el sistema de poder y la violencia social e institucional contra las personas y las familias diversas.

Y puede parecer que el derecho a casarse es menos importante cuando el derecho a la vida y a la integridad están en entredicho, como lo siguen estando hoy por hoy para las personas de la diversidad sexual en El Salvador. Pero todas son formas de violencia, todas y cada una son agresiones contra las personas y sus derechos, y todas son igual de importantes. Y no debemos, no podemos tolerarlas más.

Mujeres sin derecho a voto

Por Lucía Rodríguez Sampayo

Se despertó pronto y emocionada como una niña en día de Reyes. Ruby se arregló, se puso su mejor sonrisa y salió a la calle, orgullosa como cada día de la mujer que es, pero con una certeza que jamás había sentido: iba a votar. Ruby conocía sus derechos, cumplía todos los requisitos legales para participar en el proceso electoral y llevaba la documentación en regla; sabía que nadie le estaba regalando nada, y sin embargo vivió aquel día como algo mágico. Porque todavía hay mujeres que no tienen derecho a votar.

El 8 de marzo de 2014, víspera de la segunda vuelta de las Elecciones presidenciales de El Salvador, el Tribunal Supremo Electoral publicó un comunicado de prensa en el que instaba a la población y a los organismos electorales a cumplir la ley, y respetar y garantizar el derecho al sufragio activo del colectivo LGBTIQ, y específicamente de las personas trans. Y Ruby fue la mujer elegida como símbolo de la garantía de ese derecho. Fue al centro de votación rodeada de amigas, de medios, de activistas, y ejerció su derecho como una ciudadana más.

Parece absurdo que un organismo estatal tenga que realizar comunicados públicos para promover el respeto de las leyes, pero era necesario. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales, al igual que en procesos electorales previos, muchas personas de la diversidad sexual se quedaron sin votar. Son tantos los impedimentos y las agresiones a las que son sometidas, especialmente las mujeres trans, que a menudo renuncian de antemano a ejercer su derecho al voto. Muchas ni siquiera llegan a solicitar la emisión de su Documento Único de Identidad, en el que han de aparecer con el pelo corto o recogido, sin maquillar, aparentando ser el hombre que no son.
Eso le ocurrió a Camila. El 2 de febrero de 2014 asistió a su colegio electoral con toda la documentación en regla, pero no pudo votar. Le dijeron que se cortara el pelo, que se desmaquillase, que se mostrase y se portase como un hombre; como el hombre que aparece en su DUI.

Camila, el 2 de febrero de 2014. Foto de Wendy Raquel Castillo Villeda.
Camila, el 2 de febrero de 2014. Foto de Wendy Raquel Castillo Villeda.

 

En esa jornada activistas por los derechos LGBTIQ había conformado un grupo de observación electoral que vigiló el cumplimiento de la ley, y específicamente la garantía del derecho a voto; su presencia resultó fundamental para la visibilización de las vulneraciones sufridas por las personas trans, e incluso para el ejercicio del voto de mujeres a las que acompañaron. A pesar de la incidencia, de la presión, de la visibilización, muchas mujeres tuvieron que soportar insultos y volver a casa, humilladas, sin haber podido votar.

Diversas organizaciones, entre ellas ASPIDH Arco Iris, denunciaron las agresiones y la vulneración de derechos sufridas por Camila y por otras mujeres en ese proceso electoral. E iniciaron una campaña de incidencia que culminó con el comunicado público del TSE y un compromiso político: Reformar el Código electoral del TSE, y recomendar y apoyar a la Asamblea Legislativa en la aprobación de una Ley de Identidad.

Se están dando pasos importantes en la visibilización de las problemáticas y en la exigibilidad de los derechos de la población LGBTIQ, y específicamente de las más vulnerables y estigmatizadas, las más expuestas a los ataques de odio, las mujeres trans. Pero todavía tenemos mucho camino por hacer.

El próximo mes de marzo se celebra en El Salvador un nuevo proceso electoral. Una nueva oportunidad para demostrar el compromiso con los derechos, con las mujeres. Para que nunca más tengamos que hablar de mujeres sin derecho a voto.

No culpen a nuestro orgullo: mi visibilidad no mata, su odio sí

Por Lucía Rodríguez Sampayo

Fotografía de EFE
Fotografía de EFE

 

Hablábamos de mujeres valientes. Lesbianas que salieron a la calle a reivindicar su autonomía y su placer a pesar de haber sido amenazadas, directa e indirectamente. Y hablábamos también de quienes no aceptan esa autonomía, quieren coartarla y recurren a la violencia ante las expresiones de libertad que pueden poner en peligro el sistema patriarcal, o los subsistemas de privilegios que algunos han logrado consolidar, asumiendo la exclusión de otras como un “mal necesario” para su propio bienestar.

