¿Quién teme a lo queer?: Alerta o por qué me decido por la rabia

Este viernes estrenamos sección: se llama «Quién teme lo queer». ¿Su autor? Victor Mora (@Victor_Mora_G ‏). Estamos felices, disfrútenla.

 

Quisiera tener cosas dulces que decir, pero tengo que decidir y me decido por la rabia

Este verso de la raptivista guatemalteca Rebeca Lane resonaba en mi cabeza como alerta cuando me preguntaba cómo comenzar a escribir esta semana. Semana en la que huellas de un pasado totalitario emergen como amenazas vivas, ¿cómo escribir? ¿Desde qué lugar emocional podemos afrontar una reflexión sobre las noticias de estos días, sobre las terapias clandestinas para la ‘reconversión de la homosexualidad’ que han salido a la luz?

Que el Obispo Reig Pla difunde un odio reaccionario contra la diversidad sexual y de género no es nuevo: ya fueron noticia sus mensajes antifeministas y la emisión de sus misas con discursos homófobos en una cadena pública. Tampoco es nada nuevo (o no debería serlo) que esas terapias de reconversión son, de hecho, tortura. Tortura siempre psicológica y, en ocasiones, física, que manipula el lenguaje de la opresión para culpabilizar a la víctima, estigmatizarla y reproducir un discurso heteronormativo totalitario que puede conducir, como ya sabemos, a estados que van desde la depresión hasta el suicidio. Entonces, ¿cómo y desde dónde escribir sobre ello?

Las prácticas bárbaras contra personas de sexo y género diverso fueron una constante durante la dictadura en el contexto español, y el hecho de que esta noticia haya causado alarma y haya movilizado a un sector de la población es síntoma del buen trabajo que, desde el activismo por los derechos LGBT+ y las reivindicaciones de memoria, se han llevado y se siguen llevando a cabo en nuestro país. La resistencia, la acusación y la protesta se han manifestado de inmediato, como un resorte. Hay proyecto de denuncia y de investigación, hay voluntad de judicializar la tortura, que definitivamente debe ser ilegal y estar penalizada.

Se ha elaborado, además, una respuesta inmediata que se ha difundido por redes: ‘Nuestro amor no se cura’. Un lema que levanta (lógicas) suspicacias y rechazos dentro de nuestros activismos porque parece vincular el derecho a la existencia con un patrón romántico tradicional, normativo e integrador, que reproduzca modelos reconocibles para la heteronorma y facilite la lectura de la disidencia. No tengo voluntad de criticar ni cuestionar la validez del lema (‘nuestro amor no se cura’), porque creo que evidentemente es también nuestro derecho reproducir esquemas afectivos si es lo que queremos, sin embargo creo que es bueno señalar también que no tenemos por qué responder desde ese lugar si no es el que nos identifica.

El amor no ha de ser un lugar necesario para la reivindicación de la existencia. Por otro lado, es cierto que, además, a esta consigna bien se le podría aplicar otra lectura: no como modus relacional que legitime la presencia de la diversidad en sociedad, sino como respuesta opositiva frente al odio. Es decir, no se trata de que tengamos que amar para poder existir, sino que, al contrario, frente al odio que se siembra desde este tipo de discursos y prácticas, lo que gana es lo contrario (love wins). Lema que, a pesar de todo, resulta problemático; porque se confunde y malinterpreta intencionadamente y en exceso, bien para capitalizar nuestros afectos y convertirnos en productos, bien para suavizar la expresión de la diversidad sexual y de género a los ojos de la heteronorma, que según esquemas de amor romántico tradicional podría encajar mejor la existencia queer.

No cuestiono el amor como lugar desde el que escribir, por supuesto, pero yo hoy, como decía al principio en palabras de Lane: «quisiera tener cosas dulces que decir, pero tengo que decidir y me decido por la rabia»

Y, ¿por qué la rabia? ¿Por qué creo que tenemos que sentirla, reconocerla y utilizarla? No sólo porque es un lugar honesto (tanto como lo pueda ser el amor) desde el que enunciarnos, sino porque también es un lugar de construcción, frente al odio de voluntad únicamente destructora. Audre Lorde en Sister/Outsider reflexiona sobre el odio y la rabia como emociones que, si bien a veces se confunden, trabajan en direcciones diametralmente opuestas.

Cuando hablamos de discursos de odio, como los que siembran y reproducen Reig Pla, HazteOír y toda otra institución u organismo que pretenda imponer un orden jerárquico a los cuerpos, estamos hablando de un impulso de destrucción de la disidencia respecto a un patrón (en este caso cis, binario y heteronormativo). Un odio al que no hay que explicar que lo nuestro es amor, que no lo han entendido, sino ante el que hay que ser contundentes porque ya no pueden seguir ostentando bajo ningún concepto la autoridad de decidir qué cuerpos y prácticas pueden ser leídos como parte de la ciudadanía y cuáles no.

La rabia es lo que se genera a partir del daño que causan precisamente esos discursos de odio. ‘La rabia’, nos recuerda Lorde…

es el dolor motivado por las distorsiones que nos afectan a todas, y su objetivo es el cambio

Por eso creo que es más interesante combatir el odio que pretende destruir con la fuerza creadora que nos da esa rabia. Una rabia que reclama un lugar legítimo de existencia por derecho propio, por autodeterminación frente a toda autoridad que pretenda modificarnos, reconvertirnos, e imponer un discurso excluyente que repite y repite que nosotras somos el error.

Y es cierto que lo somos: suponemos una amenaza contra todo sistema que pretenda establecer jerarquías opresivas para el cuerpo, sus afectos y expresiones. La rabia es el impulso que toma el cuerpo erróneo para reclamar la legítima existencia; es un espacio de interpelación, de demanda, una acción que reclama el reconocimiento de las heridas y la creación de un espacio social donde no vuelvan a tener lugar ni posibilidad.

Por supuesto que es legítimo construir una respuesta desde el amor o desde cualquier otra emoción. Pero no ocultemos nuestra rabia detrás de lemas complacientes porque eso banaliza nuestra historia, nuestra experiencia, nuestro devenir como cuerpos potencialmente revolucionarios. Y claro que sentimos amor, pero también dolor, frustración y rabia. Emociones que nos han ayudado a veces a sobrevivir y que han podido darnos la fuerza necesaria para enunciarnos como cuerpos visibles que no necesitan de ningún patrón de lectura para ser reconocidos como parte de la polis democrática. Emociones diversas que tejen el mapa de la resistencia y la acción frente a esa subordinación jerárquica a la que aún hay quien pretende someternos mediante amenazas, torturas y opresión. Recuerda la poeta Mary McAnally:

El dolor nos enseña a retirar los dedos del maldito fuego

La rabia es, quizá, el espacio emocional que se genera como reacción ante ese dolor, y puede funcionar como lugar de reconocimiento, de colectividad y de respuesta combativa frente a la emergencia que suponen noticias como la de esta semana.

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