¿Quién teme a lo queer? – Memorias: Cuerpo, dolor y verdad.

Por Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏)

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En ‘Cuerpo, dolor y verdad’, el filósofo Antonio Gómez Ramos recupera Esperando a los bárbaros, la magistral novela de J.M. Coetzee, para hablar sobre el dolor y la verdad. Sobre la presión y la tortura que los poderes y sus ejércitos disciplinarios y coactivos ejercen de manera violenta; para obtener información o extraer, al menos, un relato conveniente. Esa verdad sustraída mediante la violencia la dice el cuerpo, el cuerpo y el miedo, el cuerpo y su dolor; y escribe la Historia. La verdad por tanto, esa verdad que manejamos, del relato personal y colectivo, del relato histórico, es una verdad construida y conveniente, sonsacada en pequeñas líneas hasta encajar en un gran texto; y como apunta Scarry en su magistral The Body in Pain, una verdad en suma (des/cons)truida mediante los relatos del dolor.

Si un cuerpo dice la verdad, ¿qué verdad es la que dice? El cuerpo, sometido a un relato preexistente que se impone con mayor o menor grado de sorpresa, incidencia o terror, escribe y reproduce la verdad que le es exigida. Tras la noticia los pasados días de la exhumación del cadáver del dictador Francisco Franco, me venían a la memoria las líneas de Coetzee, los problemas de la verdad obtenida bajo violencia y los relatos atravesados de los cuerpos insumisos. Esta noticia no soluciona los problemas de mala salud democrática que el forzoso negacionismo de los últimos 40 años ha provocado. No es una mala noticia, claro, pero nos debe conducir a una reflexión mayor, a una mirada frontal a esa verdad escrita sobre el dolor, a la memoria negada de los cuerpos dolientes y a la traducción práctica de los relatos vivos del pasado en huellas/signo para el presente y el futuro. Se trata de hablar de memoria, de justicia, reparación y verdad. Pero, ¿qué verdad es/puede ser, la que dice un cuerpo?

Un elemento común en las experiencias queer (no todos, no siempre, ni de la misma manera) es precisamente la relación algo deslocalizada con una verdad preexistente. Experimentamos antes o después la incoherencia y el fracaso. Un fracaso que, como recordó Halberstam, puede ser liberador aunque se viva por etapas asociado al trauma. Si la lesbiana de Wittig (por utilizar su ejemplo) no es mujer, reproduce un residuo, un fracaso, en suma, de la verdad mujer. Ese fracaso, insiste Halberstam, es liberador porque nos sitúa en un fuera no normado que está lejos de las opresiones asociadas al significante original (mujer, en este caso) que debería ocupar y reproducir ese cuerpo (heterosexualidad obligatoria, labores reproductivas, etc.). Es cierto que habitar el residuo será violento (lo es), pero también emancipador. La ambivalencia de la no-verdad y el cuerpo. Pero sabemos que esta ambivalencia no se da siempre, que permanece potencial pero se ahoga en contextos de terror y violencia, como fue nuestro (no tan) pasado político. Hablemos de una vez de esos fantasmas, hablemos de los cuerpos queer que escribieron las verdades de nuestra historia a través del dolor.

Eso es lo interesante: preguntarnos por aquellas experiencias y contextos en los que no hay posibilidad de ambivalencia, en los que la coacción es tan severa que va desde la obligación moral y familiar hasta la tortura física, la prisión y el exterminio. ¿Qué dice el cuerpo queer, torcido, raro, estigmatizado, disidente, en el relato fascista? ¿Qué puede decir su fantasma, su rastro, para explicar y resituar de manera justa nuestro relato democrático?

Me han recomendado (con cierto tono amenazante, además) recuperar las enseñanzas de San Agustín a propósito de la memoria. Creo que es una buena idea, y no sólo por el propio placer de releer la gran belleza de sus Confesiones, sino por las ideas tremendamente sugerentes sobre el tema. Ideas que, si bien tienden casi exclusivamente a la explicación del yo mismo, pueden ser interesantes a la hora de aplicarlas a la colectividad. Fue San Agustín quien dijo que ‘la memoria es el vientre del alma’, es decir, que hay una conexión recíproca entre el recuerdo y la sensación física, entre la imaginación y el sabor conocido, entre el fantasma y el dolor. Y que existe una construcción posible a partir de ese relato sensorial, que nos hace conocernos y que quizá nos haga, también, comprender el mundo. La memoria gravita en un atemporal continuo, entre la huella pasada y el signo futuro, entre el presente perpetuo y la expectativa de una escritura otra, entre el desaliento y la esperanza.

Ojalá emergieran de manera paralela a la exhumación del dictador todos los fantasmas de los cuerpos dolientes de su verdad histórica, y bramaran durante todo el proceso como un enjambre enfurecido. Ojalá esta no mala noticia se quede en un mero e irrelevante principio de un largo camino de recuperación. Ojalá los cuerpos disidentes, políticos y sociales, sometidos a su discurso violento y fascista revelen esas otras escrituras de la historia, esa que sólo pertenece a la memoria de los cuerpos. Ojalá comencemos a escuchar.

San Agustín se encontró también con la paradoja del olvido (¿cómo puedo recordar el olvido si en sí mismo se basa en la ausencia de recuerdos?). Algo que quizá también nos pueda hablar de las prácticas de memoria y negacionismo obligatorio que nos ha constituido como sujetos de esta democracia sin pasado. El olvido, ese que no se fuerza, llega sólo cuando el relato del cuerpo doliente ha dicho, al final, la verdad de su propia historia. Ojalá lleguemos a ese olvido.

Un olvido que no emulará, desde luego, la pureza de Gimferrer (una pureza que no es, convengamos, útil para lo colectivo), pero sí a un escenario más parecido al que debería tender un mapa democrático, al de justicia, reparación y verdad.

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