Ese sistema habló, tras la Marcha de la Diversidad Sexual de 2014 en El Salvador, de “neutralizar” expresiones que consideraba inconvenientes. Yo hablo de más violencia. Porque no contentos con haber puesto en riesgo la integridad de aquellas mujeres que defendían sus derechos y su dignidad, quisieron hacerle creer al mundo que su disidencia, su libertad, era la que generaba la violencia. Que sus reivindicaciones tenían un impacto en el incremento de los “crímenes de odio”.

Cada año, tras el Orgullo LGBTI, aumentan en El Salvador los asesinatos de personas de la diversidad sexual, y específicamente de mujeres trans, las más expuestas por su especial situación de exclusión y desprotección . Pero no podemos consentir que se responsabilice de estos crímenes a las defensoras de los derechos humanos y de la población LGBTI. Parece que es cierto que la visibilización de las demandas, de la exigibilidad de esos derechos, exacerban los odios y la violencia de una sociedad que no tolera la diferencia, la diversidad ni la disidencia. Así lo demuestra el hecho de que, en los últimos 10 años, se haya incrementado la tasa de crímenes por odio en un 400% en El Salvador. Pero la responsabilidad es exclusivamente de los violentos, de los criminales, y de las autoridades que no hacen nada ante estos crímenes, que permiten y perpetúan la impunidad.

El Sistema de Naciones Unidas en El Salvador, de la mano del Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos, ha puesto de manifiesto en diversas ocasiones no solamente la situación de inseguridad y exclusión de la población LGBTI, sino también y sobre todo la vulneración sistemática de sus derechos a la vida y la seguridad jurídica . En una campaña lanzada esta misma semana se ha comprometido a acompañar a las instituciones nacionales y a las organizaciones de la sociedad civil en su lucha por la exigibilidad de los derechos de las personas LGBTI. “Penaliza la violencia, no las diferencias”, busca visibilizar también la necesidad de generar un cambio cultural basado en el respeto a la diversidad, en el reconocimiento de la igual dignidad y derechos de todas las personas. No cabe duda de que ése ha de ser el primer paso. La violencia, los homicidios, son consecuencia de las fobias sociales e institucionales; y solo cuando la sociedad condene de forma unánime y sin fisuras la exclusión y la discriminación de la población LGBTI podremos dejar de hablar de crímenes de odio.

Tenemos una larga y ardua tarea por delante. Y no hay tiempo que perder.

Yo creo que podríamos empezar por los medios de comunicación. Medios que han permitido culpabilizar a las defensoras de derechos humanos de propiciar el incremento de los crímenes de odio, obviando que es el Estado el responsable de la garantía de esos derechos, de la prevención de la violencia y del delito y de la persecución de los criminales. Medios que, ante cada asesinato de una mujer trans, se empeñan en hablar de hombres que no eran. Medios que perpetúan la exclusión, la discriminación y el odio a través de titulares que niegan la dignidad de las víctimas, de sus compañeras y de sus familias. Medios que tienen que asumir su responsabilidad social, y dejar de ser cómplices de tanta violencia.

La comunidad que no amaba a las mujeres

Por Lucía Rodríguez Sampayo

Orgullo de El Salvador
Orgullo de El Salvador. Foto de Stephanie Mejía

 

Quisiera mostrar que El Salvador es un país mucho más luminoso, interesante y lleno de vida de lo que generalmente se ve. Porque lo es. Pero quien maneja los hilos de la información se empeña en mostrar siempre lo más oscuro, la violencia. Y también en eso hay cosas que quiero decir. Porque el mundo se preocupa, y con razón, de la violencia que les afecta a ellos. Pero el mundo las invisibiliza a ellas, con la misma fuerza con que los mira a ellos.

En El Salvador, como en el resto del mundo, nos quieren mujeres sujetas, subordinadas al orden social y político masculino, dependientes y limitadas por las categorías que los hombres establecen. Y eso es violencia, aunque no siempre conlleve situaciones suficientemente morbosas como para ocupar titulares.

Y en la comunidad LGBTI, como en el resto de la sociedad, se nos quiere someter también al poder de los hombres y sus principios, a su dominación, aunque no siempre sea tan evidente en los discursos, aunque sus proclamas y sus lemas lleven a veces un “toque” de feminismo que intenta hacer creer que aquí sí se respeta la libertad, la autonomía y la diversidad de todas.

No es verdad. El patriarcado se resiente y protesta cuando las mujeres se resisten y reivindican su autonomía, su libertad. Pasa en todas partes, también en España. Pero aquí se puso en evidencia hace unos meses, en el último Orgullo. Un orgullo que llamaron Pride, que contaba con más respaldo social e institucional que nunca; un orgullo que se había vendido un poco (más) al sistema, y que puso en evidencia más que nunca la violencia contra las mujeres.

Porque todo iba bien hasta que ellas decidieron. Hasta que se empoderaron y se apropiaron del 28 de junio; hasta que no quisieron celebrar, sino luchar por su libertad.

