Nunca imaginé que ser padre sería tan duro – Crónica del Orgullo 5

Por Juan Andrés Teno (@jateno_), periodista y activista LGTBI especializado en Diversidad Familiar

Foto: Daniel Lobo

Ser padre se ha llevado a un pozo amargo muchas de las cosas que creía indispensables en mi vida: mi padre se niega a verme, amigas y amigos me han dado la espalda y una parte de la ciudadanía con la que comparto mi vida me acusa de crímenes atroces que me hielan la sangre.

Nacido en una familia muy tradicional supe desde muy pequeño dos cosas: que era gay y que quería tener hijos. A mis padres la segunda cuestión les parecía maravillosa, además de perfecta y necesaria. La primera les constó algunos años asumirla.

Mientas emprendía la aventura de conocer mi cuerpo y el de otros, decidí ocultar mi orientación sexual en casa por el innecesario sufrimiento que les causaría. Pero sucedió lo que yo no buscaba y me enamoré. Aún viviendo en una ciudad grande, la noticia de que era gay llegó a oídos de mis padres de una manera un tanto sucia. Mi madre reaccionó brindándome su amor como siempre lo había hecho y mi padre inició una lenta digestión en que la acabó ganando su buen fondo a lo que el consideraba principios inalterables.

Mi novio paso a formar parte del paisaje familiar. No mucho tiempo después nos fuimos a vivir juntos y nos casamos, casi a escondidas, todo por no alterar el paso que había dado mi padre y que yo sabía lo que le había costado asimilar. Tras tres increibles años de risas, comidas a la carta y viajes, sentimos que hacía falta alguien más en nuestra casita de urbanización de las afueras. Destilábamos saliva cuando veíamos a nuestros vecinos con sus hijos y supimos que esa era la respuesta.

Tras iniciar un proceso de adopción nacional fueron pasando los años y los nervios de la decisión primera se decantaron en angustia por la espera. Otras parejas que comenzaron la carrera cuando nosotros veían llegar  sus hijos, pero la meta nunca se puso en nuestra casa.

Ser padre se instaló en nuestra cotidianeidad con tal deseo que terminó alterando las tardes felices frente al televisor. Una de esas sobremesas decidimos dar un paso más y acelerar un tiempo que ya nos parecía insoportable.

Tras informarnos, tras dudar, tras meditar y tras embargar todo nuestro futuro a favor a la paternidad, iniciamos un proceso de gestación subrogada al otro lado del Atlántico, allí donde supimos que nuestro anhelo conjugaba perfectamente con el respeto: Canadá.

Y vino María a nuestras vidas, una niña de ojos oscuros y pelo negro como el carbón. A partir del tercer mes de embarazo empezamos a comunicar a nuestro entorno más cercano lo que sucedería en el nuevo año. Es cierto que algunas miradas se enturbiaban y que algunas citas habituales empezaron a espaciarse, pero era tanta la alegría que nos envolvía a mi marido a mi que no hicimos casos a las advertencias de lo que se sería una horrible tormenta.

Tras cruzar el océano en avión con una bebé que llevaba nuestros apellidos mi padre nos sorprendió con una paso atrás y nos impidió la  entrada en su casa. Han pasado dos años y aun no conoce a su nieta, no consiente a mi madre una sola palabra de la niña que la hace reír y hace mucho tiempo que no atiende a mis palabras a través del teléfono. Mi hija me hace reír y el recuerdo de mi padre, cuya cara se me está desdibujando por la separación, me trae lagrimas a los ojos. Pese a las diferencia entre ambos siempre lo he admirado y su falta me resquebraja.

Pero no solo mi padre se ha alejado. Lo han hecho amigos y algunas amigas. De forma brisca e irrespetuosa algunas, otros tras largas conversaciones que no llegaron a puerto ninguno. Queríamos compartir con todos ellos nuestra felicidad plena y sólo hemos encontrado silencio. Le decíamos verdad y nos respondías con situaciones que nosotros nunca vivimos.

Y luego esta el conjunto de la sociedad, esa parte de mis compañeros de país que nos acusan, desde la distancia y el anonimato, de traficar con un bebé, de explotar a una mujer, de hace valer nuestra condición económica para satisfacer un deseo que no es un derecho.

Y sigo sin comprenderlo. En nuestra experiencia personal la mujer que gestó a nuestra hija no tenia una situación económica de emergencia, no se vio obligada a parir para otros para poder vivir. En nuestro caso se respetaron sus decisiones y derechos. En nuestro caso se ha iniciado una relación de amistad. En nuestro caso nuestra hija tiene una tía más allá del mar.

No digo que eso de los que nos acusa no pueda existir y rechazo situaciones que vulneren derechos y dignidades. Pero no es lo que hemos vivido nosotros.

Me da miedo la sociedad que se encuentre mi hija cuando asimile tanta historia mal contada. Sólo espero que su abuelo no tarde mucho en besarla y que el conjunto de la ciudadanía la vea solo como una niña más.

Nunca imaginé que ser padre sería tan duro.

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