Un grupo de lesbianas decidió visibilizar el orgullo de sus vidas, su derecho a ser propietarias de sus cuerpos, a dar y recibir placer, con quien quieren y como ellas lo quieren. Y lo hicieron con alegría, con música, luz y color, pero sin perder ni un ápice del espíritu de lucha que aquel 28 de junio de 1969 en Stonewall dio a luz al Orgullo LGBTI.

Las “Adoradoras de la Santísima Vulva” convocaron a las mujeres a la Marcha de la Diversidad Sexual de 2014, invitándolas a participar en una acción reivindicativa con la cual visibilizar sus cuerpos como “espacios sagrados que han sido históricamente violentados, agredidos, sometidos, humillados y negados”. Y llegaron los problemas: empezaron los insultos, y no tardaron en aparecer las amenazas. El patriarcado se hizo visible, y ya no dejó hueco para el “manto feminista” en el discurso. La violencia de nuevo, ya sin tapujos, fue la herramienta que el propio colectivo LGBTI utilizó para intentar callar las voces disidentes. Porque no era la santificación lo que molestaba, no eran los sentimientos religiosos los ofendidos, no era el pudor lo que generó esa respuesta. Lo que no soportaban era el acto de expropiación: mujeres que nos rebelamos a través de la construcción de una nueva autonomía, que parte de la apropiación de nuestros cuerpos.

Pero las valientes no se sometieron a las amenazas y el miedo, y San Salvador se llenó de lesbianas reivindicando el placer y la autonomía. Y no eran muchas, pero su lucha se hizo grande, y sumó a otras: bisexuales y heterosexuales que saben que esa pelea es de todas; mujeres disidentes, resilientes, comprometidas consigo mismas y con las otras.

Antes de etiquetarme, pregúntame quién soy y lo que siento

Por Lucía Rodríguez Sampayo

Vivo y bailo en El Salvador desde hace casi dos años. No se fíen del mapa: en este rinconcito de Centroamérica habitan grandes historias de compromiso, de superación, de lucha. Y se las iré haciendo llegar poco a poco, en mi letra o en la de otras personas, para que descubran y se sorprendan conmigo; para que, quizás, se ilusionen y se apasionen como yo lo hago cada día.

Una de las primeras cosas que aprendí aquí fue a hablar y escuchar sobre “las personas de la diversidad sexual”, un término que me resultaba marciano, pero al que me acostumbré ya. Y también aquí conocí y me resistí ante la denominación LGBTTTIQ (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Travestis, Transgénero, Transexuales, Intersexuales y Queer), porque tantas “tes” me hacían ruido. Mucho ruido.

Se denomina Travesti a quienes representan un rol de género diferente a su sexo a través de la ropa; Transexuales son las personas que se identifican con un sexo que no se corresponde con el asignado al nacer; y Transgénero, aquí, son aquellas cuya identidad sexual no se corresponde con el sexo asignado al nacer, pero que no han modificado sus órganos genitales; lo que yo siempre había entendido que era una persona transexual que no ha iniciado un proceso de transición física. Durante meses me he peleado y rebelado contra esa “te”, que consideraba excluyente y discriminatoria; porque entendía que negaba el reconocimiento debido a quienes, siendo transexuales, no querían o no podían realizar esa transición física; porque me revolvía pensar que se estaba discriminando a muchas personas cuya situación se diferenciaba de la de las transexuales, con frecuencia, únicamente en la escasez de recursos.

Pero quizás me equivoqué, quizás juzgué muy rápido. Porque tal vez ellas, las personas transgénero, se sienten cómodas con ese nombre, con esa etiqueta. Porque sólo ellas, las personas transexuales y/o transgénero, pueden decidir cómo se definen, cómo se denominan, qué término es el que retrata mejor su realidad.

Yo siempre he soñado un mundo sin etiquetas. Y todavía sueño con que nadie, al mirarme, dé por sentada mi heterosexualidad, mi cisexualidad, mi género femenino. Y cada día me sigo topando con una realidad que me presupone de una forma determinada, estandarizada, con la que yo no me siento bien. Porque las etiquetas que nos imponen nos encorsetan, nos coartan; y es el peso de esas etiquetas obligatorias el que nos insta a construir otras, a volvernos disidentes para visibilizar nuestra realidad diversa, para exigir la libertad de no someternos a la normalidad burguesa, políticamente correcta, heterosexual, cisgénero y cisexual.

Hoy sigo pensando que tal vez existan personas transgénero que no se identifiquen con la etiqueta que mayoritariamente se les atribuye, pero tal vez tampoco con el término “transexual” que yo consideraba tan apropiado para ellas. Y sé que no quiero caer en la misma trampa que me incomoda a mí: no quiero encorsetar a nadie sin conocer su realidad; no quiero imponer etiquetas que oprimen, porque tampoco quiero que me las impongan a mí.

Sigo soñando un mundo sin etiquetas, pero estoy convencida de que sólo será posible el día que nadie presuponga nuestra identidad, nuestro género, nuestra orientación. El día que nadie decida por nosotras.

Foto de Laura Ramírez

Fotografía de Laura Ramírez Martín